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Los hechos en el caso del señor Valdemar

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©1845, Edgar Allan Poe

Por supuesto no pretenderé considerar como algo sorpresivo, el hecho de que el extraordinario caso del señor Valdemar haya provocado la controversia. Habría sido un milagro pero no fue así... especialmente bajo tales circunstancias. Pese al deseo de todas las partes concernientes, de ocultar el asunto al dominio público, al menos por el momento, o hasta que tuviéramos mejores oportunidades para su investigación... Pese a nuestros empeños por realizarlo... un mutilado o exagerado recuento se abrió camino en la sociedad, y llegó a ser la fuente de muchas y desagradables tergiversaciones, y, como es natural, de un gran problema de incredulidad.
     Es ahora necesario rendir informe de los hechos... tanto como yo puedo comprenderlos. Sucintamente son estos:
     Mi atención, en los últimos tres años, había sido de manera reiterada atraída por el tema del Mesmerismo; y, hace cosa de nueve meses se me ocurrió, muy de repente, que en la serie de experimentaciones realizadas, existía una notable y muy inexplicable omisión:... ninguna persona había sido hasta ahora mesmerizada in articulo mortis. Estaba por verse, primero, si, en tal condición, existía en el paciente alguna susceptibilidad a la influencia magnética; segundo, si, de haber existido, el efecto era disminuido o aumentado por esta condición; tercero, a qué punto, o por qué período de tiempo, los avances de la Muerte podrían ser detenidos por el proceso. Estaban otros puntos a comprobase, pero estos eran los que más excitaban mi curiosidad... el último en especial, por la inmensa importancia de la naturaleza de sus consecuencias.
     Mirando a mi alrededor en busca de un sujeto propicio en quien pudiera probar estos particulares, recordé a mi amigo, el señor Ernest Valdemar, el bien conocido recopilador de la "Bibliotheca Forensica", y autor (bajo el seudónimo de Issachar Marx) de las versiones Polacas de "Wallenstein" y "Gargantúa". El señor Valdemar, quien radicara sobre todo en Harlem, N.Y., desde el año de 1839, es (o era) notable en particular por la extrema esbeltez de su persona... sus extremidades inferiores en mucho se asemejaban a las de John Randolph; y, además, por la blancura de sus patillas, en violento contraste con la negrura de su pelo... lo último, en consecuencia, solía por lo general confundirse con una peluca. Su temperamento estaba marcado por el nerviosismo, y lo convertía en un buen sujeto para la experimentación mesmérica. En dos o tres ocasiones lo había dormido con poca dificultad, pero se decepcionó en otras circunstancias en las que su peculiar constitución me permitió preverlo con naturalidad. Su voluntad en ningún período estaba positiva, o completamente, bajo mi control, y con respecto a la clarividencia, no podía realizar con él nada confiable. Siempre atribuí mi fracaso en estos ámbitos a los desórdenes de su salud. En meses anteriores a mi relación con él, sus médicos lo habían declarado tuberculoso crónico. Y era su costumbre, en verdad, hablar con calma de su próxima disolución, como una cosa imposible de evitase o lamentarse.
     Cuando las ideas a que he aludido se me ocurrieron por vez primera, pareció por supuesto muy natural el pensar en el señor Valdemar. Conocía la firme filosofía del hombre demasiado bien como para advertir sus nulos escrúpulos; y no tenía ningún pariente en América a quien le interesara interferir. Le hablé francamente sobre el tema; y, para mi sorpresa, su interés pareció excitado sobremanera. Digo para mi sorpresa, porque, aunque siempre rindió su personal opinión de libertad hacia a mis experimentaciones, nunca antes dio muestra alguna de simpatía hacia lo que realizaba. Su enfermedad tenía características que admitían el cálculo exacto con respecto a la época de su término mortal; y al fin acordamos que enviaría por mí cerca de veinticuatro horas antes del período anunciado por sus médicos como el de su deceso.
     Ahora han pasado bastante más de siete meses desde recibiera, del señor Valdemar, la siguiente nota:

MI ESTIMADO P...,
     Puede ahora venir. D... y F... están de acuerdo en que no puedo sostenerme más allá de mañana a la medianoche; y creo que han calculado muy aproximadamente el tiempo.
VALDEMAR 

     Recibí esta nota una media hora después de ser escrita, y en quince minutos más estuve en la cámara del hombre agonizante. No lo había visto en diez días, y quedé pasmado por la horrorosa transformación que el breve intervalo creara en él. Su cara se revestía de un matiz plomizo; los ojos eran opacos en su totalidad; y su adelgazamiento tan extremo que la piel estaba rasgada por los huesos de la mejilla. Su expectoración era excesiva. El pulso apenas perceptible. Retenía, no obstante, de un modo muy notable, su poder mental y un cierto grado de fortaleza física. Habló con distinción... tomó algunas medicinas paliativas sin ayuda... y, cuando entré en la sala, estaba ocupado en escribir memorándums en un libro de bolsillo. Se recargó en la cama, sobre las almohadas. Los doctores D... y F... lo atendían.
     Después de estrechar la mano de Valdemar, llevé aparte a los caballeros, y obtuve de ellos un recuento minucioso de la condición del paciente. El pulmón izquierdo había estado por dieciocho meses en un estado semi-óseo o cartilaginoso, y era, por supuesto, enteramente inútil para todos los propósitos de vida. El derecho, en su porción superior, estaba también en parte, si no del todo, osificado, mientras la región inferior era una mera masa de purulentos tubérculos, creciendo uno dentro de otro. Muchas y extensas perforaciones existían; y, en un punto, la permanente adhesión a las costillas había tenido lugar. Estas características en el lóbulo derecho eran de fecha comparativamente reciente. La osificación avanzó con una rapidez muy inusitada; ningún síntoma fue descubierto un mes antes, y la adhesión sólo se observó durante los previos tres días. Independiente a la tuberculosis, el paciente era sospechoso de poseer un aneurisma en la aorta; pero sobre este punto los síntomas óseos rindieron un diagnóstico exacto e imposible. Era opinión de ambos médicos que el señor Valdemar moriría a medianoche del día próximo (domingo). Eran entonces las siete de la tarde del sábado.
     Al abandonar el costado de la cama del inválido para sostener conversación conmigo, los doctores D... y F... habían ofrecido su despedida final. No tenían intenciones de volver; pero, ante mi petición, acordaron visitar al paciente hacia las diez de la próxima noche.
     Cuando se hubieron marchado, hablé libremente con el señor Valdemar sobre el tema de su próxima disolución, así como también, de manera más particular, del experimento propuesto. Él seguía profesándose bastante dispuesto e incluso ansioso de realizarlo, y me urgió a comenzar al instante. Dos enfermeros, hombre y mujer, estaban a cargo de la atención; pero no me sentía con completa libertad para iniciar una tarea de estas características sin testigos más confiables que esta gente, por el hipotético caso en que necesitara probar un súbito accidente. En lugar de eso pospuse las operaciones hasta más o menos las ocho de la próxima noche, cuando la llegada de un estudiante de medicina con quien tenía alguna relación, (el señor Theodore L...l,) me exonerara de un futuro más embarazoso. Mi idea era, en su origen, esperar a los médicos; pero fui inducido a proceder, primero, por el urgente ruego del señor Valdemar, y segundo, por la convicción de que no tenía un momento que perder, por su rápido y evidente hundimiento.
     El señor L...l fue tan amable de acceder a mi deseo de tomar nota de todo lo ocurrido, y es de sus memorándums lo que ahora tomo para el relato, transcrito en su mayoría, o condensado o verbatim.
     Eran cinco minutos antes de las ocho cuando, tomando la mano del paciente, le supliqué que afirmara, tan claramente como pudiera, al señor L...l, si él (el señor Valdemar) estaba enteramente dispuesto a que realizara el experimento de mesmerizarlo en su actual condición.
     Él contestó débil, pero bastante audible:
     —Sí, lo deseo. Temo que su mesmerización —añadió de inmediato—, se haya postergado tanto tiempo.
     Mientras así hablaba, comencé los pases que ya había descubierto más efectivos para someterlo. Fue evidente la influencia con el primer movimiento lateral de mi mano sobre su frente; pero aunque utilizaba todos mis poderes, ningún efecto más elevado y perceptible se indujo hasta algunos minutos después de las diez, cuando los Doctores D... y F... llamaron, de acuerdo a la cita. Les expliqué, en pocas palabras, mi idea, y como no opusieron objeción, diciendo que el paciente estaba ya en la agonía de muerte, procedí sin vacilación... intercambiando, sin embargo, los pases laterales por unos descendentes, y dirigiendo mi mirada por entero al ojo derecho del sufriente.
     Para este momento su pulso era imperceptible y su respiración estentórea, y a intervalos de medio minuto.
     Esta condición permaneció casi inalterable durante un cuarto de hora. Al expirar este período, sin embargo, un natural, aunque muy profundo suspiro, escapó del seno del hombre agonizante, y el estentóreo respirar cesó... es decir, los estertores ya no eran evidentes; los intervalos no disminuían. Las extremidades del paciente eran de una frialdad helada.
     Cinco minutos antes de las once percibí inequívocas señales de la mesmérica influencia. El girar de los ojos vidriosos cambió a esa expresión de intranquilo examen interior que nunca se ve excepto en casos de sonambulismo, los cuales son bastante difíciles de confundir. Con unos rápidos pases laterales hice a los párpados temblar, como en un sueño ligero, y con unos más los cerré del todo. No estaba satisfecho, no obstante, con esto, pero continué las manipulaciones con vigor, y con el más completo esfuerzo de la voluntad, hasta que endurecí por entero las extremidades del dormido, después de ponerlas en una posición de apariencia cómoda. Las piernas estaban estiradas a todo su largo; los brazos también, y reposaban sobre la cama a una distancia moderada desde el torso. La cabeza elevada con ligereza.
     Cuando completé esto, era plena medianoche, y pedí a los presentes caballeros examinar la condición del señor Valdemar. Después de unos cuantos experimentos, admitieron que estaba en un inusual y perfecto estado de trance mesmérico. La curiosidad de los médicos estaba muy excitada. El Dr. D... resolvió de inmediato permanecer con el paciente toda la noche, mientras el Dr. F... pidió permiso para retirarse con la promesa de volver al amanecer. El señor L...l y los enfermeros se quedaron.
     Dejamos al señor Valdemar en completa tranquilidad hasta las tres de la mañana, cuando me le acerqué, lo encontré en la misma y exacta condición que cuando el Dr. F... se marchara... es decir, yacía en la misma posición; el pulso era imperceptible; la respiración suave (apenas distinguible, a menos que se aplicara un espejo a los labios); los ojos cerrados con naturalidad; y las extremidades tan rígidas y frías como mármol. Pese a todo, la apariencia general no era, por cierto, la de la muerte.
     Al acercarme al señor Valdemar hice una suerte de semiesfuerzo para influenciar su brazo derecho en el seguimiento del mío, mientras lo pasaba suavemente de un lado a otro por encima de su cuerpo. En tales experimentaciones con este paciente nunca antes había triunfado con tanta perfección, y de seguro muy poco había pensado en lograrlo ahora; pero para mi sorpresa, su brazo con mucha facilidad, aunque débilmente, siguió cada dirección que yo señalaba con el mío. Decidí arriesgar unas cuantas palabras de conversación.
     —¿Señor Valdemar —dije—, está dormido? —no dio respuesta, pero percibí un temblor en los labios, y así fui inducido a repetir la pregunta, una y otra vez. A la tercera repetición, todo su ser fue sacudido por un estremecimiento muy tenue; los párpados se abrieron lo suficiente para mostrar la línea blanca del ojo; los labios se movieron con lentitud, y de entre ellos, en un suspiro apenas audible, surgieron las palabras:
     —Sí... ahora duermo. ¡No me despierten!... ¡Déjenme morir así!
     Toqué las extremidades y las encontré tan rígidas como siempre. El brazo derecho, como antes, obedeció la dirección de mi mano. Pregunté al hipnotizado otra vez:
     —¿Todavía siente dolor en el pecho, señor Valdemar?
     La respuesta ahora fue inmediata, pero incluso menos audible que antes:
     —Ningún dolor... Estoy muriendo.
     No pensé que fuera aconsejable perturbarlo más justo en ese momento, y nada más se dijo o hizo hasta la llegada del Dr. F..., quien vino un poco antes del alba, y expresó un desinhibido asombro al encontrar al paciente todavía vivo. Después de sentir el pulso y aplicar un espejo a los labios, me pidió que otra vez le hablara al hipnotizado. Lo hice, diciendo:
     —Señor Valdemar, ¿aún sigue dormido?"
     Como antes, algunos minutos transcurrieron antes de dar una respuesta; y durante el intervalo el hombre agonizante pareció estar acumulando energías para hablar. A mi cuarta repetición de la pregunta, él dijo muy débilmente, casi inaudible:
     —Sí; aún duermo... muriendo.
     Ahora la opinión, o mejor dicho el deseo, de los médicos era que el señor Valdemar debería quedarse sin ser molestado en su actual condición de aparente tranquilidad, hasta la que muerte sobreviniera... y esto, era un acuerdo generalizado, debería ocurrir en unos cuantos minutos. Decidí, sin embargo, hablarle una vez más, y simplemente repetí mi anterior pregunta.
     Mientras hablaba, sobrevino un marcado cambio en el rostro del hipnotizado. Los ojos giraron solos y con lentitud se abrieron, las pupilas desaparecieron en su ascenso; la piel asumió un matiz cadavérico generalizado, hasta parecer no tanto un pergamino sino un papel blanco; y las héticas manchas circulares que, hasta ahora, habían estado claramente definidas en el centro de cada mejilla, se apagaron al instante. Uso esta expresión, porque lo repentino de su desvanecimiento trajo a mi vacía mente la comparación con una vela extinguida por un soplido. El labio superior, al mismo tiempo, se replegó sobre sí, alejándose de los dientes que antes cubriera por completo; mientras la mandíbula inferior caía con un audible tirón, dejando la boca muy abierta, y revelando la completa imagen de una hinchada y ennegrecida lengua. Asumo que ningún miembro entonces presente de la reunión estaba desacostumbrado a los horrores de un lecho de muerte; pero tan horrendo, más allá de la imaginación, era el aspecto del señor Valdemar en ese momento, que hubo un generalizado repliegue, un alejamiento de la región de la cama.
     Siento que ya he alcanzado un punto en esta narración en el que cada lector se sorprenderá hasta la absoluta incredulidad. Es mi tarea, sin embargo, simplemente continuar.
     Ya no existía la más mínima señal de vitalidad en el señor Valdemar; y pensándolo muerto, lo dejábamos a cargo de las enfermeras, cuando un fuerte movimiento vibratorio fue observable en la lengua. Esto continuó por quizás un minuto. Al expirar de este período, surgió desde las distendidas e inmóviles mandíbulas una voz... Tal que sería una locura de mi parte intentar describirlo. Hay, desde luego, dos o tres epítetos que pueden ser considerados para en parte aplicarlos; podría decir, por ejemplo, que el sonido era áspero, y roto y hueco; pero el horrible conjunto es indescriptible, por la simple razón de que ningún sonido similar ha crepitado jamás en el oído de la humanidad. Hubo dos particularidades, no obstante, que entonces creí, y aún sigo creyendo, pudieran ser bastante verificables como características de esa entonación... como adecuadas para transmitir alguna idea de su sobrenatural peculiaridad. En primer lugar, la voz parecía alcanzar nuestros oídos... al menos los míos... desde una remota distancia, o desde alguna profunda caverna en las entrañas de la tierra. En el segundo lugar, me causó la sensación (temo, en verdad, que será imposible darme a entender) que materias tales como la gelatinosa o glutinosa producen en el sentido del tacto.
     He hablado del "sonido" y de la "voz". Quiero decir que el sonido era... un silabeo claro... o incluso sorprendente, emocionante en su nitidez. El señor Valdemar habló... obviamente en respuesta a la pregunta que le formulara unos minutos antes. Le había preguntado, si se recuerda, si aún seguía dormido. Él dijo:
     —Sí...; no...; estuve durmiendo... y ahora... ahora... estoy muerto.
     Ninguno de los presentes llegó a negar, o intentó reprimir, el inexpresable, el escalofriante horror que estas pocas palabras, así proferidas, consiguieron transmitir, cual si hubieran sido bien calculadas. El señor L...l (el estudiante) se desmayó. Los enfermeros dejaron de inmediato la cámara, y no pudieron ser inducidos a volver. No trataría de mostrar mis propias impresiones inteligibles al lector. Por casi una hora, nos dedicamos, en silencio... sin expresar una palabra... a la tarea de revivir al señor L...l. Cuando volvió en sí, nos enfocamos otra vez en una investigación del estado del señor Valdemar.
     Permanecía en todos los aspectos como la última vez que lo describí, con la excepción de que el espejo no aportaba más evidencias de respiración. Un intento de extraerle sangre del brazo fracasó. Debo mencionar, también, que esa extremidad ya no era susceptible a mi voluntad. En vano me empeñé en hacer que siguiera la dirección de mi mano. El único indicio real, en verdad, de la influencia mesmérica, se encontraba ahora en el movimiento vibratorio de la lengua, cada vez que dirigía al señor Valdemar una pregunta. Parecía esforzarse en contestar, pero ya no tenía suficiente voluntad. A preguntas hechas por cualquier otra persona que no fuera yo, parecía del todo insensible... aunque yo trataba de poner a cada miembro del grupo en armonía mesmérica con él. Creo que ya he relatado todo lo necesario para comprender el estado del hipnotizado en ese momento. Otras enfermeras fueron conseguidas; y a las diez dejé la casa en compañía de los dos médicos y el señor L...l.
     En la tarde nos reunimos de nuevo para ver al paciente. Su condición permanecía idéntica. Tuvimos entonces algunas discusiones con respecto a la pertinencia y posibilidad de despertarlo; pero pocas dificultades para determinar que ningún buen propósito sería servido al realizarlo. Era evidente que, en ese instante, la muerte (o lo que de ordinario se denomina muerte) había sido atrapada por el proceso mesmérico. Nos pareció evidente que despertar al señor Valdemar sólo sería para asegurar su instantáneo, o por lo menos su rápido fallecimiento.
     Desde este período hasta el final de la última semana... un intervalo de casi siete meses... continuamos realizando visitas diarias a la casa del señor Valdemar, acompañados, de vez en cuando, por médicos y otros amigos. Todo este tiempo el hipnotizado permaneció exactamente como por última vez lo describí. Las atenciones de las enfermeras eran continuas.
     Fue el pasado viernes cuando al fin resolvimos realizar el experimento de despertarlo o intentar despertarlo; y es el (quizás) desafortunado resultado de este último experimento lo que ha levantado tanta discusión en círculos privados... tantas injustificables e increíbles emociones populares.
     Con el propósito de sacar al señor Valdemar del trance mesmérico, empleé los acostumbrados pases. Estos, por un tiempo, fueron ineficientes. El primer indicio de revivificación fue aportado por un descenso parcial del iris. Se observó, como especialmente notable, que este descendimiento de la pupila era acompañado por el profuso flujo de un licor amarillento (desde abajo de los párpados) de un agrio y fuertemente repulsivo olor.
     Me sugirieron que debía intentar influir en el brazo del paciente, como al principio. Hice el intento y fracasé. El Dr. F... entonces confesó el deseo de que yo le hiciera una pregunta. Lo hice, de esta manera:
     —Señor Valdemar, ¿puede explicarnos cuáles son sus sentimientos o deseos ahora?"
     Hubo un regreso instantáneo de los círculos héticos en las mejillas; la lengua tembló, o mejor dicho se enrolló con violencia en la boca (aunque las mandíbulas y los labios permanecían rígidos como antes;) y al fin la misma voz horrenda que ya he descrito, emergió:
     —¡Por Dios!... ¡rápido!... ¡rápido!... póngame a dormir... o, ¡rápido!... ¡despiérteme!... ¡rápido!... ¡Le digo que estoy muerto!
     Perdí los nervios por completo, y por un instante permanecí indeciso sobre qué hacer. Al principio realicé un esfuerzo por recomponer al paciente; pero fracasé en esto debido a la total ausencia de voluntad, regresé sobre mis pasos y luché con denuedo por despertarlo. En este intento pronto vi tendría éxito... o por lo menos imaginé que pronto mi éxito sería completo... y estoy seguro de que todos en la habitación estaban listos para ver el despertar del paciente.
     Para lo que realmente ocurrió, sin embargo, era casi imposible que ningún ser humano pudiera estar preparado.
     Tan rápido como hice los pases mesméricos, entre invocaciones "¡muerto!, ¡muerto!" que reventaban literalmente desde la lengua y no desde los labios del sufriente, su ser íntegro en un instante... en el espacio de un solo minuto, o incluso menos, se encogió... se desmenuzó... corrompiéndose por completo bajo mis manos. Sobre la cama, ante todos los presentes, yació una masa casi líquida de repugnante... de abominable putrefacción.
- - EL FIN - -

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La noveleta de Gerardo Horacio Porcayo, El Legado Valdemar, inicia exactamente donde acaba este cuento de Poe

El Gusano Conquistador

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©1838, Edgar Allan Poe
©2013, Gerardo Horacio Porcayo, por la traducción

¡Ea! ¡Es noche de gala
     Entre los últimos solitarios años! 
Una parvada de ángeles, alados, ataviados
     En velos, y ahogados en lágrimas,
Sentados en un teatro, para disfrutar
     Una obra de esperanzas y miedos,
En tanto la orquesta con aliento irregular respira
     La música de las esferas. 

