©1989, Juan Hernández Luna
Ninguna variante. Siempre igual.
La contracción, la incomodidad de grifo abierto, la calentura que corría punzante inundando la cintura y la espalda, el aviso de que debía descansar el cuerpo, buscar acomodo en algún lugar donde las molestias del embarazo se redujeran.
Irene apagó el televisor. Los rostros en la pantalla le hacían sentirse espiada, deshilvanada en sus rutinas, en el dolor de interrumpir el día por aquel enorme vientre.
Todo iniciaba un mes antes.
Lo primero era un acceso de tos y un sudor helado que le acompañaba durante las noches.
Durante la primer semana, su vientre se cubría de una suave pelusa que en vano trataba de retirar. Los pies se hinchaban lentamente y sentía la necesidad de tomar agua a cada instante. Luego comenzaba el hambre; comer hilo, estambre, hilazas encontradas al azar.
Primero al azar, después era necesario comprar madejas enteras que consumía en silencio, mientras contemplaba la lluvia que resbalaba los cristales.
En la segunda semana, su vientre tomaba la rigidez de una pelota de estambre.
En la tercera, su piel tomaba la coloración de quien ha comido hojas de sauce.
Durante la cuarta semana, nadie imaginaba que aquel vientre moreno y combo, fuera capaz de tomar los colores más hermosos, cuando por la noche, Irene, absorta lo contemplaba.
Esta vez fue a la cocina. Llenó una bandeja con agua caliente. Las contracciones habían cesado. Tendría tiempo de prepararse. Regresó a la recámara y del buró sacó las tijeras que siempre usaba en aquellos casos.
Se recostó y miró el techo filtrado de manchas que la humedad provocaba. En el reloj de pared escuchó el suave deslizar del segundero contando los minutos que faltaban para amanecer. Así era siempre. Todo sucedía mientras la oscuridad habitaba.
La lluvia comenzó a caer. Suave. Como una tela de sueño. Como una cortina de espuma dispersa.
Llovió.
La humedad reanimaba las manchas en el tejado.
Acostada en la cama, Irene recordó la ocasión que en vez de estambre había preferido el yeso de las paredes; rasguñarlo, llevarlo a sus labios, lamerlo de entre sus uñas. Aquel sabor salado y terroso fue su hábito durante esas tres semanas, cuando su vientre fue más duro que nunca. Aquello provocó que al término de la cuarta semana, un dolor intenso le atravesara la espalda, dejándole clavada en la cama sin poder moverse.
Se desangró durante dos días. Sola. Igual que siempre.
En principio era una contracción que partía su entrepierna, el compás de sus muslos abriéndose sin desearlo. Luego la espalda tomaba una curva y el sudor comenzaba su fluir fuera del cuerpo, interminable. Irene gritaba. Su cabello se pegaba sobre la piel de la cara y el cuello.
Iniciaba el final.
Una redondez tibia y húmeda.
Una bolsa pegajosa que manaba y envolvía.
Dentro, las madejas de estambre habían sido convertidas en delgados cabellos azules negros rojos rubios. Manos. Piernas. El esfuerzo continuaba. El dolor subía por los muslos y se refugiaba en la nuca debido a la posición en que se obligaba a permanecer para facilitar el tránsito.
Nacimiento.
Para cuando el amanecer llegaba, Irene se había deshecho de la bolsa. Había limpiado y peinado a la dueña de aquellos estambres. Incluso, la había tenido apretada a su cuerpo durante algunos minutos antes de bañarse.
Incertidumbre y contemplación.
Para el medio día, la recién nacida era instalada al fondo del ropero donde estaban las anteriores.
Irene preparaba café y bajaba las cortinas para evitar mirar los crisantemos que florecían en el balcón de la casa vecina.
Se sentía fatigada. Enfadada de soportar el parir y esconder, comer estambre, deambular, sollozar, desangrarse y ver su líquido revuelto de estambre, borra y tela saliendo a girones entre sus piernas.
Fue todo. Al mes siguiente intentaba acostumbrarse a una ciudad donde la calma imperaba y todo se vestía de azul y gris.
En el barrio de Analco consiguieron una casa de corredores amplios, escaleras macizas, paredes altas y una humedad insultante.
De cualquier forma le gustaba. Todas las tardes caminaba por esas calles empedradas hasta llegar al Paseo de San Francisco. Compraba dulces en la plazuela de la iglesia y subía al centro de la ciudad pasando por el teatro Principal.
Disfrutaba cada casona, cada callejón.
Se desnudaron.
A lo lejos, la sirena de una ambulancia despertaba las calles.
Amaneció.
Saúl, a su lado, estaba muerto.
"No me vayas a enterrar", había dicho alguna vez Saúl, mitad cierto, mitad broma. "No quiero gusanos en mi cadáver".
Y así fue. Su cuerpo se convirtió en cenizas, polvo grisáceo depositado en la pequeña caja que Irene guardó entre sus libros de cocina.
Soledad.
Sus paseos cambiaron de rumbo. Iniciaba en la Alameda de San José y continuaba por la peatonal de 5 de Mayo, hasta el Zócalo. Hojeaba revistas en el pasaje del Ayuntamiento y luego bajaba por la Maximino.
El Barrio del Artista le permitía caminar despacio, como era su gusto. Recorría las arcadas dispuestas junto al Teatro Principal y se sentaba a descansar en alguna de las bancas del jardín frente a la Capilla de Dolores.
Esa vez era tiempo de lluvia y había olvidado la gabardina. Nubes oscuras cubrían la ciudad.
"Tu voz no tiene fondo", le dijo una niña, ofreciendo los dulces que llevaba en una caja pequeña. Irene quedó en silencio, pensó en cristales y una descarga de azules y cielos y derrumbes acudió a su boca. Recordó el sabor salado de la piel de Saúl unida a la suya, la luz del sol cayendo de golpe a medio día, cuando rabiosamente se hacían el amor en el patiecito trasero, tendidos sobre una colcha.
