| Cuento |
©2021, Kasilda David Mamahua
Terlenka era una perra de azotea. Nunca tuvo posibilidad de ser otra cosa. Nació en la cima de un rascacielos y estaba condenada a vivir ahí, hacinada con las otras cuatro familias, ordeñando las torres de desechos, aprovechando los intercambios con los zepelines de limpia, tendiendo redes entre las claraboyas de navegación y los semáforos de alto tráfico.
Podía haber llevado una existencia tan anodina como la de su madre, sombra de una sombra, pero unos malditos juniors borrachos decidieron cazarla una mañana. La violaron y subieron los videos a las redes sociales. Su mamá acababa de morir, apenas un par de semanas atrás, y aquello sólo sirvió para enfurecerla más.
Terlenka empezó a saltar de edificios. A seguir la ruta de los desesperados. La dejaron sola en el primer intento, luego se sumaron a ella, a la búsqueda de las rutas de aquel auto deportivo.
Los saltadores se consideraban a sí mismos otra tribu; nómada, sin recursos asegurados, dependiente del trueque, en perenne intercambio de artesanías; la proveyeron con los cuidados mínimos necesarios y fueron orientando las rutas de su venganza.
A los dos meses y veinte días, aparecieron los primeros indicios; los juniors se habían decantado a un sector y ya habían abusado de otras dos chicas, antes de que consiguieran seguirlos hasta su mismo edificio.
Y esa era la parte más difícil. Y también la más divertida. Tres grupos distintos de saltadores se reunieron en ese rascacielos y empezaron la maniobra mascota. A Terlenka la dejaron decidir sus departamentos de ataque y empezó capturando al poodle del 5026, lo dejó colgando del cuello, más allá de la jaula de protección de la azotehuela, con el cable bien eslabonado a la cerradura. Le quitó el bozal antes de saltar a la segunda y tercera azotehuela, en una acción relámpago que era replicada en los otros tres flancos del edificio. Las alarmas empezaron a sonar y ellos a replegarse. Las cámaras hackeadas en los collares de las mascotas, no sólo les mostraron la desesperación de los dueños, la sorpresa al verlas caer tan solo accionaban la cerradura. La larga, interminable caída y en muy contadas excepciones el desmembramiento del animal doméstico...
Lo importante fueron los rostros. Terlenka identificó tres, el cuarto iba con máscara y sólo gracias a la intervención de Manta y Mezclilla, las otras dos chicas violadas, consiguieron dilucidar los rasgos del vejete del 70530. Por eso, en el hackeo a las redes, pudieron subir las expresiones angustiadas de los cuatro, ante el sacrificio de sus perros falderos.
El ataque fue franco, claro y protocolario. La policía se apostó en los edificios vecinos. Corroboraron identidades y anunciaron una lucha justa debido a ilegales aparcamientos del aerocar del 70530 en los edificios de las tres perras de azotea.
Ninguna estrategia legal pudo evitar que hacia el crepúsculo subieran los cuatro señalados. El vejete del 70530 lidereaba al grupo sin tapujos, sin mordaza alguna. Consciente del enjambre de drones noticiosos que rodeaba aquella azotea, comenzó un discurso sobre la escoria genética y la necesidad de limpieza en esa ciudad. El trío, detras de él, imitó sus pavoneos. Corearon frases y remataron proclamando sus derechos de trascendencia de zona, su derecho al libre esparcimiento cinegético no mortífero con los subhumanos de azotea y arribaron a la zona central de lucha, al domo central del pozo de luz.
Eran cuatro contra tres y ni Mezclilla ni Manta estaban convencidas de poder aguantar el encuentro. A Terlenka le sobraba energía y apenas sonó el primer golpe de la campana, ya se descolgaba contra el más robusto de los tres jóvenes.
Terlenka había entrenado, había jugado lo bastante con los machos de su nueva tribu, por eso no le costó nada romperle las dos piernas, y arrojarlo a la parte frágil de aquel cuadrilátero. No sólo había sido aquel el ariete inicial, el que la sometiera y se burlara mientras los otros la poseían. Mezclilla y Manta se ajustaron sus cuerdas de saltadoras y se abalanzaron sobre el caído, tratando de romper el soporte.
Terlenka siguió con sus tretas, con sus juegos retorcidos que anticipaban los movimientos de aquellos dos cobardes.
Escuchó la fractura del domo, el grito interminable del de las piernas rotas, escuchó los pujidos de Mezclilla, al tratar de remolcarse, luchando porque su cuerda no quedara rota en ese primer impacto.
Manta ya acechaba al más joven y Terlenka decidió apoyarla, cambiar el golpe, en el último momento y arrojar al imberbe a los brazos de aquella chica.
En ese instante ya no le importaba lo planeado. Sólo la venganza. Por eso no dudó y trianguló para arrojarse con todo y el tercer agresor a la claraboya rota.
Caos de cristales. Caos de gritos. Miró los ojos asustados de Mezclilla y, sin titubeos, le disparó un arpón a su chaleco-coraza, mientras su blanco perdía garra y se precipitaba por el pozo de luz. El vejete, desde el borde, las miraba con las manos sangrantes, sentado precariamente en el borde estrellado de los restos de la claraboya.
Terlenka tuvo un instante de dominio pesimista. Ambas, ahí, colgando y con aquel desgraciado que iba desenfundando una hoja doble filo de su bastón.
Entonces vio la cuerda, el jalón desde atrás, al cuello. El ahogo del vejete y la caída del bastón filoso... Manta se detuvo apenas a tiempo. Y la autoridad llegó en dos aeropatrullas a certificar el resultado. Las demandantes Mezcilla y Manta, acababan de adquirir su ciudadanía; reemplazarían a los dos fenecidos. El tercero sería degradado, deportado a la azotea de otra ciudad... Para Terlenka, las cosas serían más complicadas.
Esa noche hubo fiesta en esa azotea. Hubo intercambio de papeles. Y hasta baile. Acababan de conquistar una nueva azotea; pero Terlenka estaba demasiado adolorida por la operación de transplante: su hijo seguiría creciendo en otro vientre, alimentándose del precario organismo del vejete. Y ella seguiría allí, en la azotea nueva, saltando, en busca de otras libertades, pero siempre de regreso...
Tampoco se hacía ilusiones. Si el vejete no llegaba a término, ella sería su heredera. Dejaría legalmente las azoteas para habitar entre la gente, aunque, lo sabía bien, nunca dejaría de ser una perra de azotea.