Mimos, en la apariencia de Dios en las alturas,
     Murmuran y susurran por lo bajo,
Y de aquí para allá vuelan....
     Meros títeres, ellos, vienen y van
En puja de vastas e informes cosas
     Que cambian el escenario de aquí para allá,
Expulsando desde sus alas de Cóndor
     Lo Invisible ¡Sí! 

¡Ese abigarrado drama!... ¡oh, de seguro,
     Jamás habrá de olvidarse! 
Con su Fantasma perseguido para siempre,
     Por una muchedumbre que no lo iguala,
A través de un círculo de eterno retorno
     Al mismo y singular punto,
Y mucho de Locura y más de Pecado
     Y Horror son el alma de la trama. 

Pero mira, en medio de la derrota mímica,
     ¡Una reptante forma intrusiona! 
¡Una roja-sanguínea cosa que serpentea fuera de
     La escénica soledad! 
¡Se retuerce!... ¡Se retuerce!... en mortales tormentos
     Los mimos se vuelven su alimento,
Y los serafines sollozan ante larvarios colmillos
     En humanos cruores imbuidos.

Apagadas... apagadas están las luces... ¡todas! 
     Y sobre cada estremecida forma,
El telón, un fúnebre sudario,
     Cae con el ímpetu de una tormenta,
Y los ángeles, todos pálidos y cenicientos,
     Sublevados, develados, afirman
Que la obra es la tragedia, "Hombre",
     Y su héroe el Gusano Conquistador. 

NEVERPOE

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©2013, José Luis Zárate

Desesperado le disparó al cuervo sobre el busto de Palas Atenea pero ¿quién ha podido herir jamás a una sombra?

El explorador africano sufría por la muerte de su amada y veía sobre un busto de Palas Atenea una infernal avestruz negra.

El patito feo se transformó en un hermoso cuervo negro.

En el crossover de "El Gato Negro" y "El Cuervo" no sobrevivió una de las estrellas.

GUIÓN PARA MI WEB COMIC. Texto: Visto de cerca el cuervo no causa tanto miedo. Globo: Nevermore! Dibujo: un cuadro negro.

NEVERMORE. Tal vez el saber que el cuervo se llamaba Bob hubiera relajado la atmósfera.

Que el cuervo estuviera muerto no impidió que volara en las pesadillas.

Se dice que Grip, el cuervo disecado, inspiró a Poe, a Dickens, a ese pobre hombre que cuenta cuervos negros durante el insomnio

THE BLACK CAT. Cometió el terrible error de emparedar un gato de Schrödinger.

- Miau - se escuchó dentro de la tumba de Edgar Allan Poe.

John Allan le recriminaba: nunca serás nada, Edgar, te la pasas con pájaros en la cabeza.

LA CAÍDA DE UN ÍDOLO. Ignorando los consejos de Poe, al cuervo le dio por recitar el Brindis del Bohemio.

Los demás cuervos opinaban que el Edgar Allan Poe sobreactuaba.

Naturalmente todos sabían que el cuervo no era ninguna blanca paloma.

Adiestró un cuervo para que respondiera por él cada vez que hacían la misma maldita petición "¿Sr. Poe, leernos de nuevo su poema?"

La estatua Palas Atenea practicaba el ventriloquismo.

Después de conocer al cuervo y al gato nadie quiso ver el hámster de Edgar Allan Poe.

Cría cuervos y te graznarán citas famosas.

Haghenbeck gana el Premio "Bram Stoker"

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©2013, Ana Delia Carrillo
Haghenbeck en Ibero Puebla. Foto Langostera   
Leyendo la sección cultural de La Jornada nos enteramos de que nuestro buen amigo F.G. Haghenbeck ha ganado el premio "Bram Stoker" por su novela El diablo me obligó. El premio, entregado desde 1987 por la Horror Writers Association (HWA), ha tenido entre sus ganadores a escritores de la talla de Ray Bradbury, Harlan Ellison, Neil Gaiman, Richard Matheson y Stephen King, entre otros. Paco se convierte en el primer escritor latinoamericano en obtener este galardón, que premia los logros extraordinarios en las obras de horror y fantasía oscura.

Esta Langosta se congratula con la noticia y desde estas páginas virtuales le enviamos un fuerte abrazo y nuestra admiración a F.G. Haghenbeck. ¡Enhorabuena, Paco, y que sigan los logros!

P:D: Acá el link de la nota.

Porcayo gana el XXIX Concurso Literario Nacional de Cuento y Ensayo Magdalena Mondragón 2013

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©2013, Ana Delia Carrillo 

Ya se ha anunciado en El Siglo de Torreón y El Sol de La Laguna, pero no podíamos dejar de hacerlo aquí, desde su blogzine: nuestro director, Gerardo Horacio Porcayo, es el ganador del XXIX Concurso Literario Nacional de Cuento y Ensayo Magdalena Mondragón 2013, que organiza la Universidad Autónoma de Coahuila Unidad Torreón, con el ensayo titulado "De Ánima, de Juan García Ponce. Hacia una teoría alterna de lo fantástico".

Porcayo es bien conocido por su trayectoria dentro de la ciencia ficción, el policiaco, y el terror, tanto en cuento como en novela, e incluso poesía, además de ser antologador y tener en su haber varias novelas experimentales, pero pocos saben que también le ha dedicado tiempo al ensayo académico, y es ahora éste quien le hace merecedor del premio ya mencionado.

Esta Langosta, y en especial esta Lobita, no podrían sentirse más orgullosos de este nuevo logro, que se suma a los ya obtenidos a través de los años de su prolífica carrera literaria.

¡Enhorabuena, jefe! Nadie lo merece más que tú.

Para resucitar a la Langosta...

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©2014, Gerardo Horacio Porcayo 
Primero tendríamos que tenerla muerta, pero como en el dicho (y ya se sabe que todos los dichos están bien dichos), esta Langosta no estaba muerta, andaba de parranda [qué fue antes, el huevo o la gallina, el dicho o la canción (lo malo de escribir mientras estás en equipo, es el susurro de los demás), pregunta Zigurat]. O mejor dicho, como es común en la CF, en los viajes estelares (las parrandas también pueden ser cósmicas) en animación suspendida.
     Lo que nos lleva o nos retrotrae al hecho de que desde noviembre esta Langosta no recibía actualización y aunque la tarea se les sugirió a los demás integrantes de este cuerpo editorial, lamentablemente las supersticiones y respuestas y reacciones ante los números en que no nos reuníamos, o, inclusive ante algunas editoriales que escribiera Zigurat, hicieron que se esperara hasta este momento para el regreso.
     Y desde entonces, por supuesto, mucha agua ha corrido bajo el puente. Hay infinidad de noticias atrasadas, de eventos que se han posteado en otras redes sociales, lo que nos trae de nuevo al fragor de esta perenne batalla de significados: ¿para qué es, para qué sirve un blogzine? Para dar noticias y microcuentos, Twitter se ha mostrado incomparable. Para postear imágenes, no se diga, existen infinidad de recursos.
     Y sin embargo se mueve.
     O como dijera Carlos Ancira (en cierta película de luchadores) al ver a los monstruos moverse: ¡Vive!
     Esta Langosta regresa con nuevos bríos, necia como siempre, obstinada en compartir si no su gran verdad, sí su gran pasión por las letras, los vuelos de la imaginación. Por ese sentido de maravilla que creemos es necesario no perder, seguir cultivando.
     Por eso estamos, seguimos aquí, de nueva cuenta. Con nuevas y viejas perspectivas.
     Entren libremente... y ya saben cómo sigue ese diálogo que hace mucho escribiera el buen Bram...

El Hombre De La Puerta De Atrás

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© 1987, Alejandro Meneses |

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Reposteo de la publicación aquí del 9 de enero de 2010.
A nueve años de la partida de Alejandro Meneses de este mundo, un 2 o 3 de julio de 2005 (fue encontrado hasta el 4), se hace necesario un mínimo homenaje, pues aunque al interior de Puebla capital se le consideró el mejor cuentista nacional vivo, más allá de estas fronteras angelopolitanas, no fue muy reconocido. Menos aún en el ámbito de lo fantástico, pues siempre se autoclasificó a sí mismo como un autor de la gran narrativa. Pese a ello, este cuento no sólo puede considerarse una pieza de CF, sino innovadora. CF lingüística. Disfrútenla.
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Llegó por la antigua autopista, bordeando los zanjones habitados por el lodo. Una bestia parda, de ojo extraviados, cargaba sus bultos: mercaderías del desierto, agua del pantano, flores de la ciénaga, frutos de otro tiempo. El sol brillaba a miles de años de distancia; la mañana tejía su baba de luz espesa, amarillenta.
—Vengo del polo. Allí aprendí la lengua de los marinos que habitan esos hielos. Vi las luces en el cielo, las rayas púrpuras que vienen de otros mundos y cruzan la bóveda celeste. Es una locura mirar al cielo en el polo. Te caes. Te vas de bruces cuando miras hacia arriba, es un abismo invertido. Además, tuve aquella enfermedad del frío; durante meses caminé perdido dentro de un círculo de montañas lejanísimas, babeando y sangrando, tropezando con mi sombra. Unos cazadores me rescataron y me llevaron a una colonia de hombres, pero les contagié la peste y fueron muriendo uno tras otro. En mucho tiempo fueron mi único alimento. En fin, aquí estoy como todos los años que vengo de regiones desoladas, sólo para cambiar mis mercancías y alguna historia por leña; si tienes peces o semillas, sería mejor. No deseo otra cosa.
—Peces hay, pero en la caverna. Semillas en ninguna parte.
Desató sus bultos y los fue apilando en la entrada de mi choza. Dejó que su bestia fuera por ahí, en busca de algo que sólo ella sabía. Me miró con sus ojos azules de tanto ver blanco.
—Vamos entonces a la caverna. Te doy una historia por los peces que pueda llevar sobre mis hombros. Los peces, al fin y al cabo, son eternos.
Subimos por una colina hasta encontrar la antigua autopista a la costa. Silbos de aves invisibles sobre el cielo luminoso. El hombre caminaba a mi espalda, oía el arrastrar de sus botas sobre la superficie agrietada del asfalto.
—Tenía miedo de no encontrar gente donde los mapas marcan su existencia. Pero por suerte te encontré. Uno se acostumbra a ver hombres en los extremos de las rutas. Cargo anillos y objetos numinosos para que la gente siga en los lugares donde voy. Mira.
Huesos. Plumas. Acero brillante. Cabellos terrosos. Rondanas opacas. Hielo atrapado en cristales.
—Voy y vengo confiado a estos objetos. Sólo yo sé su nombre exacto, esa palabra que está atrás de lo que tú llamas acero, hueso, pluma. Atrás de todo algo susurra.
—Hay noches que pienso en eso. Pienso que las cosas tienen un nombre verdadero. Es más, creo haber escuchado ese susurro que está más allá del nombre de las cosas. Me da miedo. Pero cuando las toco, nada sucede. Sólo se oyen, entonces, los insectos que cantan sus coplas en algún idioma lejano, más allá de la selva. He aprendido algunas.
—Dilas, dilas. Mientras llegamos a la caverna puedes enseñarme eso de los insectos.
Y en el idioma lejano de los insectos dije sangre y nube, agua, espejos en círculo, lumbre-fuego-llama, otro tiempo en otra parte, sol en medio del océano, plumas quebradizas, hueco de polvo, ojo en el cielo, barco de cristal, días extraños, luz interna, canción del lodo, canción del inmigrante, humo en el agua, estrella de la autopista, pared del sueño, el tiempo en una botella, un viejo por el camino, océanos topográficos. Y otras que han dejado de existir. Muchas.
—Eso. Eso de la botella está muy bien, tener el tiempo en una botella. Me recuerda que hace mucho tiempo tuve una botella. En ella había una luz-voz que parpadeaba mientras contaba cosas de los tiempos de cuando la Gran Desolación; sí, un hombre, junto a un mar de topacio, me la dio poco antes de morir. Esa noche escuché la historia de la luz-voz que salía de la botella, era como si adentro se repitiera una explosión ocurrida hace millones de años, el cristal la hacía parecer una estrella a punto de consumir sus gases y sus llamas. Tú entiendes, a punto de borrarse de los mapas del cielo. No podría repetirte la historia que contó esa botella, es terrible. Mejor te platico lo de los mapas, traje muchos de ellos. Mapas antiguos, detallados, donde cada estrella está donde está y no se mueve y ningún sabio puede tocarla o cambiarla de lugar. Mapas de mares de otros mundos, de rutas de caravanas que atraviesan continentes desaparecidos. Mapas de agua, donde el rumbo de un barco queda marcado entre las olas y sólo hay que seguir su huella como si fuera la de los pájaros en el cielo. Te podría dar alguno.
Siempre me han gustado los mapas, caminar en ellos como si en verdad fueran el mundo.
—Te daré los peces a cambio de los mapas; pero también me habías prometido una historia.
—La que quieras, la que quieras.
No lo dudé: quería oír la de la botella luminosa.
El hombre quedó en silencio. Lo repetí.
—Quiero oír la historia aquella de la Gran Desolación.
Se detuvo y me tomó de los hombros. Sus ojos me miraron fijamente.
—Conozco miles de historias en muchas lenguas. Te podría contar cosas que nunca imaginaste, que nunca podrás oír hasta otra edad del mundo. Te puedo dar todos los mapas que guardo en mis bultos. Pero esa historia que la botella anda contando quién sabe por qué lugares de sufrimiento no la repetiría. El hombre que me la dio, al momento de morir, me pidió que la destruyera; dijo que conocer aquello que la luz-voz contaba era causa de la muerte, de su muerte. Yo caí en la tentación, escuché la historia. Y desde entonces vivo en la vigilia, acechando cosas que sólo yo veo, viviendo agarrado de las uñas a estos harapos; siento que algo me jala, me arrastra a un abismo; tal vez eso sea la muerte. Vivo dentro de una máquina monstruosa, vigilado, siempre atisbando una rendija para poder salir.
No dije nada. Pero seguí pensando en la botella.

* * *

Llegamos a la entrada de la caverna. Una boca de dientes enormes abierta en un costado del monte. El comerciante sacó unas sogas de su mochila y empezamos a descolgarnos. Pequeños derrumbes, ecos lejanos. No veíamos nada, después de varios minutos de ir descendiendo. Sin verlo, tocamos el fondo de la caverna. Organismos mínimos que latían en la noche precipitada al interior. Larvas de criaturas ciegas. Olores que iban tejiendo una tela salada, rocas detenidas en la ausencia de todo, invisibles. El hombre habló, su voz sonaba arriba de mi cabeza pero sentía el roce de sus ropas junto a mí.
—¿Esta piedra existe, logras verla?
—No. Pero está ahí. Siéntela: no se mueve, ahí está.
Caminamos entre la materia espesa de la oscuridad, remontando una corriente de sangre cosida a los ojos, alargando brazos y piernas como en la más profunda de las fosas del mar.
—Ya escucho el chapoteo de los peces, sus escamas rozando el musgo de las piedras sumergidas.
—Atraviesan su eternidad. Huyen de nosotros, nos han oído.
Peces en el frío de su estanque, navegando en otro tiempo, eternos. Cuchillos que entran y salen de la nada.
—Los oigo, los oigo.
—Cállate. Ellos también te oyen.
El ruido afilado de los peces huyendo hacia el fondo me erizaba la piel. Me detuve y toqué la orilla del agua.
—Toca el agua de los peces, llámalos con tu lejanía.
El hombre se inclinó junto a mí. Dos lucecitas lejanas, como dos hogeras en medio de la noche, brillaban a mi lado. Le dije:
—Cierra los ojos, si ven luz nunca vendrán. Sólo toca el agua, ellos sienten tu lejanía, tu tiempo remoto, y vienen hasta tus manos. La luz y el ruido los aleja. Toca el agua de los peces.