-¿Quiere dulces, seño?
Electricidad penetrando las encías, cayendo a pedazos sobre el empedrado del jardín.
Comenzó a llover.
La niña había desaparecido.
Esa noche, Irene soñó con una playa. Con una catedral levantada sobre arena, mientras una ola de sangre y agujas y pedernal rompía el edificio hasta hundirlo en la arena. Ella permanecía a la orilla del mar, viendo cómo la arena se disolvía y el océano era un cementerio de gaviotas que agonizaban lentamente.
Cuando despertó, estaba frente a la iglesia de San José. Desnuda.
Madrugada.
De vuelta en casa, pasaba la tarde leyendo en la terraza que daba a una calle repleta de árboles y balcones bien cuidados. Tomaba café mientras hojeaba las revistas. Modas y consejos de belleza. Temas para platicar con las paredes de aquella gigantesca casa que siempre estaba en eterna decoración.
Soledad.
Cómo considerar amiga a la vecina que paseaba su perro por los prados cercanos y regresaba enfurecida porque el animal se había orinado en su pierna.
Cómo considerar amiga a la señora que una vez por semana iba a lavar su ropa y asear la casa.
¿Acaso era su amiga la anciana que en el balcón de enfrente se dedicaba a cultivar crisantemos?
Irene guardaba silencio. Le molestaba el tono en que Saúl le pedía las cosas. Odiaba acompañarlo a las reuniones. Se sentía incómoda, forzando el oído para descifrar el pésimo español de los jefes de Saúl, asentir como quien ha comprendido cuando hablaban en alemán o discutían de Frankfurt y Zurich. Irene sentía pena, no se atrevía a platicar de Cuetzalan o Malinalco.
-¿Iremos algún día a Europa, Saúl? -le preguntó aún contagiada por el sabor de la fiesta donde había sentido la angustia de no conocer ningún país extranjero.
Saúl no contestó. Estaba dormido.
Meses después la misma pregunta. Una noche de besos, mordiscos, saliva y gemidos.
-El año que viene me darán una beca. La Volkswagen paga los gastos. Irás conmigo. Estaremos en Stuttgart y Berlín.
El resto de la madrugada, Irene no pudo dormir esperando el momento de ir a Sanborns y comprar el Der Spiegel, un diccionario español-alemán y un breviario de cultura alemana que había visto en oferta. Casi al amanecer, Saúl falleció.
No hubo ningún viaje, y a sus treinta y cinco años, Irene tomaba el café en la terraza hojeando revistas que sugerían cómo mantener con buen gusto desde un sótano hasta un jardín. En ese momento volteó hacia el balcón vecino y en lugar de la anciana regando los crisantemos, miró el rostro de un hombre que fumaba y la observaba atentamente.
"¡Mentiroso!"
"En serio. Esta es una ciudad enana."
Irene recordaba las palabras de Saúl sin entender por qué aceptó salir a pasear con ese hombre que fumaba junto a los crisantemos y dijo llamarse Alonso. Hijo de españoles. Administraba los inmuebles de la familia.
-La casa donde vives se la compraste a mi madre -dijo, al tiempo que daba una fumada larga al cigarrillo.
Cuando salieron de Sanborns la ciudad estaba oscura. No tardaría en llover.
-Será un diluvio -bromeó Alonso.
Caminaron.
De pronto, Irene sintió cómo alguien jalaba de su ropa. Al voltear encontró el mismo rostro de quien meses atrás le había repetido las palabras de Saúl. Aún continuaba vendiendo flores. Irene sintió miedo. Fijó su vista y no tuvo duda; era el mismo rostro. La niña retrocedió asustada por aquella mirada que le amenazaba.
-¿Quiere crisantemos? -alcanzó a decir la niña al tiempo que daba un paso atrás. Irene seguía mirándola. La niña se fue corriendo.
-Es bonito desde aquí el balcón de los crisantemos -dijo Alonso.
Irene se incorporó y distinguió, entre las cortinas, el balcón impecable, repleto de crisantemos. Juró jamás haberlo visto frente a su recámara.
-Loquita, siempre ha estado en ese lugar. Esa casa la conozco bien. De pequeño ahí pasaba mis vacaciones.
En el balcón de los crisantemos apareció la anciana, envuelta en bata de casa, dispuesta a rociar las matas y remover su tierra.
Irene la vio.
-¿Quién es esa señora? ¿Es la criada?
-No. Es mi esposa.
Regresaban.
Los crisantemos continuaban saludables.
Alonso guardó silencio. Fumaba.
Alonso terminaba de vestirse. Estaban en el viejo motel de la carretera a Tlaxcala y los reflejos instantáneos de los relámpagos entraban constantemente.
-Con esta agua tienen suficiente -contestó.
-No iremos a regresar a Puebla con este aguacero, ¿verdad?
Alonso se volvió terminando de anudarse la corbata.
Irene agregó:
-¿O te regaña tu mujer si pasas la noche conmigo?
-No, por el contrario, quiere conocerte.
La anciana se llamaba Ofelia, y aún acostada y sucia sobre aquel sillón inmenso, tenía un aire de autoridad que difícilmente se le discutía.
La sala era amplia, llena de espejos y doseles recamados de curvas que se perdían en lo alto de las paredes. La televisión estaba encendida sintonizando un canal lleno de líneas y sombras difusas.
Irene guardó silencio. Encendió un cigarro. Desde su relación con Alonso se había acostumbrado a fumar y ya disfrutaba del tabaco oscuro.
-¡Pero qué torpe soy! -dijo la anciana descubriendo su acento español-. ¡Que no te he invitado nada! ¿Gustas un café? ¿Tal vez un chocolate?
-No, gracias. Sólo quería saludarla. Ya me retiro.
-Agradezco tu visita. Alonso me ha platicado tanto de ti. Te quiere mucho.
¿A qué horas sus manos habían sido apresadas por los filosos y arrugados dedos de aquella mujer?
Sintió asco. La anciana despedía el tufo de quien ha guardado cama durante días y sin ningún aseo.