* * *

En la oscuridad, el hombre amarró los peces que habíamos atrapado. Y entonces hubo una persecución a ciegas.
Yo conocía el camino de salida, todos los días iba a la caverna por peces, durante años. Cuando no sintió mi cuerpo a su lado, me llamó; primero en voz baja, pero poco a poco subió de tono hasta gritar. Yo lo acechaba tras unas rocas, aunque sabía que él no podía ver más allá de su nariz.
—¡Hombre!, ¡hombre! ¡Hey, tú! —gritaba.
Lo sentí tropezar, escuchaba su respiración agitada, entre dientes pronunciaba palabras en alguna lengua tenebrosa.
—¡Ven aquí!, ¡no conozco el camino!, ¡ven!
Estaba a punto de tocarme sin saberlo. Lo empujé y corrí a otro sitio.
—¿Qué te sucede?, ¿por qué haces eso?, ¿acaso la oscuridad te enloquece? Es una rara enfermedad... pero ven, tengo remedios contra todos los males, del cuerpo y del alma. Ven aquí y salgamos, yo curaré tu enfermedad de la noche.
—No estoy enfermo.
—¿Dónde estás? Oigo tu voz muy lejana.
—Estoy junto a ti, a pocos pasos de ti.
—En dónde... en dónde...
Volví a correr. Alcancé a ver las dos lucecitas de sus ojos, ahora rojizas. Tal vez por el miedo o por la ira.
—Sígueme —le dije—, vamos a bailar en la oscuridad.
—Nada sé de bailes. Mejor salgamos, para que pueda verte.
Y así, poco a poco, lo fui llevando al lugar donde pendían las cuerdas con que habíamos descendido. Él gritaba, yo lo empujaba y volvía a esconderme, acercándome a la boca de la caverna.
—¡Basta... si no salimos quedaré ciego, no podré ver la luz del polo ni el amanecer en el desierto!
Yo tenía un plan. Pensaba en la botella. En su historia.
—Aquí —grité—, ven aquí y salgamos.
Con el eco de mi voz una piedra se movió y después de ella otra y otras hasta formar un derrumbe en el fondo de la caverna.
—¡Esto se cae! ¡Esto se cae! —gritaba el infeliz.
Fue entonces que corrí adonde estaba él, lo arrastré hasta las cuerdas y lo amarré a una. Era incapaz, en ese momento, de moverse. Sólo gritaba. Tomé los peces y subí.
Afuera recogí la cuerda por donde había subido y le dije al hombre que había quedado abajo, amarrado a una cuerda de la que no era capaz de valerse:
—Tengo un cuchillo en la mano. Voy a cortar la cuerda...
—¡Estás enfermo! ¡Yo puedo curarte!
—No. Nada de eso. Estoy tan sano como estos peces. Sólo te subiré si prometes algo.
—Todo. Pero súbeme ya. No veo nada.
—¡Quiero la historia de la botella!
—¡Nunca! ¡Nunca!
—¿Por qué siempre repites las palabras?
—No sé, no sé... súbeme.
—Por la historia.
—Nada de eso.
—Voy a cortar la cuerda, ya siento el frío del cuchillo en mi mano.
—¡No, imbécil! ¡No!
—La historia.
—Es por tu bien: ¡no!
Grité hacia el interior, un chillido agudo y sostenido. Esperé.
Del interior, como una marca creciente, se acercó el ruido del derrumbe.
—¡Sácame! ¡Sácame!
—La historia.
—Es tuya, te la doy para que te arrepientas de haberla oído. ¡Súbeme! ¡Esto se cae, esto se cae!
Jalé la cuerda.
—Apóyate en lo que puedas, ¡pesas mucho!
Afuera, deslumbrado por la luz del atardecer, el hombre quedó tirado, resollando entre saliva y borborigmos de anciano moribundo. Tomé una cuerda y le até las manos. Dejé un cabo para tirar de él. Esperé a que se calmara. Poco después caminábamos por el páramo desolado. Así, con las manos atadas al final de la cuerda, el comerciante se parecía a su bestia parda. Iba con la vista clavada en el suelo. Los peces se mecían en mi espalda. Yo silbaba.
De frente al ocaso me sentía feliz, a punto de recibir un regalo inesperado. Nos detuvimos al borde de un abismo que bruscamente se interponía en nuestro camino. Nos sentamos.
—Comamos aquí.
El comerciante no respondió. Se miraba las manos. Me daba pena su condición pero la perspectiva de conocer una historia insólita, una historia capaz de cambiar la vida de aquel que la supiera, hacía que atemperara mi piedad por el hombre.
—Mátame aquí —dijo de pronto.
—No voy a matarte. Todavía te quedan muchas rutas que recorrer.
—Es mejor, es mejor.
Desaté los peces y tomé dos. Le ofrecí uno. Él me enseñó el nudo que juntaba sus manos.
—De todos modos, no me gusta crudo. Aprendí a cocerlo al fuego.
Lo miré incrédulo. Ahora, después de muchos años, me he acostumbrado a comerlo así, y la época en que comía pescado crudo me parece inverosímil, la historia de otro. Pero en ese momento la sola idea de cocinarlo me dio náuseas.
—Sé hacer fuego —me dijo—, alzando por primera vez los ojos.
—Yo también, pero el fuego sólo es para mirarlo, para pensar en él. Para divertirse con la forma de las llamas.
—Si he de contarte la historia que sea después de haber comido y mientras fumo mi pipa. Si no es así, mejor mátame.
¿Qué hacer? Él era fuerte, más que yo, y era fácil que con las manos libres me apretara el cuello hasta morir. Dudaba.
La tarde se había convertido en noche, llena de planetas y estrellas girando más allá de nuestro tiempo de pescados muertos. Los insectos empezaron a cantar una copla que ya conocía y canté con ellos.
—Eso es muy hermoso. En todos mis viajes no había oído una copla tan hermosa. ¿Qué decía lo que cantaste con los insectos?
—Hablaba de otro tiempo y decía cosas, cosas tan remotas que ya nadie sabe qué significan.
—Perdidas.
—Vacías.
—Huecas.
—Deshabilitadas.
Quedamos en silencio.
Muchas veces, a la misma hora, había caminado al mismo lugar en que ahora nos encontrábamos para ver el momento justo en que las luces de la ciudad que se distinguía a lo lejos, entre la neblina del valle, se encendían. Pero en esa ocasión me sorprendió tanto ese milagro que estuve a punto de bajar corriendo a esas calles, a esas plazas, a esas luces.
—¿Qué es eso? Eso de allá abajo.
—Una ciudad.
—¡Una ciudad!
—Sí, pero no hay nadie en ella, está vacía.
—Deshabitada.
—Hueca.
—Perdida.
Ahora él mismo estaba de buen humor. Miramos durante mucho tiempo las luces. Después me levanté y corté la soga que ataba las manos del hombre. Él permaneció en la misma posición. Sólo miraba, los ojos llenos, hacia abajo, la ciudad que titilaba.
Con los ojos ardientes levanté una mano y dije:
—Allá no hay nada. Sólo la luz, el tiempo, las estatuas.
—Es tan hermoso que me ha devuelto el hambre. Comamos mientras vemos la ciudad.
De su mochila sacó algunos instrumentos e hizo fuego. Puso los peces en las brasas y comí por primera vez un pescado asado.
Después encendió su pipa y se acostó, mirando las estrellas.
—Las estrellas que ahora vemos están marcadas en los mapas que voy a darte. Son otra cosa pero brillan como estrellas.
—Tal vez sean ciudades de otros sitios, cuelgan del cielo.
—Pueder ser. Pero están muy lejos para asegurarlo. ¿Qué se puede pensar de algo que de lejos es una cosa pero que allá, donde está, es otra cosa? ¿Cómo existe con dos condiciones? ¿Estrella? ¿Ciudad?
—Si bajamos por este lado llegaremos a una autopista que lleva a la ciudad. Más allá se extiende la ciénaga y después, donde nadie ha podido llegar, está la selva, las poblaciones de los perros. Yo nunca he ido. Pero muchas veces, de noche, he venido hasta aquí para ver sus luces, sus cristales, sus edificios. Todo está intacto, acabado de hacer y en espera de ser habitado.
—Si no has ido, ¿cómo lo sabes? Todo eso de cristales y edificios.
—Lo he oído por ahí. Se cuentan historias.
Tal vez recordó la que me había prometido porque calló.
—Di tu historia ahora. Es el momento.
Su voz era tenue, entrecortada, pero ya no había terror al recordar su promesa.
—Habla también de una ciudad vacía, abandonada de repente...
Volvió a llenar su pipa. Fumando observaba la ciudad.
—Tal vez ésta sea aquélla.
—Puede ser. En realidad no sé mucho de eso.
Dudaba. Él dudaba. Lo recuerdo, recuerdo el temblor de su mano, el miedo que regresaba.
—¡No puedo! ¡No puedo hacerlo!
—Puedes —le dije.
Pero el abatimiento, como una gran ave negra, le doblaba la cabeza, lo cubría con sus alas.
—Mira la ciudad, ahí está con sus luces y sus calles. Di tu historia. Para eso se hicieron las palabras, para recordar minuciosamente y después perder los significados.
—Sí –dijo con dificultad—, hablas y pronuncias palabras que te alejan de lo que quieres decir. Ese doble filo nos orilla al abismo. Desde que sé la historia he vivido a un paso de él.
—El filo de una navaja —le puse mi cuchillo en el cuello—, eso es lo que quieres decir. Un gusano que se arrastra por el filo de una navaja. Habla entonces, gusano.
—¡Pero ya no estoy seguro de lo que digo!
—No importa, decir dos veces la misma verdad es decir una mentira. El acero en tu cuello es real, atente a eso, no te importe si no eres fiel a lo que escuchaste en la botella. Di la historia pensando en otra cosa.
—No es eso, o tal vez sí. Ya no sé. Pero el caso es que una vez salida de tu boca la palabra se mueve por sí sola, busca huecos, escondites, entradas imposibles. El caso es que terminamos hablando de otra cosa, de alguien que no somos.
—Háblame de ti entonces, gusano. Arrástrate sobre el acero —le dije haciendo presión con el cuchillo en su cuello. Somos lo que somos... pero no es cierto. Abajo está la ciudad, arriba hay ciudades. Y no sabemos cuál es cuál. ¿Qué, con toda seguridad, sigue siendo lo mismo en el momento de nombrarlo? Ése es el terror que me persigue.
—Ve las cosas: tierra, peces, fuego, roca, viento...
—Polvo en el viento, eso es más seguro. Viento no: polvo en él, siendo-no siendo, yendo-viniendo, entrando-saliendo, polvo que es viento y parte de otra cosa: tierra, cadáver, agua, roca, pez, fuego. Flotando por ahí y tomando nombres nuevos. Pero viento, nunca. Eterno como nombres tenga.
—Entonces pronuncia tus nombres, mide tu eternidad.
—Los he olvidado. Son tantos que mis años no alcanzan para decirlos. Ya soy otro. Nunca me encuentro.
—Entonces entra por otra puerta a la historia de la botella.
—El hombre de la puerta de atrás. Ese nombre es nuevo y lo tomo y lo sumo a los que ya poseo. Mi eternidad se alarga.
Con el mango del cuchillo le di un golpe en la cabeza. El hombre quedó bocabajo, llorando. Lo tomé del pelo y alcé su cara. Sus ojos eran amarillos.
—Di la historia, gusano. Arrástrate en el filo, ábrete el vientre, sácate la historia.
Lo solté. Gemía. Se quedó inmóvil. Por fin se incorporó y buscó su pipa. Encendió una llama diminuta. La sostuvo entre los dedos.
—La historia es la misma —dijo—, nunca se consume. Toma nuevos nombres, engorda su infinito. Nos toma. Pero aun así sigue siendo la historia de la noche, la única y verdadera historia del todo se acabó.
—Enciende tu pipa y habla, cuéntame lo que dijo la botella.
—Lo haré. Pero es necesario que vayamos a la ciudad. Allí es donde sucede, donde va a suceder.

* * *

Tomamos la autopista hacia el fin de la noche. La ciudad se acercaba perfecta, inmutable, eficaz. A punto de ocurrir.
—¿Sientes —me dijo— que la ciudad está a punto de suceder? ¿Sientes que está cerca de la orilla, a un paso de pronunciar su nombre, de crearse a sí misma, de hablar por ella?
—Veo luces, calles, plazas de nadie bajo la noche, objetos que desconozco.
—¿Pero no sientes que está en el límite?
—Escucho sirenas. Autos. Pasos en las banquetas. Pero no hay nadie.
—Vamos a sentarnos en ese parque.
En medio había un farol como un ojo turbio. Bancas recién pintadas. Andadores de grava intacta. Hierba que crecía pronunciando hierba.
—Las cosas se están nombrando. Se están creando desde adentro, fluyendo en sentido inverso al tiempo, acomodando sus átomos al revés, hablándose para estar.
—Lo que sucede es que no hay nadie quien las nombre.
—No, no —moviendo la cabeza—. Escucha cómo pronuncian sus nombres como si produjeran células. Crecen al decir sus letras. Virus de la palabra. Vida a partir de diminutas lenguas que suben y bajan escondidas en los pliegues de los objetos. Oye. Pronuncia algo.
—Qué.
—Lo que sea.
—Aqualung...
—...¿Ves cómo nada sucede? ¿Ves cómo nada se crea cuando la pronuncias? Sólo los objetos saben su nombre real, aquél con el que construyen a sí mismos. Aqualung se creará cuando recuerde su nombre y lo pronuncie en el lugar donde fue llevado. Todas las cosas que andan perdidas, invisibles, esperan la memoria de sus nombres, aquella palabra que perdieron con el fuego; aguardan que vuelvan las letras que un viento nauseabundo les arrancó. Esperan, recuerdan, buscan sus letras en ese lugar donde están amontonadas, hirviendo en un caldo burbujeante, en el Hoyo de la Bomba donde todo fue a pudrirse y tomar otra condición de objeto.
—Nada existe. Eso es lo que dices.
—No, no. Digo todo. Al hablar se crea el mundo, sólo hay que encontrar la palabra exacta, el nombre verdadero de las cosas, de modo que al decirlo aparezca el mundo ante tus ojos, escupiendo objetos en el aire, brotando del vacío, ordenando su estructura a partir del hueco.
—Entonces todo ha salido de su vaina. Brilla con la certeza de lo único e irrepetible, jamás usado.
—Eso, eso. Lo que gasta a los objetos son las palabras. Envejecen a medida que los llamamos por sus nombres, se diluyen hacia dentro cada vez que decimos tierra, agua, estrella. Se van.
—Pronuncia algo. Llámalo.
—Luz.
—... La luz ha envejecido, era nueva cuando llegamos. Basta, no pronuncies nada, deja que las cosas brillen, lejos, en su soledad.
—Los objetos son sus propios padres, están pariéndose.
Mudos, veíamos el mundo suceder en nuestros ojos, ahuyentando palabras y sonidos. Metió la mano en su mochila y sacó un libro de pastas negras, a punto de deshacerse.
—Aquí lo anoté todo, para no olvidar. Desconozco el significado de muchas palabras pero sí sé pronunciarlas.
—Cállate. Cuenta la historia.
Abrió el libro, acomodó algunas hojas marchitas y cerró los ojos.

* * *

Habló durante horas. Alas ligeras, las estrellas se movían. Los objetos le respondían desde lejos. Decía "verano" y un establecimiento de hojas recorría el parque; "agua", y los peces se movían en el interior de su mochila; "fuego", y alguna lumbre quemaba mis labios; "años", y el alba se acercaba, cometas cruzaban la bóveda, que en su cenit aún era negra. Todo sucedía según era invocado en un idioma corrupto, directo, desnudo.
Alas ligeras. Polvo en el viento de la madrugada. El hombre cerró el libro y abrió los ojos; hizo una fogata con aquel objeto milenario. Preparó una bebida caliente con un ramo de flores secas que recogió por ahí. Yo vomitaba, inclinado sobre un árbol.
—Bebe esto.
Pero no podía tragar nada. Sobre mi cabeza, ahora, sentía el peso del ave negra. Sus alas me cubrían.
—No podría repetirlo. Te comprendo —dije escupiendo un hilo de bilis.
—La historia es lo de menos. Lo terrible es recordar ese nido de palabras moviéndose como gusanos. ¿Recuerdas algo de ella?
—Algo. Un sabor, un rostro, pasos por una ciudad vacía, una búsqueda descabellada, ciertas luces, el nombre de la guerra, algún crimen indecible. Nada que se pueda recordar del todo.
—Aunque pudieras, no la repetirías. No sé cómo pude hacerlo; pero para tu consuelo, no creo haberte dicho ni la mitad. Tampoco la recuerdo, oíste fragmentos y seguramente el hombre que me dio la botella sólo recordó, en el momento de morir, algunas cuantas palabras.
—Pero bastan, bastan.
—Claro, y es necesario que se acabe la cadena. Nunca la repitas. No supe lo que hice.
—Te obligué. No tienes la culpa.
—No me obligaste. Me hubieras matado y no la hubiera dicho. Algo en mí se movió, algo habló por mi boca.
—La historia hablaba. O el libro.
—En ese libro no había nada escrito, sólo me servía para poder aferrarme al mundo, para que ese viento no me arrebatara de este lugar. El libro era un amuleto, nada más. No contenía ninguna palabra.
—Pero ¿por qué lo quemaste?
—Amuleto utilizado, amuleto inútil. Era algo real y con él me guiaba entre la neblina de esos lugares donde la historia sucede, sigue sucediendo. No tienes idea del sitio donde estuve mientras te contaba la historia.
—¿Era la ciudad? ¿Estuvista ahí mientras hablaba?
—Peor: estuvo aquí, estuvimos en ella...
—Ésta. Era ésta.
—Ésta, pero otra; en otro tiempo ésta, aquí otra.
—Tú lo supiste, ¿cómo es?
—Lo ignoro, entro y salgo pero no sé dónde entro ni cómo salgo. Son las palabras las que me llevan, me muestran con el dedo cosas que ahora son polvo en el viento, reagrupándose, persiguiendo el tiempo de su antigua condición, convocando sus metales, sus moléculas, para otra edad del mundo. Objetos reales, salidos del aire, padres de ellos mismos. Nos rondan todavía.
—Repites, repites siempre. Yo vi pájaros y sentí que los peces se movían. Nada más. Pero tengo miedo. Algo, ciertamente, me acecha. Soy vigilado.
—El poder de la historia. Te tiene, sin más. Antes, de noche, sólo alcanzabas a escuchar el susurro de los objetos y lo confundías con las coplas de las insectos. Ahora, desde ahora, los verás brillar todas las madrugadas de tu vida, que ha de ser larga, insoportable. Ese brillo te anunciará que el objeto está a punto de pronunciar su nombre, de volverse otra cosa, lo que es en realidad. Los objetos, en la madrugada, dicen: soy yo, aquí me fundo y tomo nombre, soy mi padre y nazco de mí. Eso dicen, te dirán, los objetos. De madrugada.
La luz del amanecer giró al ser invocada. Una tela se rasgó más allá de la ciudad, sobre el horizonte de montañas que la rodean: la luz entraba a la ciudad, borrándola.
Regresamos por la autopista. Ya no lo recuerdo, pero atravesamos un páramo de flores diminutas que crecía junto a la ciénega.
Junto a la entrada de mi choza, su bestia dormitaba, movía las orejas, espantando las moscas. El hombre tomó la soga que pendía del cuello del animal y se alejó. Regresó al poco tiempo, solo.
—La ahogué en la ciénega. Ya dejé de viajar.
En la mano traía enrollado el lazo con el que había jalado su montura por el hielo y la selva, por el desierto y las montañas.
—Nunca trates de escribir lo que te he contado. No caigas en tentación.
Salió de la choza y durante un rato lo escuché caminar por los alrededores, a veces lograba verlo por la puerta. Yo, tendido en mi cama, temblaba de fiebre, rondado, acechado, vigilado. La historia se movía dentro de mí como un reptil en su nido. Casi al atardecer salí por un cántaro de agua. El mundo, afuera, tenía la apariencia de las cosas que soñamos cuando tenemos hambre: verde, lejano, irreal, irrecuperable.
De la rama de un árbol colgaba el cuerpo del comerciante, los ojos y la lengua de fuera. El viento lo movía lentamente.
Tomé agua y vi el sol caer. Vino la noche.



Tomado de:
Meneses, Alejandro. Días Extraños. Universidad Autónoma de Puebla, Colección Asteriscos No 9, México, 1987.


Alejandro Meneses (18 de junio, Altzayanca, Tlaxcala, 1960 — 4 de julio de 2005, Puebla, Pue.), narrador que destacara dentro del ámbito poblano por lo cuidadoso de sus tratamientos, el lento desarrollo de atmósferas y un lenguaje de personal poética que le valiera, durante su vida, ser considerado el mejor cuentista de Puebla.
Heredero de los cánones literarios, estudió la carrera de Lingüística y Literatura Hispánica en la UAP. En ese mismo ámbito fue conocido también por su participación en revistas como Infame Turba. Fue profesor de SOGEM Puebla y de La Casa del Escritor. Una broma entre los talleristas aseguraba que si algún alumno deseaba perfeccionar su poesía, necesitaba entrar al taller de cuento de Meneses.
Sin ser un cultivador de la CF, sin pretender construir una historia bajo este género que durante un tiempo despreciara, este Equipo Langostero piensa que la anterior pieza es uno de los claros ejemplos de la Ciencia Ficción Lingüística y lo posteamos en este primer número como humilde homenaje a él; como una manera de compartir, más allá de estas fronteras geográficas, físicas, el trabajo de un gran literato y amigo que lamentablemente hace casi cuatro años se nos adelantara en esa travesía definitiva.

Obra Publicada
Días Extraños (UAP, 1987)

Ángela y los ciegos (Cal y Arena, 2000)
Vidas Lejanas (ABZ editores, 2003)
Casa Vacía (Lunarena, 2004)

Póstumos:

Noche adentro (BUAP, 2005)
Tan lejos, tan cerca (Educación y Cultura, 2005)

Recordando al Cuervo

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©2013, Eugenio Zigurat

Y no precisamente al de Edgar Allan Poe, sino a Juan Hernández Luna, quien partiera de este mundo hace ya cuatro años, intempestivamente, secretamente, un 8 de julio de 2010.
     De quienes lo conocieron, sólo Zárate asistió a su funeral. Los demás, desde lejitos no salíamos (algunos aún no lo hacemos) de nuestra sorpresa. En esta Langosta ya varias cosas se han ido posteando. Esta primera avanzada, sólo reúne lo que ya apareciera en estas pantallas. así, en bloque, para que no le anden buscando pretextos. Cuentos, crónicas y reflexiones. Todo acá:

Crónicas
11 Jul 2013
Lo cierto es una sola cosa: el más adelantado era Juan, aunque al principio no lo pareciera. Corría el año de 1987 y cuando salí de no sé qué clase me lo encontré sentadito en la jardinera de la gran Magnolia Grandiflora ...
11 Jul 2013
Una vez, hace 20 años planeamos acompañar a Juan Hernández Luna al Registro Civil, Marco Rodríguez disfrazado de guarura, Silvia de enfermera, yo de médico corrupto, y Juan, el Cuervo para los amigos, de millonario ...
07 Oct 2010
Recuerdos de Juan Hernández Luna tengo en la memoria sólo algunos, limitados, escuetos, como cuentas de un ábaco que nadie sabe para qué sirven, quizá sólo para que la muerte llegue lenta, distrayéndose, sin hacer ...

Cuento
22 Sep 2011
Posted on; jueves, 22 de septiembre de 2011; by; La Langosta Se Ha Posteado; in; Etiquetas: El Libro De Pixeles, Juan Hernández Luna. ©1991, Juan Hernández Luna (1962-2010). Tal vez era necesario inventar nuevas formas de vivir el ...
11 Jul 2013
Posted on; jueves, 11 de julio de 2013; by; La Langosta Se Ha Posteado; in; Etiquetas: Cuento, El Libro De Pixeles, Juan Hernández Luna, Premios Puebla. CUENTO GANADOR DEL XI PREMIO NACIONAL PUEBLA DE CUENTO INÉDITO ...