-Llévate por favor unos retoños de crisantemos. Pensaba mandarlos a Bilbao con mis parientes pero prefiero dártelos a ti. ¡Cristina!
Una figura menuda apareció por la puerta del fondo. Irene tuvo que volver a sentarse.
-Querida, ¿te sientes bien? -preguntó la anciana.
-Sí, fue un mareo. Ya pasó.
-Si gustas puedes recostarte. A ver, Cristina, prepara una cama.
-No, gracias, ya pasó -respondió Irene incorporándose. Una ráfaga de nubes y espejos le cruzó los ojos y la obligó a sentarse de nuevo.
Lo último fue la imagen de Cristina acercándose. Ya no era ninguna niña y esa vez no le ofrecería dulces, tampoco flores.
Se había desmayado. Recordaba los esfuerzos de Cristina por acostarla, su mente queriendo despertar y la voz de Ofelia recordándole a Saúl, hablando de una voz sin fondo donde las cosas podían diluirse.
-Irene, quiero que tengas un hijo mío.
Un relámpago entró por una calle cercana e inundó la alcoba con su reflejo de azul pálido. Irene escuchó el retumbar del mismo, perdiéndose en los cerros que rodeaban la ciudad.
-No. Esta situación es absurda.
-¿A qué te refieres? -preguntó Alonso, comenzando a desnudarse y apagando la lámpara del buró.
-A esto. Engañar a tu esposa y aún tener el descaro de estar en su casa, acostada con su marido.
Alonso soltó una carcajada que salió dando tumbos por la ventana entreabierta. Afuera, el diluvio había iniciado...
-Tonta, ¿quién crees que desea al niño?
Irene no contestó. Las palabras se le agolpaban una sobre otra, intentando salir pero ninguna lograba hacerlo. Una a una se apilaron tras los dientes y de ahí se regresaron formando un nudo que con dificultad pasó por su garganta.
-Es más, quiere que vivas con nosotros.
-Sí.
-El señor Alonso dijo que pasaría por usted a las nueve. Con su permiso.
-Gracias, Cristina -respondió Irene, caminando hacia el cuarto de baño. Tenía horas suficientes como para pensar hasta cansarse, incluso dormir una siesta.
-¿Se puede?
La voz de Ofelia se oía lisa como navaja.
-Irene, querida, ¿ya te dio Cristina el recado de Alonso.
Irene asintió.
-Me alegro. Bien, nos vemos.
Antes de salir se volvió.
-Oye, le encantaste a mis amigas. De nuevo vendrán el sábado. Por cierto, aquí está el correo que ha llegado a tu casa.
La anciana salió.
Irene se dedicó a jugar con el agua y la tarde.
-Sí, Cristina. ¿Tienes lista mi ropa?
La joven movió su cuerpo menudo por la recámara yendo al guardarropa.
-El señor Alonso dejó estas cajas.
Cristina las abrió. En el interior aparecieron las prendas nuevas, impecables. Sofisticación en color negro. Había una nota: "Quiero un hijo".
Irene se desnudó. El ritual de vestirse daba inicio. Cristina, en un rincón, esperaba. Irene la vio por el espejo y recordó la noche de la primera cita con Alonso.
-¿Cristina?
-Dígame, señora.
-"Tu voz no tiene fondo".
-No entiendo, señora.
-La frase, ¿dónde escuchaste esa frase, Cristina?
-No entiendo, señora, ¿de qué me habla?
-Allá por el Teatro Principal. Luego apareciste en Sanborns.
-¿Me puedo retirar, señora?
-Sí.
Irene la vio salir dejando su aroma. Agua de lavanda.
Cuando despertó, el atrio de San Francisco le hacía sentirse pequeña. La piedra muda y fría le miró regresar en silencio a la casa del balcón de crisantemos.
En una recámara escuchó voces. Abrió. Era Alonso, desnudo, sudoroso. Ofelia frotaba su cuerpo con un ramo de crisantemos, lo besaba. Cristina danzaba por el cuarto al tiempo que cantaba. Era una tonada triste.
Volvió a despertar.
Estaba en su cuarto. Cristina la abrazaba y Alonso fumaba distraído arrojando el humo hacia la ventana abierta. En el balcón de enfrente la mujer de los crisantemos sonreía.
Y otra vez despertó y era Saúl quien estaba a su lado para acompañarla por toda la ciudad, caminando a ciegas. Había perdido los ojos. Los gusanos habían cumplido su parte.
"Te pedí que cremaras mi cuerpo."
"Lo hice, juro que lo hice", repetía Irene al tiempo que lo tomaba de la mano, ayudándolo a cruzar las calles y bordear los desniveles. No entendía cómo podía haber olvidado cremar el cuerpo. Incluso, se lo habían devuelto en una pequeña urna de madera que ella siempre...
Despertó.
-Voy a...
¿Qué le diría?, se preguntó. "Voy a buscar la urna que contiene las cenizas de quien me dijo que mi voz no tiene fondo y al encontrarla la traeré y regaré su contenido en las sábanas de la cama que comparto con Alonso y..."
-Nada, creí escuchar al cartero y bajaba por abrir.
-¿Cartero? Mmmmm. Hace tiempo que nadie recibe cartas en esta casa. Sólo Cristina.
Irene caminó hacia la escalera. Se detuvo.
-¿Cristina?
-De una voz que no tiene fondo...
-¿Cómo dice?
Irene avanzó hacia Ofelia y miró sus ojos dormidos. La cabeza laxa de quien ha pasado la noche en vela, la saliva escurriendo gruesa y tibia por la comisura de sus labios.
La televisión seguía encendida.
Cuando cerró la puerta, el cuarto continuaba con su olor a agua de lavanda.
-¿Dónde están?
Cristina bajó la revista y abrió sus ojos grandes y oscuros, preguntando la razón de su presencia.
Los ruidos del boulevard se filtraban hasta aquel cuarto de azotea y la ventana dejaba ver un pedazo del cerro de Los Fuertes.
-¿Dónde están?
-¿Dónde están qué, señora? -preguntó Cristina, alzando las cejas con un gesto de miedo.
-Las cenizas.
-¡Cenizas! ¡Válgame Dios! ¿De qué me habla, señora?
Un golpe. Otro más. Cristina sollozó.
Irene la vio ir a un rincón de la recámara y regresar con la urna conteniendo las cenizas de Saúl. Al salir, Irene pudo ver las revistas, algunas prendas y artículos que Cristina había estado tomando de su casa en las visitas que hacía por el correo.
-Y dame también la llave de mi casa.
-La tiene la señora Ofelia.
Irene salió. El olor a lavanda se había escapado.
El cuerpo del muchacho de gafas oscuras había huido a medianoche e Irene había pasado aquellas horas en total silencio, oyendo los ruidos de los autos rumiar por la autopista.
Cuando salió de la habitación revisó que la urna estuviera completamente vacía. Miró las sábanas por última vez y contempló el fino esparcido de las cenizas por la superficie de la cama. Polvo fino y gris.
Cuando recorrieron toda la ciudad, Irene se vio gritando por todos los atrios vacíos que tenía una voz sin fondo y podía vaciar el mundo en ella hasta agonizar de fuego y granizo.
Entonces Saúl la llevó en brazos por todas las calles donde su voz había quedado diluida y en una iglesia permanecieron abrazados.
Llovían aves y pequeñas canicas de barro. En el interior de un ruinoso confesionario, un sacerdote de cara redonda y rojiza les explicó el por qué cremar un cuerpo era pecado. Saúl comenzó a reír sin parar hasta que Irene lo tomó de la mano y salieron de la iglesia, cubiertos con plumas de querubín, volando desde la torre de Catedral.
Abajo, la ciudad se extendía como una constelación y Saúl le pidió que derramara sus cenizas en el corazón de esa noche. Irene prometió hacerlo pero cuando despertó estaba llorando, abrazada a un pilar del Portal Hidalgo.
Caminó y la tierra se abrió. Por sus piernas entraron abejas y un surtidor de sangre que le atravesó los ojos y en sus manos se depositaron todos los pájaros, luego un olor a almidón en forma de cereza cayó sobre su frente.
Despertó.
La iglesia del Carmen estaba a su espalda y el jardín del atrio se hallaba cubierto por las hojas que el viento había descolgado durante la noche.
Un muchacho de gafas oscuras huyendo sin despedirse.
Complicidad.
La ceniza de Saúl vertida en una cama desconocida e intacta.
Irene devolvió la sonrisa.
-¡Alonso escribió, está en Bilbao, te manda saludos!
-¡Gracias! -contestó Irene y volvió a su tarea de hojear revistas. Buscaba un decorado para el jardín; quería que este combinara con los crisantemos que la anciana le había obsequiado siglos atrás.
Cierto. Decenas de madres desfilaron por la acera acompañando a sus niños, contando sus rutinas.
Irene permaneció pensativa. El jardín necesitaría bastante trabajo. Los crisantemos no lo serían todo, compraría algunas hortensias y grandes matas de ramo de nube, buscaría un jardinero que podara algunas ramas del naranjo y diera forma al césped. De esta forma, su hijo nacería en una vieja casa con un hermoso jardín.
-Un hijo de Alonso -murmuró en voz baja, mientras caminaba por la habitación, haciendo a un lado las revistas de moda. De su suéter vio colgar un pequeño hilo que supuso se había trozado con alguna púa del jardín. Irene decidió cortarlo, lo comió y se sentó a esperar.
*Un cuento de realismo fantástico (como en algún momento definiera su género el gran Cronopio) que hasta dónde sabemos no ha visto la luz digital*
Todo lo que puedo exhibir
de este amor son silencios.
Toda palabra que intente recordarlo
será vencida.
Silvia Claudia Luna
Carne, le dijo una voz interior.
Es la carne la que habla: Ignórala.
William Gibson
Ninguna variante. Siempre igual.
La contracción, la incomodidad de grifo abierto, la calentura que corría punzante inundando la cintura y la espalda, el aviso de que debía descansar el cuerpo, buscar acomodo en algún lugar donde las molestias del embarazo se redujeran.
Irene apagó el televisor. Los rostros en la pantalla le hacían sentirse espiada, deshilvanada en sus rutinas, en el dolor de interrumpir el día por aquel enorme vientre.
Todo iniciaba un mes antes.
Lo primero era un acceso de tos y un sudor helado que le acompañaba durante las noches.
Durante la primer semana, su vientre se cubría de una suave pelusa que en vano trataba de retirar. Los pies se hinchaban lentamente y sentía la necesidad de tomar agua a cada instante. Luego comenzaba el hambre; comer hilo, estambre, hilazas encontradas al azar.
Primero al azar, después era necesario comprar madejas enteras que consumía en silencio, mientras contemplaba la lluvia que resbalaba los cristales.
En la segunda semana, su vientre tomaba la rigidez de una pelota de estambre.
En la tercera, su piel tomaba la coloración de quien ha comido hojas de sauce.
Durante la cuarta semana, nadie imaginaba que aquel vientre moreno y combo, fuera capaz de tomar los colores más hermosos, cuando por la noche, Irene, absorta lo contemplaba.
Esta vez fue a la cocina. Llenó una bandeja con agua caliente. Las contracciones habían cesado. Tendría tiempo de prepararse. Regresó a la recámara y del buró sacó las tijeras que siempre usaba en aquellos casos.
Se recostó y miró el techo filtrado de manchas que la humedad provocaba. En el reloj de pared escuchó el suave deslizar del segundero contando los minutos que faltaban para amanecer. Así era siempre. Todo sucedía mientras la oscuridad habitaba.
La lluvia comenzó a caer. Suave. Como una tela de sueño. Como una cortina de espuma dispersa.
Llovió.
La humedad reanimaba las manchas en el tejado.