XXX PREMIO NACIONAL DE CUENTO FANTÁSTICO Y DE CIENCIA FICCIÓN

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BASES

1.- Podrán participar todos los escritores de habla española residentes en la República Mexicana.
2.- Los concursantes deberán enviar un cuento fantástico o de ciencia ficción inédito, con tema libre, con una extensión máxima de 15 cuartillas y mínima de 5.
3.- Los trabajos se presentarán por cuadruplicado, escritos a máquina, o computadora con tipografía Times de 12 puntos, a espacio y medio, en hoja tamaño carta, y por una sola cara. No se recibirán trabajos por correo electrónico.
4.- Los trabajos deberán suscribirse con seudónimo. Por separado y en sobre adjunto, se enviará la identificación del autor con su nombre, domicilio, teléfono(s), correo electrónico, resumen de currículum vitae, y fotografía reciente.
5.- El proceso de este Premio inicia con la publicación de la convocatoria y concluye con la publicación del fallo. No podrán participar: trabajadores del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, trabajadores del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Puebla, esto incluye a las personas que ingresen o dejen de laborar en estas instituciones en cualquier momento del proceso de este Premio, así como autores que lo hayan recibido con anterioridad, obras que se encuentren participando en otros concursos nacionales o internacionales en espera de dictamen, obras que hayan sido premiadas con anterioridad en premios nacionales o internacionales, trabajos que se encuentren en proceso de contratación o de producción editorial.
6.- El trabajo triunfador y las menciones (en caso que las hubiera) podrán ser incluidos en una antología que en lo que corresponde a los derechos de la primera edición, serán propiedad del Gobierno del Estado de Puebla.
7.- El concurso podrá declararse desierto.
8.- Ningún trabajo será devuelto.
9.- El Jurado Calificador estará integrado por escritores destacados en el género.
10.- El envío de materiales deberá hacerse a la siguiente dirección: “Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción”, Consejo Estatal para la Cultura y las Artes, Casa de la Cultura, 5 Oriente no. 5, Centro Histórico, Puebla, Puebla, México, C.P. 72000, o al Apartado Postal 255 de la misma ciudad indicando claramente en el sobre el concurso de participación.
11.- La fecha límite para enviar los trabajos es el 5 de septiembre de 2014.
12.- Cualquier caso no previsto, será resuelto por los organizadores.
13.- La premiación se llevará a cabo el 18 de noviembre del año 2014 en la Biblioteca Palafoxiana, (5 oriente No. 5 Centro Histórico, Puebla, Pue.).

PREMIO ÚNICO E INDIVISIBLE: $20,000.00 M/N

RIP & LAS CUCAS

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©2011, Héctor Chavarría
    
     Campus Cuauhtémoc TETA. Antes Washington D.C.
     (Aka) Washing Town. (Centro de Lavado).
    
     El esmirriado maestro de irregularidades temporales, en el seminario intermedio para cursores de la TETA (Tecnológico Espacio Temporal Americano), al cual muchos de sus alumnos llamaban (a sus espaldas) “el buque”, lanzó una mirada divertida sobre la clase y continuó con lo que había comenzado minutos antes:
     —Durante  demasiados  años  se  consideró  que  las  cucarachas eran  los seres vivos más resistentes en este planeta y esto se demostró en muchas ocasiones, sometiendo a los animalitos a las más diversas y rudas pruebas…
     “Fueron congeladas, sometidas a radiaciones altas, privadas de alimento y de oxígeno… e incluso así, las ‘cucas’ siguieron tan contentas como si estuvieran en un día de campo… Un ex presidente de los entonces EUM incluso se refirió a la especie como: cucarachas y cucarachos.
     “Aunque  a  primera  vista  pueda  parecer  una  incongruencia,  las  ‘cucas’ tienen algo que ver con los eventos posteriores a la RIP (Revolución Izquierdista Popular), la cual, afortunadamente, fue incruenta, los hechos de la Yihad vs los gringos y sus consecuencias y el inicio de lo que hemos llamado ‘irregularidades temporales’ y que concierne a este seminario para futuros cursores. Antes de que se inquieten, debo recordarles que, de acuerdo a las seis leyes del flujo temporal, los hechos ocurridos en diferentes ‘universos paralelos’ (como se les llamó en el pasado antes de que los lelos supieran lo que eran), pueden variar, de acuerdo con las fluctuaciones del propio flujo…—dijo el buque mientras sacudía su melena estilo Einstein (un piedra) retro, cuidadosamente teñida para que, a pesar de sus
     190 años, no se notaran las ya incipientes canas.
     Los futuros cursores se prepararon para escuchar lo que parecía una cátedra seguramente larga y presumiblemente aburrida.
     —Volviendo al tema de la RIP ya sabemos que en el año final del siglo XX, la  derecha  mexicana  se  apoderó  de  los  maltrechos  EUM,  con  promesas  de cambio súbito, “democracia” e indulgencia$ plenaria$ directa$ del papado… al año siguiente los seguidores fanáticos del Islamle dieron en la mother a las Torres Gemelas, en Nueva York… se inició un fregado que dio origen a la segunda Guerra del Golfo Pérsico, en el inter el presidente y la presidenta, legaron la silla a otro de la derecha (aprovechando la desorganización tribal de los progresistas), mientras tanto, la izquierda buscaba unificarse en torno a su bastión, la capital, a 2,250 metros de altura sobre el nivel medio del mar… Los chilangos seguían siendo “izquierdosos” y, a la sombra de los abusos de la derecha recalcitrante, se estaba gestando el movimiento popular que sería conocido como RIP, y que finalmente y tras varios años de lucha ciudadana, ganaría las elecciones federales y pondría en su lugar a los divulgadores del medievo. Pero nos estamos adelantando…
     “Sabemos que las reformas que implantó la RIP metieron en cintura al clero y a los monopolistas y neo liberales y que especialmente la capital se convirtió en un sitio moderno, a la altura de cualquier ciudad del “primer mundo”, aunque muchas de las costumbres de los chilangos (a pesar de las reformas educativas) permanecieron arraigadas como el uso de gasolina con plomo y la muy mexicana alegría de los tacos placeros de los más diversos ingredientes nocivos…
     “Mientras esto ocurría aquí, las cosas se pusieron realmente feas en los países islámicos empeñados, a producto de gallina, en imponer su religión e ignorancia a ‘los infieles’, en otras ocasiones se ha comentado hasta el cansancio lo ocurrido en otros contínuums espacio temporales; donde ganó el Islam y circuncidó a todos y todas (quisieran o no) y los puso a rezar en árabe cinco veces al día, luego de asar a la parrilla a los judíos; en los sitios donde ganó EUA, luego de fusilar y colgar a todos los dirigentes religiosos, convirtieron las mezquitas de los musulmanes en bonitos y ventilados McDonald’s, para las gustadas hamburguesas Bin Laden de carne de puerco… aquí, por ejemplo (en sitios paralelos), cuando estalló la Tercera Guerra Cristera, hubo hasta tres vertientes de resultados: ganaba la iglesia y el siguiente papa era mexicatl y los concheros eran exportados al Vaticano, cuando el papamex estaba ahí, se prohibía la educación y la ciencia por pecaminosas; en otro continuum ganaba el ala revolucionaria recalcitrante y acababa con el 90% de la población por ser católica y finalmente en el tercero, ganaba el PRR (Partido [de la] Revolución Regocijante) y volvía los antiguos templos católicos y de otras confesiones; cines, bibliotecas así como sitios de sano solaz y esparcimiento, con table dance, video porno, etc.
     “Pero, en este continuum (ya sabemos que hay otros donde hasta los personajes de ficción, como el orate Fox y el Iropeco son reales), el gobierno de la RIP luchaba por la educación masiva, el control natal, la igualdad de géneros y la educación en la nutrición para arrancar a los mexica de sus malos hábitos alimenticios y su tendencia contaminante… en otro renglón, trataba de frenar la maledicencia y promulgar la lectura.
     “Pero, a pesar de todas esas buenas intenciones, los acontecimientos en el Medio Oriente y otros sitios “calientes” por conflictos religiosos, desataron una constante  espiral  de  alarma  y,  ante  el  uso  de  la  fuerza  por  Occidente  y  el terrorismo por parte del Islam, ocurrió finalmente lo que todos temían: la guerra se generalizó. Los musulmanes, incapaces de retar el poderío nuclear occidental optaron por una “solución” muy del terrorismo; guerra bacteriológica aplicada por una cantidad casi imposible de cuantificar de comandos suicidas… Occidente no se quedó quieto, y en vista de que no podía identificar a los agresores en la masa musulmana,  usó  su  arsenal  nuclear  indiscriminadamente,  como  recordando aquella inmortal sentencia de ‘santo’ Domingo: ‘Mátenlos a todos, Dios elegirá a los buenos’. De paso, unos y otros, se llevaron entre las patas a muchos que no tenían vela en el entierro. Se supuso que tal conflagración atraería la mirada alerta del Hacedor.
     “Pero al parecer, la imaginaria deidad miraba para otro lado, tanto en la versión musulmana como cristiana, católica y judía, porque el resultado fue una matazón espectacular, un Evento de Aniquilación Total (o casi), a causa de la combinación de virus, bacterias y radiación, se diría que a eso sólo las ‘cucas’ podrían sobrevivir, pero se murieron las pobres… Sin embargo, ¡oh, sorpresa!, luego que se acallaron los bombazos y se dispersaron las nubes tóxicas, a pesar del pertinaz fallout nuclear, 25 millones de chilangos y chilangas bajaron algo confundidos del altiplano, para repoblar el mundo.
     “¡Sí!, las ‘cucas’ se murieron pero entre todos los humanos ninguna etnia tenía tal acumulación de plomo en el organismo ni toda la resistencia a virus y bacterias como los ñeros de Chilangolandia… Así que la radiación les hizo los mandados; los virus & bacterias sólo les produjeron educados y no tanto, eructos.
     “Los chilangos, a causa de sus lamentables costumbres alimenticias y contaminadoras, habían desarrollado una notable inmunidad, las ‘cucas’ defeñas no, desde milenios antes habían dejado de evolucionar, gracias a su fortaleza…
     “Por supuesto, el gobierno implementado por la ‘chilanga banda’ fue obviamente de corte socialista, además, con todo el ancho mundo a disposición, la propiedad privada y cualquier monopolio carecían ya de importancia. Hasta los chilangos más creyentes no se tragaron el intento del cardenal en turno, sobre aquello de que la supervivencia chilanga se debía a un milagro del Tepeyac. Esa aterradora experiencia, tan cercana a ‘la huesuda’, hizo pensar con lógica hasta a los guadalupanos, incluidos los concheros.
     “Lo demás es historia, colonizamos con ímpetu chilango/socialista, primero toda América y después el mundo, podemos decir con certeza que ‘sólo nuestros chicharrones truenan’ y que llevaremos la mexicana alegría a las estrellas, el viejo dilema entre ‘cucas’ y chilangos también quedó resuelto, ahora sabemos con seguridad cuál es la especie más resistente.
     “Por lo que respecta a todos ustedes, futuros cursores, ni se les ocurra tratar de cambiar algo de la historia y, tampoco olviden la tarea para mañana, tienen que revisar todo un tera de información. Diviértanse”.
     El maestro contempló con nada disimulado deleite los armoniosos traseritos bamboleantes de dos de sus alumnas mientras abandonaban el salón. Y sacudiendo su melena Einstein retro, se permitió un travieso pensamiento lúbrico
     al respecto, con su correspondiente albur…
    
     *
    
LAS SEIS LEYES DE FLUJO.
    
  1. El “tiempo” es un flujo continuo que se mueve en tres direcciones: positivo hacia  adelante, negativo hacia atrás y neutro o intemporal: que está “fuera” del flujo.
  2. Siendo el “tiempo” un flujo, puede ser relativamente recorrido en uno u otro sentido siempre y cuando el cursor se mantenga en flujo neutro o intemporal.
  3. El intemporal, por estar “fuera”, no interfiere de ninguna manera sobre los otros sentidos del flujo, por lo tanto es el único en el cual está permitido desplazarse. Sólo en él están autorizados a moverse los cursores.
  4. En cualquier sentido del flujo nada debe ser sustraído a menos que se sustituya por algo de igual o muy parecida masa y contextura, de lo contrario se producirá una turbulencia de flujo de consecuencias imprevisibles.
  5. La única manera de permanecer en flujo negativo es mediante una inserción que conlleva la extracción de algo... pero la extracción será enviada a 28 horas en sentido positivo y a menos que hayan sido predeterminadas las coordenadas irá a las mismas con el resultado de que no habrá rescate posible. La inserción reprogramada en intemporal, ya no podrá ser devuelta y se producirá una turbulencia.
  6. El flujo positivo sólo puede medirse en función del negativo puesto que termina en el “tiempo presente condicional”, por lo tanto un cursor sólo podrá desplazarse hacia el flujo negativo y en intemporal.
    

Besos y trompetillas

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©2012, Eugenio Zigurat

Pero quizás los muertos se necesitan
unos a otros.
Charles Bukowski

     La maldita zorra. Otra vez la maldita puta en sus andanzas.
     Apretó bien la .45, debajo de su chamarra, a través del bolsillo sin fondo, y siguió caminando. El cañón se le enterraba en la ingle a cada paso y el cuello de borrega artificial le estaba sacando ronchas. Él prefería pensar que era como un detector de tesoros, entre más le escociera, más cerca estaría de ella.
     Sus lugares favoritos tampoco eran muchos. De seguro estaba en lo de Pepe. Nunca había entendido bien a bien cuál era su fascinación por aquel pinchurriento local, pero a la muy casquivana le encantaba ese bar rascuache con aromas a grasa de mecánico y tambo de basura de pescadería, con sillas desvencijadas y mesas de lámina todas abolladas. El olor de sus botanas era mítico y cualquiera en la cuadra sabía de su existencia por el mero hedor.
     A la muy puerca, pues, le encantaba revolcarse en el lodo y la mierda de otros. Esa era su verdadera naturaleza... y pensar que cuando él se la robara a sus padres, la muy cabrona aparentaba ser toda una dama, bien modosita y discreta. Y él era tan pendejo, tan putamente crédulo que hasta se tragó aquello de su pena y el asco que le provocaban sus venidas.
     Pero ya no. Ahora no se iba a tragar nada, ni uno de sus viejos cuentos. Bien sabía quién era su esposa y hasta a qué atenerse.
     En la puerta, el Cacharros andaba otra vez tratando de vender piezas eléctricas para scuters y casi cubría la entrada con su manteado.
     —¿Cómo vas, carnal? —saludó y el Cacharros nomás bajó la mirada.
     —Bientos... mi Cerbero... pero mejor ni entres... Mejor échame la mano con la promoción porque el pinche cigarro ya nomás deja que me escuche yo solito.
     —Otro día será —prometió Cerbero y se clavó al local. Las paredes estaban más descascaradas y húmedas y había dos cabronas nuevas, recicladas, pues, de mejores antros, encuerándose en los pasillos.
     El Salsas lo vio casi luego y se dejó venir cuando él todavía no acababa de sentarse en el rincón.
     —Milagrazo, mi Cerbero, ¿te revientas una cervatana o traes más hambrienta la garganta?
     —Una chelita estaría poca madre, ¿qué, invitas?
     —Nomás porque me da un chingo de gusto verte aquí.
     —Iguanas ranas...
     Ya para entonces no le quedaban dudas y tampoco prisas. Se puso a mirar todo, como si de veras lo extrañara. En eso le llegó el perfume y luego la peste.
     —¿Qué madres, mi Resorterita? Nomás te reconozco el perfume de afuera.
     —Don Peter, del arreglado. Traigo una patona, ¿qué, jalas? —y se plantó frente a él. Traía su vestidito rojo que dejaba media nalga de fuera y las patotas se le veían más buenas con sus zapatillas transparentes de otro teibol.
     —Ya ni hagas más grande el cuento, ya sabes a quién ando buscando... Orita hasta el Salsas me invitó una, así que no se hagan...
     —Si te enseño a dónde se metió tu vieja, ¿matas ésta conmigo?
     —Esa y la que sigue.
     —Va que va —y lo arrastró tras de sí, entre mesas y cubos de basura, a través del callejón trasero y hasta después de cruzar cuatro grandes avenidas. Se plantó ahí, frente a la ventana de su propio cuarto.
     —Ya ni jodes, ¿cuál fue el trato?
     —Una botella por cada uno; pero apenas me andaban encuerando y uno de ellos reconoció mis hongos de sidosa... y, pus derechito a la fregada... Si no les presto a tu vieja, no tendríamos esto.
     —Aguántame —dijo Cerbero y sacó la escuadra, luego abrió la puerta y apenas alcanzó a ver cómo dos morenazos entretenían a su vieja, ahí, sobre la cama.
     Ni siquiera supo cuándo le llegó el chingadazo. Y al despertar, no acababa de entender lo que pasaba. Su vieja estaba ahí, tan quitada de pena como siempre, con la mirada perdida en la patona de brandy.
     —¿Qué tanto le miras? —dijo Cerbero.
     —Si pudiera me la tragaba entera... Ya hice la prueba, y así, derechito, nomás no puedo.
     —¿Y todo este desperdicio de sangre? ¿Qué no te enseñó nada mi suegra?
     —Me emputó que te madrearan nomás así. Y me acabé de encabronar cuando le metieron el balazo a la Resortera. Y con tu pinche fusca, cabrón.
     —¿Se la cargaron? ¿Te los cargaste?
     —Nomás a ellos; a la Resor la tengo en el baño, chorreando sobre un lebrillo... Ven a distraerla, a ver si a ella le puedo robar un poquito de mole pa’ mi cuba. Los otros se me echaron a perder antes de tiempo...
     —Ya ni la friegas —y al levantarse dos tajos en el vientre de Cerbero, chisguetearon.
     —Ah, sí, tampoco podemos tardarnos mucho o también te me pelas... por cierto, ya hice el trato. Mi comadre quiere que le des la despedida... y pus también va a ser la última vez que cojas así...
     El baño estaba hecho un chiquero. En el guáter estaban las cabezas de los dos morenos y, mero encima, la del tercero, la del ojete madrugador. Así, ya sin sangre, no podía saber si en vida fue más o menos prieto. Y bajo la regadera, acostada entre dos sillas, estaba la Resortera, mostrando sus piernas curvas y su sexo lleno de bultos que más parecían barros a punto de reventar.
     —Tú no te fijes, no vas a tener tiempo de que se te pegue nada. Y la vas a mandar al otro mundo feliz.
     Cerbero se bajó los pantalones, luego la tomó de las pantorrillas y le miró los dedos, los pies completos antes de ponérselos en el hombro. Entró en ella y empezó a moverse. Un coro extraño empezó a sonar. Sus heridas y las de ella hacían trompetillas y echaban espuma de sangre.
     —Duele, no voy a aguantar —dijo Cerbero y su mujer le entregó media patona de brandy.
     —Tú chúpale hasta el fondo y déjate ir. Usté también, comadre... luego te despierto.
     El alcohol bajó por su garganta y fue como llenarse de vitaminas. Se puso a darle y a darle.
     Lo despertaron las cachetadas.
     —Apúrate —insistía su vieja—, ora ya no es como antes, ora el sol sí mata.
     Lo sacó de aquel cuarto y el cielo parecía de esos mares embotellados que venden en la playa. Con la pura resolana del lejano amanecer, le dolió en la cabeza como cruda grande. Traía puesto un traje de cuero que le nadaba y a su vieja el vestido rojo le llegaba a medio muslo.
     —Tus pies no tienen desperdicio en esas zapatillas, vieja —y se besaron profundo.
     Olían poca madre. A sangre y a alcohol. A un poquito de sexo. La boca ya no hedía a hígado dañado.