Acostada en la cama, Irene recordó la ocasión que en vez de estambre había preferido el yeso de las paredes; rasguñarlo, llevarlo a sus labios, lamerlo de entre sus uñas. Aquel sabor salado y terroso fue su hábito durante esas tres semanas, cuando su vientre fue más duro que nunca. Aquello provocó que al término de la cuarta semana, un dolor intenso le atravesara la espalda, dejándole clavada en la cama sin poder moverse.
Se desangró durante dos días. Sola. Igual que siempre.
En principio era una contracción que partía su entrepierna, el compás de sus muslos abriéndose sin desearlo. Luego la espalda tomaba una curva y el sudor comenzaba su fluir fuera del cuerpo, interminable. Irene gritaba. Su cabello se pegaba sobre la piel de la cara y el cuello.
Iniciaba el final.
Una redondez tibia y húmeda.
Una bolsa pegajosa que manaba y envolvía.
Dentro, las madejas de estambre habían sido convertidas en delgados cabellos azules negros rojos rubios. Manos. Piernas. El esfuerzo continuaba. El dolor subía por los muslos y se refugiaba en la nuca debido a la posición en que se obligaba a permanecer para facilitar el tránsito.
Nacimiento.
Para cuando el amanecer llegaba, Irene se había deshecho de la bolsa. Había limpiado y peinado a la dueña de aquellos estambres. Incluso, la había tenido apretada a su cuerpo durante algunos minutos antes de bañarse.
Incertidumbre y contemplación.
Para el medio día, la recién nacida era instalada al fondo del ropero donde estaban las anteriores.
Irene preparaba café y bajaba las cortinas para evitar mirar los crisantemos que florecían en el balcón de la casa vecina.
Se sentía fatigada. Enfadada de soportar el parir y esconder, comer estambre, deambular, sollozar, desangrarse y ver su líquido revuelto de estambre, borra y tela saliendo a girones entre sus piernas.
* * *
-Nos vamos a Puebla -le dijo Saúl-. La Volkswagen me ofrece empleo.Fue todo. Al mes siguiente intentaba acostumbrarse a una ciudad donde la calma imperaba y todo se vestía de azul y gris.
En el barrio de Analco consiguieron una casa de corredores amplios, escaleras macizas, paredes altas y una humedad insultante.
De cualquier forma le gustaba. Todas las tardes caminaba por esas calles empedradas hasta llegar al Paseo de San Francisco. Compraba dulces en la plazuela de la iglesia y subía al centro de la ciudad pasando por el teatro Principal.
Disfrutaba cada casona, cada callejón.
* * *
-Tu voz no tiene fondo -le dijo Saúl una noche en que la lluvia iniciaba-. Es como si al escucharla todo se fuera por un túnel...Se desnudaron.
A lo lejos, la sirena de una ambulancia despertaba las calles.
Amaneció.
Saúl, a su lado, estaba muerto.
* * *
"Paro cardiaco", dijo el médico que extendió el certificado."No me vayas a enterrar", había dicho alguna vez Saúl, mitad cierto, mitad broma. "No quiero gusanos en mi cadáver".
Y así fue. Su cuerpo se convirtió en cenizas, polvo grisáceo depositado en la pequeña caja que Irene guardó entre sus libros de cocina.
* * *
El cobro del seguro y los ahorros de varios años le permitieron a Irene comprar una casa en el barrio de San Francisco.Soledad.
Sus paseos cambiaron de rumbo. Iniciaba en la Alameda de San José y continuaba por la peatonal de 5 de Mayo, hasta el Zócalo. Hojeaba revistas en el pasaje del Ayuntamiento y luego bajaba por la Maximino.
El Barrio del Artista le permitía caminar despacio, como era su gusto. Recorría las arcadas dispuestas junto al Teatro Principal y se sentaba a descansar en alguna de las bancas del jardín frente a la Capilla de Dolores.
Esa vez era tiempo de lluvia y había olvidado la gabardina. Nubes oscuras cubrían la ciudad.
"Tu voz no tiene fondo", le dijo una niña, ofreciendo los dulces que llevaba en una caja pequeña. Irene quedó en silencio, pensó en cristales y una descarga de azules y cielos y derrumbes acudió a su boca. Recordó el sabor salado de la piel de Saúl unida a la suya, la luz del sol cayendo de golpe a medio día, cuando rabiosamente se hacían el amor en el patiecito trasero, tendidos sobre una colcha.
-¿Quiere dulces, seño?
Electricidad penetrando las encías, cayendo a pedazos sobre el empedrado del jardín.
Comenzó a llover.
La niña había desaparecido.
Esa noche, Irene soñó con una playa. Con una catedral levantada sobre arena, mientras una ola de sangre y agujas y pedernal rompía el edificio hasta hundirlo en la arena. Ella permanecía a la orilla del mar, viendo cómo la arena se disolvía y el océano era un cementerio de gaviotas que agonizaban lentamente.
Cuando despertó, estaba frente a la iglesia de San José. Desnuda.
Madrugada.
* * *
A la semana siguiente, Irene se ocupó de ir al banco, revisar los intereses. A la salida, gustaba de ir a Sanborns por hojear revistas, incansable, parada en un rincón de la librería, hasta que el empleado la incomodaba con su presencia. Entonces, tomaba algunas revistas y se apresuraba a pagar.De vuelta en casa, pasaba la tarde leyendo en la terraza que daba a una calle repleta de árboles y balcones bien cuidados. Tomaba café mientras hojeaba las revistas. Modas y consejos de belleza. Temas para platicar con las paredes de aquella gigantesca casa que siempre estaba en eterna decoración.
Soledad.
Cómo considerar amiga a la vecina que paseaba su perro por los prados cercanos y regresaba enfurecida porque el animal se había orinado en su pierna.
Cómo considerar amiga a la señora que una vez por semana iba a lavar su ropa y asear la casa.
¿Acaso era su amiga la anciana que en el balcón de enfrente se dedicaba a cultivar crisantemos?