ONARUM

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©2001, José Luis Zárate

La ciudad de Onarum se levanta en una colina, orgullosa y enorme, firmemente asentada en las alturas. Sus habitantes gustan de agregar un segundo nombre al de la ciudad, buscando —tal vez— el orden secreto que anima al lugar. Algunos de los nombres son meras descripciones; otros, más ambiciosos, buscan su esencia. Hay quienes usan los nombres prohibidos de religiones desaparecidas y sílabas extrañas sin significado alguno. El Trager Dan del lugar, desde las alturas improbables de la torre mayor del castillo, gusta observar la ciudad todas las mañanas, desplegándose bajo su vista y, a veces, musita su nombre como si fuera el suyo propio: Onarum la Poderosa. Al pensar así en ella no ve más que los gruesos muros que cercan la ciudad, los estandartes de guerra que se agitan en las astas banderas del muro, su propio castillo, lleno de picos y garras, como un reptil de mil escamas venenosas que cubre con su presencia la ciudad. No sabe que para el ciego que habita en las calles el nombre es el de Onarum la Infinita, aquella que siempre está creciendo, que a cada momento cambia de forma, cuyas casas gustan de transformarse en otra cosa cada estación. El ciego sabe que una ciudad no puede ser tan enorme como él se la imagina, pero también sabe que se ha perdido en un laberinto que muta diariamente, haciéndose más grande e impenetrable en cada avatar. Un día cree conocer el centro hasta que se topa con la rugosa superficie de una fuente que no debería estar ahí, a veces las calles son más largas o cortas, o hay sonidos nuevos en su interior, y la gente parece que nunca es la misma, pero en cierta forma es lógica esa cualidad de cambio, es el centro de Endra y por ello, el sitio donde todos los caminos se reúnen. Para el Hassanat, el jefe de las caravanas, la ciudad no es más que Onarum el Final, un sitio en el que jamás se ha sumergido, pues teme conocer su interior, que pierde el sentido de destino que él le ha dado. Cuando las tormentas sorprenden a los viajeros a su cargo, cuando las rutas de la guerra lo obligan a buscar nuevos senderos, cuando se ve en medio del ataque de los parias, el Hassanat siempre convoca la imagen de las murallas de Onarum, el rumor detrás de sus muros, las puertas oscuras con monstruos tallados amorosamente, es a Onarum el Arribo a quien llama cuando necesita fuerzas para llegar a él, un dios personal al cual le ha hecho una serie de sencillas ceremonias que sólo su hijo, futuro Hassanat, comprende; como tocar una pieza incompleta de una música propia prometiendo terminarla al regresar a la ciudad, o besar la húmeda piedra de las murallas antes de cortarse levemente la mano y dejar una marca de sangre en ese lugar, para que los dos sepan el sabor y la esencia del otro y no olviden reunirse siempre. Nadie entiende qué es lo que el jefe de las caravanas grita cuando se lanza al ataque para proteger las mercancías, lo que vocifera a los animales agotados. Es, simplemente, el número de banderas que chasquean en lo alto del muro, para escuchar su sonido otra vez, su rabiosa voz de viento, se ha enfrentado a múltiples peligros. Cuando el número de veces que haya visto la muerte a la cara sea igual al número de banderas, se retirará para siempre. El Hassanat ignora si irá a hundirse a uno de los tantos caminos o entrará por fin a la ciudad para averiguar qué hay en su interior que mueve al mundo. Ese hombre, curtido por un millón de soles, mataría a quien le dijera uno de los nombres más populares de Onarum: la Ramera. Algunos ingenuos pensaban que ese nombre era dado por la infinidad de casas cubiertas con la membrana blanca del pez nart, con sus mujeres pálidas en su interior buscando sólo unas monedas, inocentes esclavas momentáneas, aunque había el rumor, difundido generalmente, por los sacerdotes Kaldy, que algunas de ellas eran inmensamente blancas, casi transparentes y lo que deseaban era sólo un poco de sangre, una vida para arrebatar con sus uñas hambrientas, y había muchos buscando a esas hipotéticas mujeres rogando por la redención bajo esa sed El nombre de Meretriz le era dado porque en su interior todo se vendía. No existe el artículo que no fuera ofrecido en sus calles, se vendían perversiones y muertes y armas decorativas y niños vírgenes y conocimientos y madera afrodisíaca y secretos y verdades y virtudes y oscuridades y redenciones y mil y un objetos. Hay quienes ofrecen el olvido por un buen cargamento de pieles, quienes muestran los límites de la carne a los arriesgados; hay nuevos conceptos para los que desean ver el mundo con ojos nuevos, y antiguos ojos para los desencantados. Hay mujeres brillantes, mujeres oscuras. Se puede, incluso, comprar el sufrimiento, ofrecer hambre a cómodos precios. Los Kaldy piensan en la ciudad como Onarum la Verdadera, el Inicio, la Cuna e incluso, Onarum la Matriz: el lugar donde su dios nació y creció, hay peregrinaciones a sus calles buscando la Verdad que el Kaldy encontró, pero eso no evita que su nombre real (uno de los miles de nombres reales que posee) sea el de Onarum la Oscura. Nombre verdadero que, una y otra vez, cada habitante ha murmurado para sí. Sobre todo cuando ha muerto el día, cuando las nubes negras y el cielo desgarrado obligan a alzar la vista y ver sobre la ciudad, como una monstruosa ave de carroña

Se fue el Hombre Bicentenario

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©2014, Ana Delia Carrillo

La noticia empezó a circular el lunes por la tarde y para el martes ya estaba confirmada: Robin Williams fue encontrado muerto en su domicilio en California. Los comentarios de las personas cercanas y colegas que trabajaron con él a lo largo de su vida no se hicieron esperar. Y la gente común y corriente, como tú y yo, que de alguna manera fuimos tocados por alguna de sus interpretaciones también lo sentimos y lo publicamos en nuestras cuentas de Twitter y Facebook. Todos coincidíamos en que fue un hombre sumamente talentoso y que nos regaló inolvidables personajes con los que reímos y nos conmovimos.

Su primer papel destacado fue en el show de televisión Mork and Mindy, donde interpretaba a un extraterrestre del planeta Ork. El show estuvo al aire por cuatro temporadas en la televisión estadounidense. Su carrera cinematográfica fue extensa y variada, incursionando en diferentes géneros como comedia --donde destacó por su gran capacidad de improvisación--, drama, aventuras, fantasía y ciencia ficción.

Sin embargo, este post no es para hablar de su carrera, ni de sus logros. Cuando leí la nota de su muerte, lo primero que me llamó la atención fue que mencionaran que padecía depresión. Quienes hemos batallado con ella sabemos lo incapacitante y peligrosa que puede ser. Y nos da otra panorámica del actor, que una vez despojado del personaje en turno es sólo un hombre más, con soledades y adicciones y enfermedades como la que, en última instancia, le quitó la vida.

Y entre los muchos comentarios circulando en la red, tanto de famosos como de gente común, leí uno que me conmovió y no puedo dejar de compartirlo con ustedes. Esto fue tomado del muro de Pat Cadigan, escritora nacida en los Estados Unidos, y que actualmente reside en Londres, Inglaterra, y lo reproducimos acá con su autorización: Pasa al siguiente post:

Pat Cadigan sobre Robin Williams

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©2014, Pat Cadigan

Estimada gente de mi Lista de Amigos:

La triste noticia sobre Robin Williams nos recuerda una vez más que la depresión es una terrible enfermedad que cancela todos y cada uno de nuestros logros. Golpea tanto a los destacados como a los desconocidos, a los viejos, a los jóvenes y a todo lo comprendido en el medio. Escucha a la razón tanto como una fiebre alta escucharía argumentos para no subir la temperatura corporal a grados absurdos, o como si un hueso roto pudiera ser convencido de sanar.

[Digresión: Si eres de los que creen que la depresión no es una enfermedad y la gente sólo debe calmarse y dejar de arrancarse las costras, omite este post. Ni siquiera te molestes en comentar.]

Por favor, cuídate, y si estás batallando con la depresión, por favor busca ayuda. Y no importa cuán mal te sientas en un momento dado, no hagas algo que no pueda ser deshecho. Tal vez parezca que el dolor no acabará nunca -que incluso sólo se pondrá peor- pero no es así. Disminuirá si pides ayuda. Cualquier tipo de ayuda -llama a un amigo, llama a alguna Línea de Apoyo a Suicidas, llama a *cualquiera*. Ponte en línea, chatea con algún amigo allí, o busca un grupo de apoyo.

Si estás cansado de hablar, sal a caminar -puedo avalar que el ejercicio es un gran alivio para esos negros pensamientos. Si estás discapacitado pero aún con posibilidades de movimiento, sal y cambia de escena. Un truco que he usado cuando he estado realmente mal: Me digo a mí misma que soy otra persona, y que saldré a rodearme de gente, a tomar el autobús y hablar con extraños con mi nueva identidad como una persona sin problemas, competente y benigna --unas vacaciones de mí misma.

Ahora mismo soy más afortunada. Las medicinas hacen su trabajo y mi esposo me entiende. Pero a veces todavía tengo esos bajones. Cuando esto sucede, me digo a mí misma que es un dolor de cabeza. A veces, incluso, me tomo un Ibuprofeno (a mi edad, de cualquier modo algo siempre duele), y me recuesto; y se pasa.

Cualquier cosa que debas hacer para seguir viviendo, hazla. Porque no estarías aquí si no fueras necesitado. Y no necesitas creer en alguna deidad para creer esto.

La naturaleza tiene un sistema. No sabemos todos los secretos de la existencia pero hemos visto lo suficiente para saber que la naturaleza se trata de supervivencia. Así que, si estás aquí, si estás vivo, entonces es porque debes estar aquí. Eres necesario. Eres parte de una cadena que depende de ti. De hecho, probablemente eres parte de varias cadenas, todas ellas informales, todas dependientes de que estés ahí para sostener tu parte del nudo.

Así que, en caso de que estés buscando una señal: quédate. Si estás leyendo esto, hay un 99.99% de probabilidad de que *yo* esté en tu cadena y también *yo* te necesite. Tú importas. Lo sé.

Y citando a Pat, en otro de sus posts en Facebook: "Si la tragedia de Robin Williams sirve para ayudar a prevenir a otras personas de quitarse la vida, para crear conciencia de que las enfermedades mentales no son diferentes de ninguna otra enfermedad física, eso ayuda a aminorar el dolor de la pérdida".

Descanse en paz, Robin Williams.

CYBERPUNK: Coyuntura entre ciencia ficción y thriller

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©1991, Gerardo Horacio Porcayo

Hablar de ciencia ficción es hablar de muchas cosas a la vez, es hablar de un extenso terreno donde todo es posible, es hablar de combinaciones e hibridaciones: es, en resumen, remitirse a una gran parte de la información, estilos y corrientes existentes.
     Así planteada, la ciencia ficción podría compararse con un solvente universal que permite las más variadas mezclas: terror, aventura espacial, western, historia, sociología, psicología, ciencias exactas...
     Y lo policiaco. Desde sus inicios, la ciencia ficción ha presentado relatos detectivescos en mundos extraños, tecnificados, sociedades alienígenas o inciertos futuros terrestres. Memorables obras como El
hombre demolido, Cavernas de Acero, El Sol Desnudo, La reina del aire y la oscuridad y una larga lista más, han fundado su urdimbre sobre dos bases que, en primera instancia, podrían pensarse disímiles... No obstante su enorme maleabilidad, estos relatos solían traicionarse a sí mismos: basados en la tradición inglesa, en la novela problema, el escritor optaba por la trampa; armas extrañas que el lector (ajeno a la sociedad presentada, guiado sólo por la narración) no tenía en cuenta por su desconocimiento del mundo ficticio, daban la solución sorprendente y reveladora...
     Los tiempos del cadáver, los cinco sospechosos y el detective sofisticado, inquisitivo, sabueso de pistas extrañas e insignificantes (aunque significativas para el absurdo caso), han pasado a la historia, superados por el innegable realismo de la novela negra. Novela policiaca norteamericana, a final de cuentas, nominada thriller en su país de nacimiento, rebautizada por cuestiones editoriales en Francia como novela negra, presenta una visión cruda de la cotidianeidad, muestra la impunidad del crimen, la inasible categoría de la existencia en una ciudad sobrepoblada y carente, en la mayoría de las veces, de escrúpulos, entregada al ritmo inhumano de su masividad... donde el único héroe posible es el mismo que surge en el lejano oeste, en las cintas western en donde la ley es la del revólver; héroe solitario, subyugado por su sociedad, atormentado sin rumbo que conoce los oscuros engranajes de la mente humana donde pululan abigarradas histerias y deseos solipsistas, donde la ley (porque ahora se dice que la hay) es sólo uno más de los enemigos que se ocultan en los fríos recovecos de la selva de concreto.
     Es este mundo, frío, ajeno y desorientado, cuya proporción y deshumanización crece casi de manera geométrica, el que atrae a un grupo de escritores e inaugura una nueva corriente en ciencia ficción: el cyberpunk. Híbrido y purista, cercano a la tradición de la clásica ciencia ficción dura, sus escritores son extrapoladores por excelencia, estuvieron expuestos a la marea caótica del mundo de los ochenta, conviviendo con guerras de baja intensidad, abusos de la ley, atormentados por horarios de trabajo, expuestos al peligroso mundo subterráneo del metro neoyorquino, relegados al circo romano que un televisor transmite las veinticuatro horas del día a través de 408 canales disponibles, temerosos de batallas atómicas y proyectos de defensa espacial membretados con títulos de celuloide por un vaquero-presidente, también de celuloide, quien parece haber olvidado que el mundo del séptimo arte ha quedado atrás...
     Cyberpunk, reflejo fiel de los ochenta, aprovecha el lenguaje cortante, directo y sentenciante que Dashiell Hammett y Raymond Chandler inauguraran y magnificaran en sus hard boiled, aprovecha al héroe de westerns y thrillers, extrapola, enfrenta al decadente humano a esa sociedad asfixiante en donde, a cada momento, surge un nuevo artículo de consumo, un artículo que pesará en los bolsillos de la desesperanzada gente que ha perdido la capacidad de asombro y goce, que ha perdido la brújula y se ha vuelto tan fría como el asfalto que día a día recorre, como la luz neón que ilumina sin calor los aparadores vistosos, pidiendo, intermitentemente, rogando, intermitentemente, exigiendo, intermitentemente, cómprame. No hay calor, rostros que se vislumbran al pasar, de reojo, relaciones amorosas donde lo básico ha sido sustituido por el patrón de belleza y moda del momento, fashion, designa el idioma inglés, describiendo lo que la palabra española no alcanza a sugerir si no es por el bombardeo ininterrumpido que fábricas, productores y consorcios televisivos realizan: donde comida y vestido no son más satisfactores de primer orden, han quedado relegados ante satisfactores más urgentes como la droga.
     Humanidad que huye de la sociedad por las vías y mecanismos que la propia sociedad crea. En el cyberpunk no hay ideales elevados, amores eternos o verdades redentoras, en el cyberpunk, los héroes (¿aún puede llamárseles así en esta tragicomedia donde el mismo protagonista permanece en la inconsciencia de su propia ruina?) viven al día, matando para conseguir el sustento, robando para hacer asequible la insoslayable droga, para calmar la evidente adicción, llorando por la pérdida del artificial mundo del ciberespacio. La electrónica ha creado un nuevo mundo: el ciberespacio, una nueva vía de escape hacia ninguna parte; ahora es posible cambiar de personalidad con sólo insertar un chip en la cabeza, es posible ser prostituta sin percatarse de ello, yendo hacia la inconsciencia y dejándole el control del cuerpo a un chip experto en placeres sexuales, frío a su modo; es posible, también, clonar a la hija preferida, cometer incesto y asesinarla en un ataque de sadismo o remordimiento con la conciencia de una clonación infinita e interminable...
     En el cyberpunk el lema punk se lleva a sus máximas consecuencias: No future, no hay futuro, no hay salida, el dinero mismo en Neuromante, de William Gibson, ha perdido por completo su estabilidad: es peligroso retener el dinero, se corre el riesgo de la irremediable pérdida, el mercado negro cobra nuevas dimensiones, los video-juegos y las redes computacionales han crecido y se han arraigado en el sentir de la gente, la violencia es parte del perfil psicológico de todo habitante de este mundo: violencia al hablar, al follar, al vivir...
     El escritor cyberpunk no se toca el corazón al expresar toda la repulsión que este constante e ininterrumpido proceso de deshumanización le causa, es un hombre preocupado por los caminos de su generación, de ninguna manera es escapista, aun cuando aquí hemos empleado con frecuencia esa palabra, sino al contrario, previene contra los peligros del escapismo, da voz de alarma sobre el opresivo mundo que lo rodea, juega con los tópicos mismos del héroe y las historias aventurescas, las recrea y reforma, hipertrofiándolas, mostrando con ello su carácter irónico y realista, poco asimilable para quien esté dentro de la historia y no fuera, tras la pantalla o las hojas llenas de letras o dibujos: vincula y de alguna manera hace visible este cambio de perspectiva que las antiguas historias no llegaban siquiera a sugerir, planteándose sólo como relatos con fines de entretenimiento.
     El escritor cyberpunk rara vez recurre al exotismo de mundos alienígenas, rara vez incursiona en el espacio (si no es para sabotear, arreglar o secuestrar un satélite estratégico en el cauce de los acontecimientos). El protagonista (tratemos de desechar la palabra héroe) tiene plantados ambos pies en la tierra, aun cuando viaje a través del espacio o del mundo químico onírico de las drogas, aun cuando en su época abundante en tecnologías los paraísos artificiales de Baudelaire se hayan perfeccionado pues tarde o temprano el viaje termina, el boleto es caduco y la resaca no se hace esperar. El protagonista, pues, paga en oro su escape, hundiéndose después de cada visita al edén, en el infierno de la realidad ajena y punzante donde sólo parecen existir elementos agresivos. Si el protagonista cyberpunk se enamora, será por corto tiempo, fugaz e inasible amor, adquiere visos de caricatura grotesca y underground donde las princesas han sido violadas y el amor eterno dura a lo sumo unos meses, donde las princesas son como en la canción de Sabina "entre la cirrosis y la sobredosis andas siempre muñeca, con tu sucia camisa y en lugar de sonrisa una especie de mueca", donde el sexo es asequible y el protagonista vive rodeado y "amado" por seres transexuados, en donde la belleza misma es modificable, adquirible (cuando se tienen los créditos o los yenes furtivos del mercado negro). Donde los androides son mejor opción que los mismos humanos, donde un extraterrestre puede apropiarse de mujer e hija ajenas para fundar una familia feliz, aunque esta felicidad no sea sino una compra más, un trueque del que sólo él es consciente.

     Cyberpunk, nexo imprescindible de dos géneros que analizan sociedades a su manera particular, coyuntura eficaz y afortunada, no nace de la noche a la mañana, ni se estructura como un movimiento surgido de mentes que añoran la trascendencia. Corriente al fin y al cabo, se crea de innumerables fuentes, nace a partir de distintos manantiales que aportan materia y fuerza, avivándola, creándola, haciendo que sus aguas moldeen lechos, vericuetos y cauces, constituyéndola en eso, en movimiento. Los primeros indicios aparecen en el rock industrial, en los sonidos de maquinarias empleados para crear música, en tempranas cintas como Mad Max 1, en artes pop que incorporan elementos de la electrónica y la industria en sus creaciones. Separados, surgiendo por su parte como expresión misma de un sentir, como la decodificación clara de un mundo; empieza a asentar sus raíces, a afianzarlas cuando ingresa a la literatura en los tempranos días de 1982.

     El nombre del movimiento tampoco surgió a la primera, fue etiquetado como: CF dura radical, tecnologistas fuera de la ley, la ola de los ochenta, los Neurománticos y el grupo de las sombras o lentes especulares. Estos dos últimos membretes tienen una fuerte correlación, ambas parten de sus iniciadores (en literatura) de un grupo de entusiastas escritores con intereses afines y visiones similares del mundo, cuyos pensamientos los llevaron a adoptar como tótem del grupo los lentes especulares con la idea de que la sombra de estos espejos los mantenía alejados de la normalidad, reflejando todo lo nocivo de la sociedad Mirrorshades (antología preparada por Bruce Sterling) agrupó a los más representativos autores del movimiento: Gibson, Rucker, Shiner, Shirley, Sterling; y es a uno de éstos, Gibson, a quien se debe el rubro de Neurománticos.
hacia la sociedad misma.
     Neuromante, novela que recibió los premios Hugo, Nebula y Philip K. Dick, fue, de hecho, la que cimentó de una vez por todas el movimiento. Cercano a la estética de Blade Runner, Gibson crea la obra maestra del cyberpunk, crea los primeros tópicos del movimiento: ciberespacio, armas quirúrgicamente implantadas, cowboys de consola que imitan o reproducen las actitudes de los héroes del thriller y el western, crea un mundo asfixiante y opresivo que da el pretexto para membretar finalmente al movimiento: CYBERPUNK.
     Las opiniones sobre el surgimiento de esta etiqueta son encontradas, casi míticas. Algunos la achacan a una crítica fallida y socarrona de un tal Bruce. A últimas fechas, las fuentes se inclinan más por la versión de que fue a partir de las páginas de un cuento de Bruce Bethke, que el vocablo se acuñó porque describía, precisa y sintéticamente, el entorno y tratados gibsonianos.
     En Neuromante, por ejemplo, Gibson se establece de inmediato en la cotidianeidad de un mundo tecnificado, abre la novela diciéndonos: "El cielo sobre el puerto tenía el color de un televisor sintonizado en un canal muerto", las metáforas están firmemente asentadas en el mundo de la electrónica, en el mundo de los ochenta, no necesita decirnos que el cielo era de un gris insano donde no había nubes ni azules, nos habla con conocimiento de causa, del artículo más trivial en nuestros días, del televisor, de lo artificial que luce el cielo y se explaya hasta llegar a las inteligencias artificiales que buscan crecer, evolucionar   nadie habla de rebelión en los términos que el buen doctor Asimov usaba: el complejo de Frankenstein  , no se detiene tampoco a explicar la teoría sobre la cual se basa su ciberespacio o el hielo de las corporaciones, da por supuesto lectores inteligentes integrados a este mundo tecnológico y es a partir de ello que critica, es con conocimiento de causa que hace el seguimiento de Case, cowboy de consola, héroe de thriller y nos muestra con desgarradora frialdad el camino hacia ninguna parte de una sociedad.
     Bruce Sterling, en su introducción a su antología cyberpunk, Mirrorshades, nos dice:
"como la música punk, el cyberpunk es en algún sentido un regreso a las raíces. Los cyberpunk son la primera generación de ciencia ficcioneros que crecen no sólo con la tradición literaria de CF, sino ciertamente con un mundo de CF. Para ellos la técnica de la clásica CF dura   extrapolación, literatura tecnológica   no sólo son herramientas literarias, sino algo cotidiano".
     Esta cotidianeidad es lo que ellos extrapolan, es su punto de partida, un anclaje irrebatible en su firmeza, no construyen sociedades ficticias alrededor de sólo ideas interesantes como solía hacerlo la primera generación de ciencia ficcioneros: ellos han vivido, viven inmersos en este proceso de deshumanización y consumismo compulsivo y hablan de su propio y oscuro futuro, algunas veces recurren a teóricos sociológicos, como Alvin Toffler, cuya Tercera Ola ha llegado a ser la biblia para muchos escritores cyberpunk.
     Los cyberpunk, como el mismo Bruce Sterling nos dice, "toman su inspiración del contemporáneo estado del arte tecnológico, de la cibernética, la genética, la neuroquímica, la ecología. Están fascinados por la colisión entre el high tech y la cultura pop y por los extraños enclaves donde 'las calles encuentran su propio uso para las cosas'. La CF que ellos escriben pertenece a una época marcada por conciertos de rock vía satélite, por walkmans Sony y redes para ordenador personal   una década que ha convertido a la torre de marfil de la ciencia en un elegantísimo condominio".
     Los nombres de escritores que se han aunado a este movimiento son legión, nombres como Marc Laidlaw, James Patrick Kelly, Paul Di Filippo, Greg Bear, George Alec Effinger, Pat Cadigan y Tom Maddox, figuran con novelas y cuentos cortos en la larga lista de obras cyberpunk, subterráneas aun a su manera, con pocos títulos traducidos al español [Neuromante, Conde Cero, Mona Lisa Acelerada, Quemando Cromo (Gibson); Software (Rudy Rucker); Lucha Cruenta (Greg Bear); Ojos de Serpiente, La mente como un globo extraño (Tom Maddox); Cuando falla la gravedad, Un fuego en el sol, El beso del exilio (George Alec Effinger); El Chico Artificial (Bruce Sterling)], retroalimentan el circuito de la cultura y crean nuevas expresiones en arte, comics y películas. Y es, sobre todo en el séptimo arte, donde ha recibido mayor atención. Mundo fílmico, vendedor de sueños, recreador de mundos e imágenes, los artistas del celuloide han sido seducidos por la especial mixtura de este movimiento, tanto es así que en 1991 surgió la primera película declaradamente cyberpunk: Hardware (Richard Stanley).

     Esperanzador para algunos, deprimente para otros, el mundo cyberpunk no pretende dar la receta para una sociedad mejor, critica, y como toda la buena CF, hace pensar al lector, lo hace recapacitar...
     Seres grises, sin futuro, sin salida, sin camino, pueblan las páginas de este movimiento, autores que nos muestran mundos peligrosamente cercanos, mortalmente inhumanos, donde sociedad, lluvia y sentimiento agobian al protagonista dejando caer, como un peso extra, la nostalgia de un blues...
     Sus influencias han trascendido ya el mero ámbito del arte. Se expanden como zarcillos a lo largo de la cultura mundial popular. Los Estados Unidos, fueron los primeros en sufrir este contagio. Atalayados tras su computadora, sus apodos y las redes de computadora, innumerables grupos han empezado a llevar de hecho una vida completamente cyberpunk. Y la pantalla no es el único ámbito. Toda una nueva subcultura se mueve a través de California, Texas y algunos otros estados de la Unión Americana, a partir de reuniones que duran toda la noche y en las que el exceso está expresamente permitido. Las drogas han arribado a la vida de innumerables jóvenes con otro concepto: drogas inteligentes, bebidas inteligentes, químicos como los nootrópicos, el éxtasis y la ketamina se mueven a través de un circuito subterráneo de distribución para arribar a sus usuarios.
 El dicho, la realidad supera a la ficción, aún no es completamente cierto para los cyberpunks, pero en muchos sentidos ha alcanzado y rebasado algunos tópicos de esta corriente literaria. Tanto es así que en el pasado noviembre de 1992, Bruce Sterling dio a conocer un largo estudio intitulado The Hacker Crackdown: Law and Disorder in the Electronic Frontier, sobre las comunidades cyberpunk y las represalias de la ley.
     Los cyberpunk reales han empezado a invadir las redes de computadoras, han tratado de liberar la información bajo la consigna all information should be free y las consecuencias no se han hecho esperar. Varios hackers (expertos en intromisión computacional a corporaciones) han sido arrestados, aun cuando las leyes para este tipo de "delitos" aún no han sido delimitadas, como ya también lo ha tratado Tom Maddox en su ensayo Cyberespacio, libertad y ley (La Langosta Se Ha Posado #02).
     Ante esto, cabe hacerse nuevamente la pregunta ¿de veras puede alguien todavía creer que la ciencia ficción es evasión?

*Conferencia impartida en septiembre de 1991 durante la Primera Convención de Ciencia-Ficción y Fantasía del Cono Sur, CONSUR I, en Buenos Aires, Argentina, organizada por el CACyF.

CYBERPUNK Y TENDENCIAS ACTUALES DE LA CIENCIA FICCION

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©2004, Gerardo Horacio Porcayo

Extrapolación a veinte años en el futuro. Esa fue una frase para definir al género. Una sencilla, que de muchas maneras, contenía una de las principales estrategias de esta nueva corriente.
     La definición llegó a partir de la publicación de Neuromante, de William Gibson. Novela definitiva, fundadora. Novela que marcó de un solo golpe y para siempre los tópicos que caracterizarían al género. Era el año de 1984 y una nueva esperanza brillaba en el cielo de la CF.
     Hoy han pasado veinte años y de muchas maneras vivimos ya el mundo que pronosticara Gibson: internet, hackers, realidad virtual, drogas inteligentes y tradicionales, mercado negro de órganos, de software; de ropas y artesanías importadas subrepticiamente desde un país oriental que no fue Japón, pero sí muchos otros; las grandes corporaciones —los zaibatsu, como las llamó él— casi dueñas del devenir mundial; la ingeniería genética ganando terreno: ya nuestro gobierno dio luz verde a la experimentación con material genético humano en nuestro país. Ya hubo huéspedes en la estación espacial internacional y una nueva carrera espacial se inicia, una de tipo turístico: Space Ship One despegó el 29 de septiembre de 2004, rumbo al espacio, a 100 kilómetros de altitud, desde Mojave, tratando de alcanzar los 10 millones de dólares ofrecidos por la fundación Ansari X Price.
     Los sprawls, los ensanches, el crecimiento desmedido de las ciudades también son palpables. Como la violencia en las calles, la perpetua inseguridad...
     Todo eso es cierto. Y pareciera que con esto, el cyberpunk adquiriera la tan ansiada aura de verdadera materia adivinatoria y sus autores la categoría de indiscutibles videntes del porvenir...
     Pareciera... Porque ese no es el valor principal, o siquiera discutible, de una obra de ciencia ficción. Porque la generalización también resulta excesiva; definir los logros de un género a partir de los méritos prospectivos de una obra.
     Habrá que volver a repetirlo: la CF extrapola para mostrar más evidentemente las problemáticas al lector. La CF es literatura. Y como tal, expresión del espíritu y preocupaciones humanas...
     ¿Por qué entonces empezar esta conferencia citando todos los aciertos para luego menospreciarlos? Porque este año se cumplen veinte del nacimiento de un género. Porque mucha menos agua ha pasado bajo los puentes nacionales —apenas once años—. Y también por mero contraste.
     El cyberpunk es quizá la última corriente verdadera, genuina que surgiera y revitalizara la CF. La propuesta era simple. Y aquí, a riesgo de parecer reduccionistas, la simplificaremos aún más. El cyberpunk tuvo el acierto de traer la vía existencialista a la CF.
     Así de fácil. Así de simple.
     Y cuando hablo de existencialismo me refiero a la perspectiva filosófica de éste. No a ninguna otra cosa. El cyberpunk se abrevó, en su momento, de todas las fuentes posibles. Echó mano del modelo telegráfico de los hard-boiled y los thrillers, de la poética burroughsiana de El Almuerzo Desnudo y Nova Express, para crear un estilo propio. Echó mano de lo amado y lo odiado de las viejas obras de CF y entregó una nueva visión del género que incluía nuevos efectos especiales: cyberespacio, armas quirúrgicamente implantadas, subculturas tecnológicas, tecnodelictivas o sólo alternativas tratando de sobrevivir en la nueva sociedad globalizada. Y seleccionó un paisaje de contrastes: la pulcra belleza de los zaibatsu y los mass media frente a la pobreza, la peligrosidad de los ensanches, de las zonas conurbadas, como las llamamos aquí.
     Hizo aun otra cosa. Una emparentada con el existencialismo: eliminó la categoría de héroe o antihéroe. Los personajes no fueron más modelo de urbanidad y altos ideales morales; se transformaron en simples seres contradictorios enfrentados a una sociedad acelerada, imbuida en la dinámica del hiperconsumismo, moviéndose al margen de todo con el único fin de obtener los nada imprescindibles artículos de primera necesidad artificial. Pero necesidad, al fin y al cabo.
     Una filosofía caracterizó a este movimiento. Una que los imitadores no fueron capaces de percibir; se limitaron a preparar cocteles con falsificado sabor cercano al original. Cercano, pero abismalmente distinto en contenido.
     La literatura en ese sentido, no queda al margen de las mecánicas, los ánimos fagocitantes del sistema. No hay hoy en día materia que no sea forzada a seguir la banda sinfín de la maquila. El proceso de descafeinización en el clonado, en la duplicación de un producto que tenga una carga de originalidad, un peso de rebeldía que necesite ser trivializado.
     Lo peor, el sistema ya ni siquiera precisa la actuación de censores o el uso de una pesada espada de Damocles como perenne amenaza. Las mecánicas han sido dictadas por la sociedad global de consumo y autogesta imitadores que inevitablemente tergiversan, hacen aberrante al clon.
     A México, tanto en traducción, como en producción propia, el cyberpunk arribó tardíamente hacia 1991. Quizá La Red de Isidro Ávila, autor regiomontano que abandonara las letras unos cinco años después, constituye el primer ejemplo contundente. Real. Aunque en el género del cuento, y por extraño que parezca, una vieja máxima sigue teniendo vigencia: una corriente literaria no existe sin la publicación de novelas. La Primera Calle de la Soledad, de quien esto escribe, fue esa carta de nacimiento hacia 1993. Después un buen grupo de autores se unió a la corriente. Y el movimiento creció y creció, sin ser leído por la crítica literaria.
     Críticas, pese a todo, no hicieron falta. Unas que reprodujeron las originales objeciones hacia la CF mexicana: cultivan un género de importación. Como si las versiones del romanticismo, realismo, naturalismo, etc., jamás hubieran existido...
     Y es en este momento en que llegamos al punto medular de estas disquisiciones.
     ¿Por qué retomar una etiqueta, un género circunscrito bajo esa etiqueta?
     El prestigio del cyberpunk en México en los medios oficiales, autorizados de la cultura, sólo se estableció con la presencia, en 1998, de William Gibson en El Festival de la Ciudad de México. El prestigio en Norteamérica tampoco era tal. Los cyberpunk fueron tachados de pesimistas, amorales o inmorales. De cínicos...
     No es pues el prestigio, ese elusivo tópico, el que nos sedujo.
     Fue otra cosa más simple. Más natural: identificación.
     O una aún más simple: el cotidiano cauce de la historia. De la vida.
     Expliquemos.
     La literatura, por más definiciones que se busquen, por más versiones que se recopilen, por más cercos que se busque ponerle, es corriente viva. Emergencia artística vital. Expresión urgente del espíritu humano.
     El romanticismo no era susceptible de surgir en ningún otro momento. Ni el dadaísmo o el surrealismo o el mismo existencialismo. Todas estas corrientes son hijas, productos de una coyuntura histórica. Las especiales condiciones del entorno moldearon la búsqueda poética de los autores. La misma temática.
     Y lo mismo pasó con el cyberpunk. Con la ciencia ficción.
     Es con la aparición de la revolución industrial, con la sociedad a la sombra del maquinismo y la creciente tecnología que surge la ciencia ficción. Es con Wells que florece por primera vez en todo su esplendor. Uno que permanecerá adormilado y será retomado esporádicamente hasta su bautismo definitivo por parte de Hugo Gernsback. Hasta su establecimiento definitivo en 1926, tras una eclosión de máquinas al servicio del hombre, tras una Primera Guerra Mundial en que se apreciara, adentro y afuera, la ventaja de los amos de la tecnología.
     Estados Unidos quedó marcado. También cada uno de los países participantes. Y la decodificación que entregaron a través de la CF hace evidente la influencia histórica. Los norteamericanos crearon la space opera para cantar su supremacía tecnológica y hasta racial. Y cantaron tan alto que estigmatizaron a toda la CF.
     Carlos Monsiváis no se esperó a tanto. Él criticó el uso de los efectos especiales desde el nacimiento mismo del género:
     Curiosamente, Wells que siempre osciló entre un optimismo fabiano y anticatólico y un pesimismo romántico, en su mejor novela La Guerra de los Mundos, en más de un sentido y sin proponérselo le prendió fuego al género. Allí desembarcaron los enemigos de la tierra, quienes obstaculizaron el progreso de la science-fiction y redujeron sus perspectivas, durante largos años al folletín y al comic. Son los seres del exterior, con escamas y légamo, con piernas incontables que sostienen materias indescriptibles. Combativos, horrendos, allí se impusieron. (Monsiváis, 94)
     El ingrediente más evidente de la ciencia ficción convertida en su principal desventaja. La que genera adaptaciones espurias en los mass media, la que impide a los críticos literarios leer con detenimiento esas obras.
     La CF, nace pues, con un estigma. Hija del siglo veinte en su completa gama, ve la luz preñada del síntoma número uno de la modernidad: el comercialismo, la capacidad de seducir a las masas, a los nacientes mass media.
     La CF en México, sólo alcanzaría su verdadera carta de existencia con el nacimiento del Premio Puebla de Ciencia Ficción en 1984. Pero, sobre todo, gracias a una peculiaridad de este premio: el cuento ganador y las menciones honoríficas fueron publicadas en tirajes apabullantes, en una revista seria que alcanzaba los 50,000 ejemplares. Ciencia y Desarrollo fue el ariete de la CF mexicana. Bajo la promesa de este foro, autores que quizá hubieran dejado dormir sus ansias creadoras, hicieron brillar sus plumas y abrieron las puertas de acceso a la edición en libro.
     En 1991 se publica la Primera Antología de CF Mexicana: Más allá de lo imaginado, tomos I, II y III, que reúne autores que se dieron a conocer a través de Ciencia y Desarrollo. Un año más tarde, Principios de Incertidumbre recopilaría los trabajos ganadores del Premio Puebla hasta su novena edición.
     El boom de la CF mexicana parecía un hecho. Conaculta, a través de Fondo Editorial Tierra Adentro publicó los tomos de Más allá de lo imaginado, preparados por Schaffler. La Primera Calle de la Soledad  y una novela de Wolffer, intitulada Que Dios se apiade de todos nosotros. Y con este triunfo de la CF, las ediciones se multiplican. Los autores. Y, paradójicamente, también los fanzines: aparece La Langosta Se Ha Posado, Otra cosa, Fractal, Nahual, et al. Y fueron esas revistas no profesionales las que sirvieron al género como laboratorio de experimentación donde fue creciendo el cyperpunk a través de autores como Carlos Limón, Pepe Rojo, José Luis Ramírez, Bernardo Fernández BEF, Gerardo Sifuentes, Caín Kuri, Jorge Chípuli.
     Movimiento que crece subterráneo, al influjo de un mundo cada vez más cyberpunk, donde la presencia de internet es ya evidente.
     Fenómeno que haría a los cyberpunk norteamericanos declarar muerto al movimiento. Bruce Sterling, en 1992, en su asistencia a CONLAREDO, afirmó que al ya existir la realidad virtual, al ya ser accesible la internet, el núcleo de extrapolación del cyberpunk, quedaba desgastado y casi muerto. Escribir sobre esos tópicos sería hacer ya literatura realista. Visión un tanto extrema que dos años más tarde corroboraría, declarando la muerte del cyberpunk.
     En México, el fenómeno seguía creciendo, porque atravesaba un periodo histórico similar al de los originales cyberpunk. Internet era aún un privilegio y las condiciones de violencia citadina, de desesperanza, más que evidentes.
     La muerte del cyberpunk mexicano llegó más tarde. Justo con la publicación, en 1997, de Silicio en la memoria, única antología que reuniera a los cultivadores del género en México. Se ha tratado de culpar a este volumen de la extinción del género en México. Sucedió algo más simple: Internet ya era más palpable y en ese mundo globalizado, un aura de desastre, generada por páginas web, películas y seriales de televisión como Millennium y X Files, haría volver la mirada hacia temas más cercanos a lo místico, lo catastrofista.
     Hubo aun una explicación más sencilla. Desde 1995, el Premio Puebla de CF perdió a sus patrocinadores, a su publicador bimensual. En 1997, surge una opción para los escritores de géneros alternativos: el Premio Creaturas de la Noche, por el Gobierno y la Universidad Autónoma de Coahuila en Saltillo, decantando a los escritores por esa vía. Azoth, fanzine auspiciado por la Universidad Autónoma de Tlaxcala, sería un foro permanente.
     El cercano cambio de siglo parece influenciar no sólo a autores alternativos. En 1996, un grupo de jóvenes escritores, a contracorriente de lo que se suponía era la actitud en el mainstream, saca un manifiesto explicando la necesidad de escribir literatura catastrofista, apocalíptica: el Crack.
     Hoy estamos en el cuarto año del siglo XXI y de todas esas propuestas, sólo el Crack permanece, en México.
     En Estados Unidos, los mismos autores estandarte del movimiento, movieron ligeramente sus objetivos y trazaron historias cercanas al cyberpunk, pero alejadas de él. Y el resto de los escritores de CF fagocitaron elementos, convenciones de cyberpunk para crear híbridos nuevos que ya no arrojan nuevas historias.
     En México, el Premio Esperanza, el Creaturas de la Noche, muta ante un nuevo embate sexenal.
     Si tuviéramos que tratar de hablar de la nueva tendencia en México, en la ciencia ficción, en la literatura, en el arte, quizás tendríamos que hablar de literatura del desconcierto.
     Afuera se están gestando obras híbridas, obras mezcla de todo lo probado, en un intento por fabricar nuevos sabores. Afortunadamente no parece haber muchos imitadores de la vía Crack, esa literatura que ha tomado las herramientas, las convenciones de la CF para entregarnos mamotretos con pocos elementos para degustar; instalados en extensiones y gramáticas de best-sellers, en países europeos, en supremacías raciales ajenas a nuestra raza...
     Quizá el paso a lo que Vátimo y Dussel postulaban como siguiente al posmodernismo, aún está por darse. El transmodernismo ya apunta sus primeras batallas ganadas.
     Ya la historia canta esa llegada de los bárbaros, esa reforma hecha a base de invasiones de los pueblos no incluidos en la foto principal del mundo.
     Ya en 2001, una estrategia afgana habla de ese otro uso para la tecnología y un 11 de septiembre, bastaría no una supertecnología, no un hackeo extremo para derribar las Torres Gemelas. Apenas dos aviones comerciales usados como ariete, mostraron la llegada de esa reforma cuya resultante aún no vemos en la historia.
     Seguimos desconcertados. Como hombres. Como autores.
     Y espero, escribiendo, alguien dé ese paso, ese dictamen real de este mundo globalizado en el desconcierto.