* * *
"Deberías ser más sociable. Mis jefes preguntan por qué no vas conmigo a las fiestas de la empresa."Irene guardaba silencio. Le molestaba el tono en que Saúl le pedía las cosas. Odiaba acompañarlo a las reuniones. Se sentía incómoda, forzando el oído para descifrar el pésimo español de los jefes de Saúl, asentir como quien ha comprendido cuando hablaban en alemán o discutían de Frankfurt y Zurich. Irene sentía pena, no se atrevía a platicar de Cuetzalan o Malinalco.
-¿Iremos algún día a Europa, Saúl? -le preguntó aún contagiada por el sabor de la fiesta donde había sentido la angustia de no conocer ningún país extranjero.
Saúl no contestó. Estaba dormido.
Meses después la misma pregunta. Una noche de besos, mordiscos, saliva y gemidos.
-El año que viene me darán una beca. La Volkswagen paga los gastos. Irás conmigo. Estaremos en Stuttgart y Berlín.
El resto de la madrugada, Irene no pudo dormir esperando el momento de ir a Sanborns y comprar el Der Spiegel, un diccionario español-alemán y un breviario de cultura alemana que había visto en oferta. Casi al amanecer, Saúl falleció.
No hubo ningún viaje, y a sus treinta y cinco años, Irene tomaba el café en la terraza hojeando revistas que sugerían cómo mantener con buen gusto desde un sótano hasta un jardín. En ese momento volteó hacia el balcón vecino y en lugar de la anciana regando los crisantemos, miró el rostro de un hombre que fumaba y la observaba atentamente.
* * *
"A Sanborns van los snobs para tener de qué platicar, los nacos por usar el teléfono, los jodidos por el sanitario, los empleados de banco por aprovechar la "hora feliz". Es un lugar feísimo, Irene, igual que Puebla. Todo mundo te ve, todos saben todo. No me gusta esta ciudad. No puedes ocultar nada porque en los portales ya te encontraste con fulano o zutano. Conozco compañeros que en los moteles se han topado con los autos de sus vecinos y hasta de sus esposas.""¡Mentiroso!"
"En serio. Esta es una ciudad enana."
Irene recordaba las palabras de Saúl sin entender por qué aceptó salir a pasear con ese hombre que fumaba junto a los crisantemos y dijo llamarse Alonso. Hijo de españoles. Administraba los inmuebles de la familia.
-La casa donde vives se la compraste a mi madre -dijo, al tiempo que daba una fumada larga al cigarrillo.
Cuando salieron de Sanborns la ciudad estaba oscura. No tardaría en llover.
-Será un diluvio -bromeó Alonso.
Caminaron.
De pronto, Irene sintió cómo alguien jalaba de su ropa. Al voltear encontró el mismo rostro de quien meses atrás le había repetido las palabras de Saúl. Aún continuaba vendiendo flores. Irene sintió miedo. Fijó su vista y no tuvo duda; era el mismo rostro. La niña retrocedió asustada por aquella mirada que le amenazaba.
-¿Quiere crisantemos? -alcanzó a decir la niña al tiempo que daba un paso atrás. Irene seguía mirándola. La niña se fue corriendo.
* * *
Cuando despertó, Alonso estaba a su lado. La cama tenía el inconfundible olor a piel disuelta.-Es bonito desde aquí el balcón de los crisantemos -dijo Alonso.
Irene se incorporó y distinguió, entre las cortinas, el balcón impecable, repleto de crisantemos. Juró jamás haberlo visto frente a su recámara.
-Loquita, siempre ha estado en ese lugar. Esa casa la conozco bien. De pequeño ahí pasaba mis vacaciones.
En el balcón de los crisantemos apareció la anciana, envuelta en bata de casa, dispuesta a rociar las matas y remover su tierra.
Irene la vio.
-¿Quién es esa señora? ¿Es la criada?
-No. Es mi esposa.
* * *
Había días en que Alonso no salía a fumar al balcón. Irene lo imaginaba en el interior, recostado, fumando en la sala. Pasados los días lo miraba salir en su auto. Irene hacía lo mismo y más tarde se encontraban en un viejo motel de la carretera a Tlaxcala. Se desnudaban y reían.Regresaban.
Los crisantemos continuaban saludables.
* * *
-Quiero que tengamos un hijo -dijo Irene.Alonso guardó silencio. Fumaba.
* * *
-Tu mujer ya no riega los crisantemos.Alonso terminaba de vestirse. Estaban en el viejo motel de la carretera a Tlaxcala y los reflejos instantáneos de los relámpagos entraban constantemente.
-Con esta agua tienen suficiente -contestó.
-No iremos a regresar a Puebla con este aguacero, ¿verdad?
Alonso se volvió terminando de anudarse la corbata.
Irene agregó:
-¿O te regaña tu mujer si pasas la noche conmigo?
-No, por el contrario, quiere conocerte.
* * *
-Los crisantemos son mi pasión. Lástima que estos dolores de espalda no me dejen mover y los tenga descuidados. Pero pronto volverán a estar hermosos. Me alegra tanto que te gusten.La anciana se llamaba Ofelia, y aún acostada y sucia sobre aquel sillón inmenso, tenía un aire de autoridad que difícilmente se le discutía.
La sala era amplia, llena de espejos y doseles recamados de curvas que se perdían en lo alto de las paredes. La televisión estaba encendida sintonizando un canal lleno de líneas y sombras difusas.
Irene guardó silencio. Encendió un cigarro. Desde su relación con Alonso se había acostumbrado a fumar y ya disfrutaba del tabaco oscuro.
-¡Pero qué torpe soy! -dijo la anciana descubriendo su acento español-. ¡Que no te he invitado nada! ¿Gustas un café? ¿Tal vez un chocolate?
-No, gracias. Sólo quería saludarla. Ya me retiro.
-Agradezco tu visita. Alonso me ha platicado tanto de ti. Te quiere mucho.
¿A qué horas sus manos habían sido apresadas por los filosos y arrugados dedos de aquella mujer?
Sintió asco. La anciana despedía el tufo de quien ha guardado cama durante días y sin ningún aseo.
-Llévate por favor unos retoños de crisantemos. Pensaba mandarlos a Bilbao con mis parientes pero prefiero dártelos a ti. ¡Cristina!
Una figura menuda apareció por la puerta del fondo. Irene tuvo que volver a sentarse.
-Querida, ¿te sientes bien? -preguntó la anciana.
-Sí, fue un mareo. Ya pasó.
-Si gustas puedes recostarte. A ver, Cristina, prepara una cama.
-No, gracias, ya pasó -respondió Irene incorporándose. Una ráfaga de nubes y espejos le cruzó los ojos y la obligó a sentarse de nuevo.
Lo último fue la imagen de Cristina acercándose. Ya no era ninguna niña y esa vez no le ofrecería dulces, tampoco flores.
* * *
-Me dijo Ofelia que te sentiste mal -le dijo Alonso cuando despertó en aquella cama extremadamente blanda.Se había desmayado. Recordaba los esfuerzos de Cristina por acostarla, su mente queriendo despertar y la voz de Ofelia recordándole a Saúl, hablando de una voz sin fondo donde las cosas podían diluirse.
-Irene, quiero que tengas un hijo mío.
Un relámpago entró por una calle cercana e inundó la alcoba con su reflejo de azul pálido. Irene escuchó el retumbar del mismo, perdiéndose en los cerros que rodeaban la ciudad.
-No. Esta situación es absurda.
-¿A qué te refieres? -preguntó Alonso, comenzando a desnudarse y apagando la lámpara del buró.
-A esto. Engañar a tu esposa y aún tener el descaro de estar en su casa, acostada con su marido.
Alonso soltó una carcajada que salió dando tumbos por la ventana entreabierta. Afuera, el diluvio había iniciado...
-Tonta, ¿quién crees que desea al niño?
Irene no contestó. Las palabras se le agolpaban una sobre otra, intentando salir pero ninguna lograba hacerlo. Una a una se apilaron tras los dientes y de ahí se regresaron formando un nudo que con dificultad pasó por su garganta.
-Es más, quiere que vivas con nosotros.
* * *
-El baño está listo, señora. ¿Puedo llevarme esta ropa?-Sí.
-El señor Alonso dijo que pasaría por usted a las nueve. Con su permiso.
-Gracias, Cristina -respondió Irene, caminando hacia el cuarto de baño. Tenía horas suficientes como para pensar hasta cansarse, incluso dormir una siesta.
-¿Se puede?
La voz de Ofelia se oía lisa como navaja.
-Irene, querida, ¿ya te dio Cristina el recado de Alonso.
Irene asintió.
-Me alegro. Bien, nos vemos.
Antes de salir se volvió.
-Oye, le encantaste a mis amigas. De nuevo vendrán el sábado. Por cierto, aquí está el correo que ha llegado a tu casa.
La anciana salió.
Irene se dedicó a jugar con el agua y la tarde.
* * *
-¿Llamó la señora?-Sí, Cristina. ¿Tienes lista mi ropa?
La joven movió su cuerpo menudo por la recámara yendo al guardarropa.
-El señor Alonso dejó estas cajas.
Cristina las abrió. En el interior aparecieron las prendas nuevas, impecables. Sofisticación en color negro. Había una nota: "Quiero un hijo".
Irene se desnudó. El ritual de vestirse daba inicio. Cristina, en un rincón, esperaba. Irene la vio por el espejo y recordó la noche de la primera cita con Alonso.
-¿Cristina?
-Dígame, señora.
-"Tu voz no tiene fondo".
-No entiendo, señora.
-La frase, ¿dónde escuchaste esa frase, Cristina?
-No entiendo, señora, ¿de qué me habla?
-Allá por el Teatro Principal. Luego apareciste en Sanborns.
-¿Me puedo retirar, señora?
-Sí.
Irene la vio salir dejando su aroma. Agua de lavanda.
* * *
Los sueños eran de flor y musgo. Una mano le tomaba por los cabellos y luego de convertirlos en papeles de colores, entraba en medio de su pecho. La mano volvía con los dedos repletos de anillos. Había una serpiente. Es un túnel, decía alguien y ella quedaba sollozando en la esquina de un cuarto vacío.Cuando despertó, el atrio de San Francisco le hacía sentirse pequeña. La piedra muda y fría le miró regresar en silencio a la casa del balcón de crisantemos.
En una recámara escuchó voces. Abrió. Era Alonso, desnudo, sudoroso. Ofelia frotaba su cuerpo con un ramo de crisantemos, lo besaba. Cristina danzaba por el cuarto al tiempo que cantaba. Era una tonada triste.
Volvió a despertar.
Estaba en su cuarto. Cristina la abrazaba y Alonso fumaba distraído arrojando el humo hacia la ventana abierta. En el balcón de enfrente la mujer de los crisantemos sonreía.
Y otra vez despertó y era Saúl quien estaba a su lado para acompañarla por toda la ciudad, caminando a ciegas. Había perdido los ojos. Los gusanos habían cumplido su parte.
"Te pedí que cremaras mi cuerpo."
"Lo hice, juro que lo hice", repetía Irene al tiempo que lo tomaba de la mano, ayudándolo a cruzar las calles y bordear los desniveles. No entendía cómo podía haber olvidado cremar el cuerpo. Incluso, se lo habían devuelto en una pequeña urna de madera que ella siempre...
Despertó.
* * *
-¿A dónde vas, Irene? -preguntó Ofelia, sentada en el amplio sillón de la sala con la televisión que permanecía encendida desde horas antes.-Voy a...
¿Qué le diría?, se preguntó. "Voy a buscar la urna que contiene las cenizas de quien me dijo que mi voz no tiene fondo y al encontrarla la traeré y regaré su contenido en las sábanas de la cama que comparto con Alonso y..."