*Conferencia dictada en la Ciudad de San Luis Potosí  el sábado 30 de octubre de 2004

DEL CYBERPUNK AL CYBERSPLEEN o de cómo el futuro se volvió costumbrismo

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©2012, Gerardo Horacio Porcayo

“A VEINTE MINUTOS EN EL FUTURO”
En realidad la frasecita de Max Headroom, primer serial de TV del género, se alteró hasta cambiar los minutos por años, pero no por eso fue menos efectiva. 1991 fue la fecha en que descubrimos el cyberpunk y parecía esa perspectiva tan vital que José Luis Zárate y un servidor llevamos la noticia hasta Argentina e incluso inventamos algo que se llamaba "video conferencia", que no era otra cosa que una suerte de ambientación en video de las cosas que íbamos tratando con la palabra.
     El cyberpunk, por aquel entonces, recababa aprendizajes de la violencia citadina que anticipaban la llegada del splatter punk (1987, ese género del séptimo arte en clave de salpicaduras gore), retomaba el pulso mismo de la ciudad como una selva de concreto y a eso le sumaba un ingrediente fundamental que era la perspectiva del thriller, esa visión novelística diametralmente opuesta a la novela problema de Conan Doyle y Christie, donde el detective ni siquiera es detective, ni tan listo como para al menos mantenerse fuera de la boca del lobo, para quedarse fuera de problemas. A todo aquello se le sumaba la primera prospectiva realista del futuro de la computación y todo en la licuadora de los chicos de las gafas espejadas (the Mirrorshades group, primer nombre que recibieran los cyberpunk), dio por resultado un movimiento que fuera menospreciado por autores y fanáticos de la CF clásica y hasta por algunos cotos policiacos.
     Creíamos, al menos yo creía, que pese a ello o precisamente por ello, el género se mantendría por décadas y más décadas. No me equivocaba del todo, pero sí en lo esencial.

“LA CF COMO SOLVENTE UNIVERSAL”
Así intitulé un trabajo, por aquellos días, y mi perspectiva era que la CF revivía lo policiaco y no al revés. Eran tiempos en que la carrera de Taibo II iba en pleno ascenso y en sus pasos firmes algunos de la CF encontrábamos el ejemplo perfecto del "sí se puede". Y, para completar el cuadro, las editoriales empezaron a hacernos caso y a publicarnos libros individuales y colectivos.
     1992 aun Bruce Sterling, el teórico del cyberpunk aseguraba que éste había llegado para quedarse pese a que poco a poco, sobre todo en las universidades, la internet se estaba haciendo una realidad que amenazaba la parte prospectiva del cyberpunk, según los pesimistas. Sterling decía que el cyber sobreviviría como las compañías de discos habían sobrevivido a la radio.
     Dos años más tarde, Sterling se sumaría a los pesimistas y aceptaría que el ciberespacio, como realidad, mandaba al traste al género.
     Por supuesto Sterling olvidaba lo policiaco...
     Para terror de algunos, además, William Shatner, sí, el mismísimo capitán Kirk, escribía un conjunto de novelas (1989-97)  que se volviera en 1994 serial televisivo y hasta de comic (1992): TekWar. El cyberpunk entraba en decadencia. 

“LA CF ES MI ROCK”
Decía en aquellos días Gerardo Sifuentes y creo que expresaba ese mismo sueño de que los géneros marginales (el rock entre ellos) se volvieran mainstream... Ten cuidado de lo que deseas... La frase la conocíamos pero no le hacíamos caso. Eran los tiempos en que los baladistas mexicanos contrataban orquestas para corear sus cursilerías. Pero eso estaba a punto de cambiar. Poco a poco acordes roqueros empezaron a inundar esas grabaciones dejándonos arrepentidos de nuestros viejos deseos de que el rock estuviera en todas partes.
     Creo que BEF fue el primero en asegurar que el cyberpunk sería la narrativa realista del futuro. Pérez Reverte, con La piel del tambor pareció poner en práctica aquella tesis y ya sin otra cosa que sus búsquedas aventureras, escribió sobre hackers y el Vaticano, adelantándose también a otro tipo de fenómenos que no vienen al caso (me refiero a la serie de trabajos imitadores de El código Da Vinci, por supuesto).

“LA CALLE DA SU PROPIO USO A LAS COSAS”
Había escrito William Gibson, en el cuento que diera nombre a su libro entero Quemando Cromo (1982), refiriéndose al uso de medicamentos como droga, refiriéndose a esa vida en el margen, pero hasta su frase y su género encontraron otros usos.
     Lo cyber había llegado para quedarse como un nuevo cliché que daba idea de actualidad a cualquier argumento por tonto o simplista o repetitivo que éste fuera. Star Trek: The Next Generation (1987) tuvo su holo-deck y un sinfín de películas basura salieron para acabar de sepultar el género como tal, Jean-Claude Van Damme incluido, con su Cyborg (1989) y hasta su Soldado Universal (1992).
     Pero atrás quedaba lo policiaco...
     Y parece que seguirá quedando, al menos de ese eslabón de comercialismo, al menos de ese en que lo obtuso y soso aparece como patrón guía.
     Quizá porque el policiaco depende menos de los efectos especiales, sus genuinos cultivadores, pese a CSI, Criminal Minds y esos productos mediáticos que saturan la TV, aún consiguen rescatar esa esencia que quizá perdió de vista el cyberpunk en su mutación al cybermedia: esa estrategia inigualable para contar la ciudad como ese hábitat rebelde que, como un monstruo de  Frankenstein, se revuelve contra sus creadores y emplea cada uno de sus rincones, cada uno de sus refugios como puestos de acechanza; cada pasillo como cañada de caza; cada circuito de seguridad como arma ofensiva no guiada por la rectitud sino por la simple ley de la supervivencia. El más apto sobrevive en la calle.
     ¿El más apto de los géneros sobrevive en las editoriales?

ATRAPADO EN SU CARNE
Se sentía Case, en Neuromante (1984) de Gibson. Se descubre así, también, Neo, en la trilogía de Matrix (1999-2003) y hasta en Animatrix (2003), llevando a extremo ese contraste entre el paraíso artificial de pixeles y el infierno de la existencia sin computadora y sin realidad virtual. Serial Experiments Lain (1998), en el anime japonés, lleva también a un extremo zen paradójico ese concepto de la carne, el cuerpo como una cárcel que impide el vuelo gozoso del espíritu.
     Ten cuidado con lo que deseas, una vez más... Hoy en día, más que en ninguna otra fecha, los chicos  de prepa y secundaria empiezan a experimentar en carne propia la cárcel de su carne y, primero en Japón, fueron apareciendo los llamados hikikomoris, chicos que renuncian a vivir su vida, a enfrentar el prometido fracaso que sus familias y los profesores y hasta las películas de adolescentes les anuncian a cada paso. Renuncian, tras unos cuantos reveses, a conquistar a las chicas de sus sueños que, a su vez, sueñan con chicos de ensueño. Efecto dominó: hoy en territorio mexicano, nuestros ninis se encierran con la PC, la laptop, el Xbox o sólo la tele en su dormitorio y ni estudian, ni trabajan. Viven presos en su carne, porque, como también lo decía Miguel Mateos:

“SOY, UN CASI CONDENADO, A TENER ÉXITO
PARA NO SER UN PERRO FRACASADO”
Y es que hoy en día el edén, la fórmula del éxito se llama Reality Show y lo que importa es aparecer en TV, tener miles de seguidores en Twitter y Facebook, aunque seas un soberano zoquete y de Adonis sólo tengas la fealdad del nombre, el rating puede ser tuyo.
     Escapista es uno de los adjetivos más asociados a la CF, uno que ya no le va, uno más propio de nuestras cyber-rutinas, de nuestro cyber-tedio que te obliga a ver otra cosa que no sea el aquí y ahora, el yo y tu circunstancia, sino aquella estepa dorada que parecen ser los escenarios y los reflectores... ese paraíso artificial que ofrecen los mass media.
     El consumidor no sabe lo que quiere, es una de las máximas mercantiles de hoy en día, una de las guías que llevan constantemente a un deterioro a nuestra sociedad de por sí vapuleada, de por sí abotagada por el exceso de todo, absolutamente todo lo habido y por haber, incluidos el hambre y el dolor...
     El paraíso de los medios, Dorado inalcanzable que muchos buscan sustituir con la receta baudelariana por excelencia: el paraíso químico de las drogas...
     El policiaco quedaba atrás... o queda, porque vamos

DEL NARCO CORRIDO AL NARCO THRILLER
En una estrategia sin precedentes hace ya varios ayeres se prohibió la venta de narco corridos, lamentablemente tal instancia no alcanzó las narco novelas, las narco telenovelas, los narco filmes ni, incluso, el narco reality show de las noticias.
     En 1992, a la par que La Langosta Se Ha Posado, revista electrónica que publicáramos Zárate y yo, Juan Hernández Luna (sí, ese mero, el ya desaparecido escritor de neo policiaco mexicano, el autor de Quizá Otros Labios y Cadáver de Ciudad), ya adelantado a las costas de la otra vida, y un servidor sacamos otra revista electrónica llamada Cuerpo A Tierra, dedicada al policiaco. Mucho más entregado que Zárate para la colaboración, Juan me capturó un artículo de Donald Westlake en que éste pasaba revisión a toda la evolución de la novela negra, desde Poe, pasando por Chandler y Hammer hasta llegar a los ochenta. Según su dictamen, el género gozaba de buena salud pero ciertos giros editoriales lo hacían sospechar una línea ambigua donde el detective duro y cansado de la vida empezaba a tender hacia el vaquero duro y cansado de la vida:
     Westlake terminaba su disquisición asegurando “mientras tanto, aguardo con sentimientos contradictorios el primer spaghetti de detectives“.

SPAGHETTI POLICIACO
Ese que se hace una realidad con el arribo del narco como personaje, como forajido incansable y de múltiples brazos que ha de ser combatido por policías y corporaciones al límite de lo corrupto en una serie de aventuras que ya no narran la ciudad y sus problemáticas, sino que se transforman en mero pretexto para un nuevo folletín de aventuras en que el protagonista habrá de vencer, a punta de revólver, cuerno de chivo o lo que haga falta, al narco o a una oleada de ellos como tempranamente lo demostrara El Mariachi I, II y III de Robert Rodríguez y como muchos otros van sumándose con el paso del tiempo, Pérez Reverte incluido con su Reina del Sur, que ya engendrara subproductos directos como ese híbrido de telenovela y serie protagonizado por Kate del Castillo y subproductos indirectos que apenas empezamos a catalogar.
     Balazos, actitudes duras, éticas ambiguas, nihilismo, eran los ingredientes cuestionables del spaghetti western a la Leone. Hoy tenemos copias baratas en clave policiaca, en clave de CF pululando por los mass media y los circuitos editoriales y las librerías y hasta los puestos de periódicos.

“NADIE SALE VIVO DE AQUÍ”
Se llamó una biografía clásica de Jim Morrison, una frase que usara en una estrofa de su conocida rola  Five to one ese poeta norteamericano que nunca dejó de rebelarse contra las apariencias y todo el maquillaje social.
     Me pregunto qué diría en estos días el buen Jimbo al admirar este cine de narcos, al contemplar esta sociedad toda en que ninguno parece libre de quedar manchado. Qué diría él, que tan bien conoció los paraísos artificiales. ¿Escribiría narco-poesía? ¿Narco rock? No lo creo...
     Spleen e ideal, concepto baudeleriano que hoy en día vivimos con un intercalado: mass media, sueños y tedio.
     “Nadie sale vivo de aquí”. Eso es cierto desde el principio de los tiempos. Lo que yo quisiera es que al menos saliéramos pensantes, de aquí, de un libro, de una película. Quisiera, en ese sentido, que el arte retomara su medida de expresión sin censura y dejara a un lado el comercialismo nuestro de cada día y que, en su búsqueda de héroes, empezara a bajar del pedestal a ciertas figuras que del narco empiezan a subirse.
     Eso quisiera. Eso quiero desde hace tiempo...
     Ojalá ustedes pidieran algo semejante.
     Ojalá el consumidor supiera lo que quiere...
     Y que esto, este tipo de foros y eventos, no fuera sólo otra forma barata y estúpida de evadirnos... de dorarnos la píldora y alabarnos mutuamente...
     Cuídate de lo que deseas...
     Pero al parecer no aprendo...
     A veces es como si un dios o el guionista de nuestras vidas, se divirtiera a nuestras costillas, llevando a otro extremo nuestros deseos.

*Conferencia impartida el día 11 de mayo de 2012 en el V Foro de Novela Negra en la Ciudad de Guadalajara, Jalisco

Referencias:
Gibson, William. Quemando cromo. Minotauro, Barcelona, 1994.
Gibson, William. Neuromante. Minotauro, Barcelona, 1989.
Westlake, Donald. Detectives Duros. Cuerpo A Tierra. Revista Policiaca Virtual #00. México, 1992.