-Nada, creí escuchar al cartero y bajaba por abrir.
-¿Cartero? Mmmmm. Hace tiempo que nadie recibe cartas en esta casa. Sólo Cristina.
Irene caminó hacia la escalera. Se detuvo.
-¿Cristina?
-De una voz que no tiene fondo...
-¿Cómo dice?
Irene avanzó hacia Ofelia y miró sus ojos dormidos. La cabeza laxa de quien ha pasado la noche en vela, la saliva escurriendo gruesa y tibia por la comisura de sus labios.
La televisión seguía encendida.
* * *
El cuarto olía a agua de lavanda cuando Irene abrió la puerta. En un pequeño catre, Cristina balanceaba su cuerpo sobre Alonso.Cuando cerró la puerta, el cuarto continuaba con su olor a agua de lavanda.
* * *
El cuarto olía agua de lavanda y a piel húmeda cuando Irene abrió la puerta. Cristina hojeaba las revistas de decoración que Irene reconoció como suyas, compradas siglos atrás cuando...-¿Dónde están?
Cristina bajó la revista y abrió sus ojos grandes y oscuros, preguntando la razón de su presencia.
Los ruidos del boulevard se filtraban hasta aquel cuarto de azotea y la ventana dejaba ver un pedazo del cerro de Los Fuertes.
-¿Dónde están?
-¿Dónde están qué, señora? -preguntó Cristina, alzando las cejas con un gesto de miedo.
-Las cenizas.
-¡Cenizas! ¡Válgame Dios! ¿De qué me habla, señora?
Un golpe. Otro más. Cristina sollozó.
Irene la vio ir a un rincón de la recámara y regresar con la urna conteniendo las cenizas de Saúl. Al salir, Irene pudo ver las revistas, algunas prendas y artículos que Cristina había estado tomando de su casa en las visitas que hacía por el correo.
-Y dame también la llave de mi casa.
-La tiene la señora Ofelia.
Irene salió. El olor a lavanda se había escapado.
* * *
Esa tarde Irene tomó el auto y salió de la ciudad por la carretera rumbo a Atlixco. Más tarde se detuvo en un restaurante donde los comensales la vieron salir abrazada a un joven de lentes oscuros.* * *
Las madrugadas en los hoteles son iguales. El extrañamiento de la habitación, el no acostumbrarse a los muebles, a su abrir, su correr, su disposición.El cuerpo del muchacho de gafas oscuras había huido a medianoche e Irene había pasado aquellas horas en total silencio, oyendo los ruidos de los autos rumiar por la autopista.
Cuando salió de la habitación revisó que la urna estuviera completamente vacía. Miró las sábanas por última vez y contempló el fino esparcido de las cenizas por la superficie de la cama. Polvo fino y gris.
* * *
Saúl llegando en un cometa le disparaba con una pistola llena de todos los vientos y ambos corrían como locos por el Zócalo. En cada puerta tocaban y a cada golpe una mano sonriente les mostraba un bebé. Una voz nacida de los ladrillos húmedos les preguntaba si ese era el niño que se les había perdido y volvían a sonreír corriendo por los portales hasta que una nueva mano les mostraba otro bebé y era la misma pregunta.Cuando recorrieron toda la ciudad, Irene se vio gritando por todos los atrios vacíos que tenía una voz sin fondo y podía vaciar el mundo en ella hasta agonizar de fuego y granizo.
Entonces Saúl la llevó en brazos por todas las calles donde su voz había quedado diluida y en una iglesia permanecieron abrazados.
Llovían aves y pequeñas canicas de barro. En el interior de un ruinoso confesionario, un sacerdote de cara redonda y rojiza les explicó el por qué cremar un cuerpo era pecado. Saúl comenzó a reír sin parar hasta que Irene lo tomó de la mano y salieron de la iglesia, cubiertos con plumas de querubín, volando desde la torre de Catedral.
Abajo, la ciudad se extendía como una constelación y Saúl le pidió que derramara sus cenizas en el corazón de esa noche. Irene prometió hacerlo pero cuando despertó estaba llorando, abrazada a un pilar del Portal Hidalgo.
Caminó y la tierra se abrió. Por sus piernas entraron abejas y un surtidor de sangre que le atravesó los ojos y en sus manos se depositaron todos los pájaros, luego un olor a almidón en forma de cereza cayó sobre su frente.
Despertó.
La iglesia del Carmen estaba a su espalda y el jardín del atrio se hallaba cubierto por las hojas que el viento había descolgado durante la noche.
Un muchacho de gafas oscuras huyendo sin despedirse.
Complicidad.
La ceniza de Saúl vertida en una cama desconocida e intacta.
* * *
De regreso, abrió la puerta y volvió a recorrer su casa llena de polvo y rumor de sombras.* * *
Días después miró a la anciana de los crisantemos, aparecer en el balcón y sonreír.Irene devolvió la sonrisa.
-¡Alonso escribió, está en Bilbao, te manda saludos!
-¡Gracias! -contestó Irene y volvió a su tarea de hojear revistas. Buscaba un decorado para el jardín; quería que este combinara con los crisantemos que la anciana le había obsequiado siglos atrás.
* * *
En la iglesia de San José escuchó la campanada que anunciaba el medio día. Pronto sería el desfile de niños volviendo de la escuela.Cierto. Decenas de madres desfilaron por la acera acompañando a sus niños, contando sus rutinas.
Irene permaneció pensativa. El jardín necesitaría bastante trabajo. Los crisantemos no lo serían todo, compraría algunas hortensias y grandes matas de ramo de nube, buscaría un jardinero que podara algunas ramas del naranjo y diera forma al césped. De esta forma, su hijo nacería en una vieja casa con un hermoso jardín.
-Un hijo de Alonso -murmuró en voz baja, mientras caminaba por la habitación, haciendo a un lado las revistas de moda. De su suéter vio colgar un pequeño hilo que supuso se había trozado con alguna púa del jardín. Irene decidió cortarlo, lo comió y se sentó a esperar.