Las Hortensias

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©1949, Felisberto Hernández

A María Luisa

I
     Al lado de un jardín había una fábrica y los ruidos de las máquinas se metían entre las plantas y los árboles. Y al fondo del jardín se veía una casa de pátina oscura. El dueño de la «casa negra» era un hombre alto.
     Al oscurecer sus pasos lentos venían de la calle; y cuando entraba al jardín y a pesar del ruido de las máquinas, parecía que los pasos masticaban el balasto. Una noche de otoño, al abrir la puerta y entornar los ojos para evitar la luz fuerte del hall, vio a su mujer detenida en medio de la escalinata; y al mirar los escalones desparramándose hasta la mitad del patio, le pareció que su mujer tenía puesto un gran vestido de mármol y que la mano que tomaba la baranda, recogía el vestido. Ella se dio cuenta de que él venía cansado, de que subiría al dormitorio, y esperó con una sonrisa que su marido llegara hasta ella.
     Después se besaron; ella dijo:
     —Hoy los muchachos terminaron las escenas…
     —Ya sé, pero no me digas nada.
     Ella lo acompañó hasta la puerta del dormitorio, le acarició la nariz con un dedo y lo dejó solo. Él trataría de dormir un poco antes de la cena; su cuarto oscuro separaría las preocupaciones del día de los placeres que esperaba de la noche. Oyó con simpatía como en la infancia, el ruido atenuado de las máquinas y se durmió.
     En el sueño vio una luz que salía de la pantalla y daba sobre una mesa.
     Alrededor de la mesa había hombres de pie. Uno de ellos estaba vestido de frac y decía: «Es necesario que la marcha de la sangre cambie de mano; en vez de ir por las arterias y venir por las venas, debe ir por las venas y venir por las arterias». Todos aplaudieron e hicieron exclamaciones; entonces el hombre vestido de frac fue a un patio, montó a caballo y al salir galopando, en medio de las exclamaciones, las herraduras sacaban chispas contra las piedras. Al despertar, el hombre de la casa negra recordó el sueño, reconoció en la marcha de la sangre lo que ese mismo día había oído decir —en ese país los vehículos cambiarían de mano— y tuvo una sonrisa.
     Después se vistió de frac, volvió a recordar al hombre del sueño y fue al comedor. Se acercó a su mujer y mientras le metía las manos abiertas en el pelo, decía:
     —Siempre me olvido de traer un lente para ver cómo son las plantas que hay en el verde de estos ojos; pero ya sé que el color de la piel lo consigues frotándote con aceitunas.
     Su mujer le acarició de nuevo la nariz con el índice; después lo hundió en la mejilla de él, hasta que el dedo se dobló como una pata de mosca y le contestó:
     —¡Y yo siempre me olvido de traer unas tijeras para recortarte las cejas!
     Ella se sentó a la mesa y viendo que él salía del comedor le preguntó:
     —¿Te olvidaste de algo?
     —Quién sabe.
     Él volvió en seguida y ella pensó que no había tenido tiempo de hablar por teléfono.
     —¿No quieres decirme a qué fuiste?
     —No.
     —Yo tampoco te diré qué hicieron hoy los hombres.
     Él ya le había empezado a contestar:
     —No, mi querida aceituna, no me digas nada hasta el fin de la cena.
     Y se sirvió de un vino que recibía de Francia; pero las palabras de su mujer habían sido como pequeñas piedras caídas en un estanque donde vivían sus manías; y no pudo abandonar la idea de lo que esperaba ver esa noche. Coleccionaba muñecas un poco más altas que las mujeres normales.
     En un gran salón había hecho construir tres habitaciones de vidrio; en la más amplia estaban todas las muñecas que esperaban el instante de ser elegidas para tomar parte en escenas que componían en las otras habitaciones. Esa tarea estaba a cargo de muchas personas: en primer término, autores de leyendas (en pocas palabras debía expresar la situación en que se encontraban las muñecas que aparecían en cada habitación); otros artistas se ocupaban de la escenografía, de los vestidos, de la música, etc. Aquella noche se inauguraría la segunda exposición; él la miraría mientras un pianista, de espaldas a él y en el fondo del salón, ejecutaría las obras programadas. De pronto, el dueño de la casa negra se dio cuenta de que no debía pensar en eso durante la cena; entonces sacó del bolsillo del frac unos gemelos de teatro y trató de enfocar la cara de su mujer.
     —Quisiera saber si las sombras de tus ojeras son producidas por vegetaciones…
     Ella comprendió que su marido había ido al escritorio a buscar los gemelos y decidió festejarle la broma. Él vio una cúpula de vidrio; y cuando se dio cuenta de que era una botella dejó los gemelos y se sirvió otra copa del vino de Francia. Su mujer miraba los borbotones al caer en la copa; salpicaban el cristal de lágrimas negras y corrían a encontrarse con el vino que ascendía. En ese instante entró Alex —un ruso blanco de barba en punta—, se inclinó ante la señora y le sirvió porotos con jamón. Ella decía que nunca había visto un criado con barba; y el señor contestaba que ésa había sido la única condición exigida por Alex.
     Ahora ella dejó de mirar la copa de vino y vio el extremo de la manga del criado; de allí salía un vello espeso que se arrastraba por la mano y llegaba hasta los dedos. En el momento de servir al dueño de casa, Alex dijo:
     —Ha llegado Walter. (Era el pianista).
     Al fin de la cena, Alex sacó las copas en una bandeja; chocaban unas con otras y parecían contentas de volver a encontrarse. El señor —a quien le había brotado un silencio somnoliento— sintió placer en oír los sonidos de las copas y llamó al criado:
     —Dile a Walter que vaya al piano.
     En el momento en que yo entre al salón, él no debe hablarme. ¿El piano, está lejos de las vitrinas?
     —Sí señor, está en el otro extremo del salón.
     —Bueno, dile a Walter que se siente dándome la espalda, que empiece a tocar la primera obra del programa y que la repita sin interrupción hasta que yo le haga la seña de la luz.
     Su mujer le sonreía. Él fue a besarla y dejó unos instantes su cara congestionada junto a la mejilla de ella. Después se dirigió hacia la salita próxima al gran salón. Allí empezó a beber el café y a fumar; no iría a ver sus muñecas hasta no sentirse bastante aislado. Al principio puso atención a los ruidos de las máquinas y los sonidos del piano; le parecía que venían mezclados con agua, y él los oía como si tuviera puesta una escafandra. Por último se despertó y empezó a darse cuenta de que algunos de los ruidos deseaban insinuarle algo; como si alguien hiciera un llamado especial entre los ronquidos de muchas personas para despertar sólo a una de ellas. Pero cuando él ponía atención a esos ruidos, ellos huían como ratones asustados. Estuvo intrigado unos momentos y después decidió no hacer caso. De pronto se extrañó de no verse sentado en el sillón; se había levantado sin darse cuenta; recordó el instante, muy próximo, en que abrió la puerta, y en seguida se encontró con los pasos que daba ahora: lo llevaban a la primera vitrina. Allí encendió la luz de la escena y a través de la cortina verde vio una muñeca tirada en una cama. Corrió la cortina y subió al estrado —era más bien una tarima con ruedas de goma y baranda—; encima había un sillón y una mesita; desde allí dominaba mejor la escena. La muñeca estaba vestida de novia y sus ojos abiertos estaban colocados en dirección al techo. No se sabía si estaba muerta o si soñaba. Tenía los brazos abiertos; podía ser una actitud de desesperación o de abandono dichoso. Antes de abrir el cajón de la mesita y saber cuál era la leyenda de esta novia, él quería imaginar algo.
     Tal vez ella esperaba al novio, quien no llegaría nunca; la habría abandonado un instante antes del casamiento; o tal vez fuera viuda y recordara el día en que se casó; también podía haberse puesto ese traje con la ilusión de ser novia. Entonces abrió el cajón y leyó: «Un instante antes de casarse con el hombre a quien no ama, ella se encierra, piensa que ese traje era para casarse con el hombre a quien amó, y que ya no existe, y se envenena. Muere con los ojos abiertos y todavía nadie ha entrado a cerrárselos». Entonces el dueño de la casa negra pensó:
     «Realmente, era una novia divina». Y a los pocos instantes sintió placer en darse cuenta de que él vivía y ella no. Después abrió una puerta de vidrio y entró a la escena para mirar los detalles. Pero al mismo tiempo le pareció oír, entre el ruido de las máquinas y la música, una puerta cerrada con violencia; salió de la vitrina y vio, agarrado en la puerta que daba a la salita, un pedazo del vestido de su mujer; mientras se dirigía allí, en puntas de pie, pensó que ella lo espiaba; tal vez hubiera querido hacerle una broma; abrió rápidamente y el cuerpo de ella se le vino encima; él lo recibió en los brazos, pero le pareció muy liviano y en seguida reconoció a Hortensia, la muñeca parecida a su señora; al mismo tiempo su mujer, que estaba acurrucada detrás de un sillón, se puso de pie y le dijo:
     —Yo también quise prepararte una sorpresa; apenas tuve tiempo de ponerle mi vestido.
     Ella siguió conversando, pero él no la oía; aunque estaba pálido le agradecía, a su mujer, la sorpresa; no quería desanimarla, pues a él le gustaban las bromas que ella le daba con Hortensia. Sin embargo esta vez había sentido malestar. Entonces puso a Hortensia en brazos de su señora y le dijo que no quería hacer un intervalo demasiado largo. Después salió, cerró la puerta y fue en dirección hacia donde estaba Walter, pero se detuvo a mitad del camino y abrió otra puerta, la que daba a su escritorio; se encerró, sacó de un mueble un cuaderno y se dispuso a apuntar la broma que su señora le dio con Hortensia y la fecha correspondiente. Antes leyó la última nota. Decía: Julio 21.
     Hoy, María (su mujer se llamaba María Hortensia; pero le gustaba que la llamaran María: entonces, cuando su marido mandó hacer esa muñeca parecida a ella, decidieron tomar el nombre de Hortensia —como se toma un objeto arrumbado— para la muñeca) estaba asomada a un balcón que da al jardín; yo quise sorprenderla y cubrirle los ojos con las manos; pero antes de llegar al balcón, vi que era Hortensia. María me había visto ir al balcón, venía detrás de mí y me soltó una carcajada. Aunque ese cuaderno lo leía únicamente él, firmaba las notas; escribía su nombre, Horacio, con letras grandes y cargadas de tinta. La nota anterior a ésta, decía: Julio 18:
     Hoy abrí el ropero para descolgar mi traje y me encontré a Hortensia: tenía puesto mi frac y le quedaba graciosamente grande.
     Después de anotar la última sorpresa, Horacio se dirigió hacia la segunda vitrina; le hizo señas con una luz a Walter para que cambiara la obra del programa y empezó a correr la tarima. Durante el intervalo que hizo Walter, antes de empezar la segunda pieza, Horacio sintió más intensamente el latido de las máquinas; y cuando corrió la tarima le pareció que las ruedas hacían el ruido de un trueno lejano.
     En la segunda vitrina aparecía una muñeca sentada a una cabecera de la mesa. Tenía la cabeza levantada y las manos al costado del plato, donde había muchos cubiertos en fila. La actitud de ella y las manos sobre los cubiertos hacían pensar que estuviera ante un teclado. Horacio miró a Walter, lo vio inclinado ante el piano con las colas del frac caídas por detrás de la banqueta y le pareció un bicho de mal agüero. Después miró fijamente la muñeca y le pareció tener, como otras veces, la sensación de que ella se movía. No siempre estos movimientos se producían en seguida; ni él los esperaba cuando la muñeca estaba acostada o muerta; pero en esta última se produjeron demasiado pronto; él pensó que esto ocurría por la posición, tan incómoda, de la muñeca; ella se esforzaba demasiado por mirar hacia arriba; hacía movimientos oscilantes, apenas perceptibles; pero en un instante en que él sacó los ojos de la cara para mirarle las manos, ella bajó la cabeza de una manera bastante pronunciada; él, a su vez, volvió a levantar rápidamente los ojos hacia la cara de ella; pero la muñeca ya había reconquistado su fijeza. Entonces él empezó a imaginar su historia. Su vestido y los objetos que había en el comedor denunciaban un gran lujo pero los muebles eran toscos y las paredes de piedra. En la pared del fondo había una pequeña ventana y a espaldas de la muñeca una puerta baja y entreabierta como una sonrisa falsa. Aquella habitación será un presidio en un castillo, el piano hacía ruido de tormenta y en la ventana aparecía, a intervalos, un resplandor de relámpagos; entonces recordó que hacía unos instantes las ruedas de la tarima hicieron pensar en un trueno lejano; y esa coincidencia lo inquietó; además, antes de entrar al salón, había oído los ruidos que deseaban insinuarle algo.
     Pero volvió a la historia de la muñeca: tal vez ella, en aquel momento, rogara a Dios esperando una liberación próxima. Por último, Horacio abrió el cajón y leyó: «Vitrina segunda. Esta mujer espera, para pronto un niño. Ahora vive en un faro junto al mar; se ha alejado del mundo porque han criticado sus amores con un marino. A cada instante ella piensa»:
     «Quiero que mi hijo sea solitario y que sólo escuche al mar». Horacio pensó: «Esta muñeca ha encontrado su verdadera historia». Entonces se levantó, abrió la puerta de vidrio y miró lentamente los objetos; le pareció que estaba violando algo tan serio como la muerte; él prefería acercarse a la muñeca; quiso mirarla desde un lugar donde los ojos de ella se fijaran en los de él; y después de unos instantes se inclinó ante la desdichada y al besarla en la frente volvió a sentir una sensación de frescura tan agradable como en la cara de María.
     Apenas había separado los labios de la frente de ella vio que la muñeca se movía; él se quedó paralizado; ella empezó a irse para un lado cada vez más rápidamente, y cayó al costado de la silla; y junto con ella una cuchara y un tenedor. El piano seguía haciendo el ruido del mar; y seguía la luz en las ventanas y las máquinas. Él no quiso levantar la muñeca; salió precipitadamente de la vitrina, del salón, de la salita y al llegar al patio vio a Alex:
     —Dile a Walter que por hoy basta; y mañana avisa a los muchachos para que vengan a acomodar la muñeca de la segunda vitrina.
     En ese momento apareció María:
     —¿Qué ha pasado?
     —Nada, se cayó una muñeca, la del faro…
     —¿Cómo fue? ¿Se hizo algo?
     —Cuando yo entré a mirar los objetos debo haber tocado la mesa…
     —¡Ah! ¡Ya te estás poniendo nervioso!
     —No, me quedé muy contento con las escenas. ¿Y Hortensia? ¡Aquel vestido tuyo le quedaba muy bien!
     —Será mejor que te vayas a dormir, querido —contestó María.
     Pero se sentaron en un sofá. Él abrazó a su mujer y le pidió que por un minuto, y en silencio, dejara la mejilla de ella junto a la de él. Al instante de haber juntado las cabezas, apareció en la de él, el recuerdo de las muñecas que se habían caído: Hortensia y la del faro. Y ya sabía él lo que eso significaba: la muerte de María; tuvo miedo de que sus pensamientos pasaran a la cabeza de ella y empezó a besarla en los oídos.
     Cuando Horacio estuvo solo, de nuevo, en la oscuridad de su dormitorio, puso atención en el ruido de las máquinas y pensó en los presagios. Él era como un hilo enredado que interceptara los avisos de otros destinos y recibiera presagios equivocados; pero esta vez todas las señales se habían dirigido a él; los ruidos de las máquinas y los sonidos del piano habían escondido a otros ruidos que huían como ratones; después Hortensia, cayendo en sus brazos, cuando él abrió la puerta, y como si dijera: «Abrázame porque María morirá». Y era su propia mujer la que había preparado el aviso; y tan inocente como si mostrara una enfermedad que todavía ella misma no había descubierto. Más tarde, la muñeca muerta en la primera vitrina.
     Y antes de llegar a la segunda, y sin que los escenógrafos lo hubieran previsto, el ruido de la tarima como un trueno lejano, presagiando el mar y la mujer del faro. Por último ella se había desprendido de los labios de él, había caído, y lo mismo que María, no llegaría a tener ningún hijo. Después Walter, como un bicho de mal agüero, sacudiendo las colas del frac y picoteando el borde de su caja negra.
    

      II

     María no estaba enferma ni había por qué pensar que se iba a morir.
     Pero hacía mucho tiempo que él tenía miedo de quedarse sin ella y a cada momento se imaginaba cómo sería su desgracia cuando la sobreviviera. Fue entonces que se le ocurrió mandar a hacer la muñeca igual a María. Al principio la idea parecía haber fracasado. Él sentía por Hortensia la antipatía que podía provocar un sucedáneo. La piel era de cabritilla; habían tratado de imitar el color de María y de perfumarla con sus esencias habituales; pero cuando María le pedía a Horacio que le diera un beso a Hortensia, él se disponía a hacerlo pensando que iba a sentir gusto a cuero o que iba a besar un zapato. Pero al poco tiempo empezó a percibir algo inesperado en las relaciones de María con Hortensia. Una mañana él se dio cuenta de que María cantaba mientras vestía a Hortensia; y parecía una niña entretenida con una muñeca. Otra vez, él llegó a su casa al anochecer y encontró a María y a Hortensia sentadas a una mesa con un libro por delante; tuvo la impresión de que María enseñaba a leer a una hermana. Entonces él había dicho:
     —¡Debe ser un consuelo el poder confiar un secreto a una mujer tan silenciosa!
     —¿Qué quieres decir? —le preguntó María. Y en seguida se levantó de la mesa y se fue enojada para otro lado; pero Hortensia se había quedado sola, con los ojos en el libro y como si hubiera sido una amiga que guardara una discreción delicada. Esa misma noche, después de la cena y para que Horacio no se acercara a ella, María se había sentado en el sofá donde acostumbraban a estar los dos y había puesto a Hortensia al lado de ella. Entonces Horacio miró la cara de la muñeca y le volvió a parecer antipática; ella tenía una expresión de altivez fría y parecía vengarse de todo lo que él había pensado de su piel. Después Horacio había ido al salón. Al principio se paseó por delante de sus vitrinas; al rato abrió la gran tapa del piano, sacó la banqueta, puso una silla— (para poder recostarse) y empezó a hacer andar los dedos sobre el patio fresco de teclas blancas y negras. Le costaba combinar los sonidos y parecía un borracho que no pudiera coordinar las sílabas. Pero mientras tanto recordaba muchas de las cosas que sabía de las muñecas. Las había ido conociendo, casi sin querer; hasta hacía poco tiempo, Horacio conservaba la tienda que lo había ido enriqueciendo.
     Todos los días, después que los empleados se iban, a él le gustaba pasearse solo entre la penumbra de las salas y mirar las muñecas de las vidrieras iluminadas. Veía los vestidos una vez más, y deslizaba, sin querer, alguna mirada por las caras. Él observaba sus vidrieras desde uno de los lados, como un empresario que miraba sus actores mientras ellos representaran una comedia. Después empezó a encontrar, en las caras de las muñecas, expresiones parecidas a las de sus empleadas: algunas le inspiraban la misma desconfianza; y otras, la seguridad de que estaban contra él; había una, de nariz respingada, que parecía decir: «Y a mí qué me importa». Otra, a quien él miraba con admiración, tenía cara enigmática: así como le venía bien un vestido de verano o uno de invierno, también se le podía atribuir cualquier pensamiento; y ella, tan pronto parecía aceptarlo como rechazarlo. De cualquier manera, las muñecas tenían sus secretos; si bien el vidrierista sabía acomodarlas y sacar partido de las condiciones de cada una, ellas, a último momento, siempre agregaban algo por su cuenta. Fue entonces cuando Horacio empezó a pensar que las muñecas estaban llenas de presagios. Ellas recibían día y noche, cantidades inmensas de miradas codiciosas; y esas miradas hacían nidos e incubaban en el aire; a veces se posaban en las caras de las muñecas como las nubes que se detienen en los paisajes, y al cambiarles la luz confundían las expresiones; otras veces los presagios volaban hacia las caras de mujeres inocentes y las contagiaban de aquella primera codicia; entonces las muñecas parecían seres hipnotizados cumpliendo misiones desconocidas o prestándose a designios malvados. La noche del enojo con María, Horacio llegó a la conclusión de que Hortensia era una de esas muñecas sobre la que se podía pensar cualquier cosa; ella también podía trasmitir presagios o recibir avisos de otras muñecas.
     Era desde que Hortensia vivía en su casa que María estaba más celosa; cuando él había tenido diferencias para alguna empleada era en la cara de Hortensia que encontraba el conocimiento de los hechos y el reproche; y fue en esa misma época que María lo fastidió hasta conseguir que él abandonara la tienda. Pero las cosas no quedaron ahí: María sufría, después de las reuniones en que él la acompañaba, tales ataques de celos, que lo obligaron a abandonar, también, la costumbre de hacer visitas con ella.
     En la mañana que siguió al enojo, Horacio se reconcilió con las dos.
     Los malos pensamientos le llegaban con la noche y se le iban en la mañana. Como de costumbre, los tres se pasearon por el jardín. Horacio y María llevaban a Hortensia abrazada; y ella, con un vestido largo —para que no se supiera que era una mujer sin pasos— parecía una enferma querida.
     (Sin embargo, la gente de los alrededores había hecho una leyenda en la cual acusaban al matrimonio de haber dejado morir a una hermana de María para quedarse con su dinero; entonces habían decidido expiar su falta haciendo vivir con ellos a una muñeca que, siendo igual a la difunta, les recordara a cada instante el delito).
     Después de una temporada de felicidad, en la que María preparaba sorpresas con Hortensia y Horacio se apresuraba a apuntarlas en el cuaderno, apareció la noche de la segunda exposición y el presagio de la muerte de María. Horacio atinó a comprarle a su mujer muchos vestidos de tela fuerte —esos recuerdos de María debían durar mucho tiempo— y le pedía que se los probara a Hortensia. María estaba muy contenta y Horacio fingía estarlo, cuando se le ocurrió dar una cena —la idea partió, disimuladamente, de Horacio— a sus amigos más íntimos. Esa noche había tormenta, pero los convidados se sentaron a la mesa muy alegres; Horacio pensaba que esa cena le dejaría muchos recuerdos y trataba de provocar situaciones raras. Primero hacía girar en sus manos el cuchillo y el tenedor —imitaba a un cowboy con sus revólveres— y amenazó a una muchacha que tenía a su lado; ella, siguiendo la broma levantó los brazos; Horacio vio las axilas depiladas y le hizo cosquillas con el cuchillo. María no pudo resistir y le dijo:
     —¡Estás portándote como un chiquilín mal educado, Horacio!
     Él pidió disculpas a todos y pronto se renovó la alegría. Pero en el primer postre y mientras Horacio servía el vino de Francia, María miró hacia el lugar donde se extendía una mancha negra —Horacio vertía el vino fuera de la copa— y llevándose una mano al cuello quiso levantarse de la mesa y se desvaneció. La llevaron a su dormitorio y cuando se mejoró dijo que desde hacía algunos días no se sentía bien. Horacio mandó buscar el médico inmediatamente. Éste le dijo que su esposa debía cuidar sus nervios, pero que no tenía nada grave. María se levantó y despidió a sus convidados como si nada hubiera pasado. Pero cuando estuvieron solos, dijo a su marido:
     —Yo no podré resistir esta vida; en mis propias narices has hecho lo que has querido con esa muchacha…
     —Pero María…
     —Y no sólo derramaste el vino por mirarla. ¡Qué le habrás hecho en el patio para que ella te dijera: «Qué Horacio, éste»!
     —Pero querida, ella me dijo: ¿Qué hora es?
     Esa misma noche se reconciliaron y ella durmió con la mejilla junto a la de él. Después él separó se cabeza para pensar en la enfermedad de ella.
     Pero a la mañana siguiente le tocó el brazo y lo encontró frío. Se quedó quieto, con los ojos clavados en el techo y pasaron instantes crueles antes que pudiera gritar: «¡Alex!». En ese momento se abrió la puerta, apareció María y él se dio cuenta de que había tocado a Hortensia y que había sido María quien, mientras dormía, la había puesto a su lado.
     Después de mucho pensar resolvió llamar a Facundo —el fabricante de muñecas amigo de él— y buscar la manera de que, al acercarse a Hortensia, se creyera encontrar en ella, calor humano. Facundo le contestó:
     —Mira, hermano, eso es un poco difícil; el calor duraría el tiempo que dura el agua caliente en un porrón.
     —Bueno, no importa; haz como quieras pero no me digas el procedimiento.
     Además me gustaría que ella no fuera tan dura, que al tomarla se tuviera una sensación más agradable…
     —También es difícil. Imagínate que si le hundes un dedo le dejas el pozo.
     —Sí, pero de cualquier manera, podía ser más flexible; y te diré que no me asusta mucho el defecto de que me hablas.
     La tarde en que Facundo se llevó a Hortensia, Horacio y María estuvieron tristes.
     —¡Vaya a saber que le harán! —decía María.
     —Bueno querida, no hay que perder el sentido de la realidad. Hortensia era, simplemente, una muñeca.
     —¡Era! Quiere decir que ya la das por muerta. ¡Y, además eres tú el que habla del sentido de la realidad!
     —Quise consolarte…
     —¡Y crees que ese desprecio con que hablas de ella me consuela! Ella era más mía que tuya. Yo la vestía y le decía cosas que no le puedo decir a nadie. ¿Oyes? Y ella nos unía más de lo que tú puedes suponer. (Horacio tomó la dirección del escritorio).
     Bastantes gustos que te hice preparándote sorpresas con ella. ¡Qué necesidad tenías de «más calor humano»!
     María había subido la voz. Y en seguida se oyó el portazo con que Horacio se encerró en su escritorio. Lo de calor humano, dicho por María, no sólo lo dejaba en ridículo sino que le quitaba la ilusión en lo que esperaba de Hortensia, cuando volviera. Casi en seguida se le ocurrió salir a la calle. Cuando volvió a su casa, María no estaba; y cuando ella volvió los dos disimularon, por un rato, un placer de encontrarse bastante inesperado. Esa noche él no vio sus muñecas. Al día siguiente, por la mañana, estuvo ocupado: después del almuerzo paseó con María por el jardín; los dos tenían la idea de que la falta de Hortensia era algo provisorio y que no debían exagerar las cosas; Horacio pensó que era más sencillo y natural, mientras caminaban, que él abrazara sólo a María. Los dos se sintieron livianos, alegres, y volvieron a salir. Pero ese mismo día, antes de cenar, él fue a buscar a su mujer al dormitorio y le extrañó el encontrarse, simplemente, con ella. Por un instante él se había olvidado que Hortensia no estaba; y esta vez, la falta de ella le produjo un malestar raro. María podía ser, como antes, una mujer sin muñeca; pero ahora él no podía admitir la idea de María sin Hortensia; aquella resignación de toda la cara y de María ante el vacío de la muñeca, tenía algo de locura.
     Además, María iba de un lado para otro del dormitorio y parecía que en esos momentos no pensaba en Hortensia; y en la cara de María se veía la inocencia de un loco que se ha olvidado de vestirse y anda desnudo. Después fueron al comedor y él empezó a tomar el vino de Francia. Miró varias veces a María en silencio y por fin creyó encontrar en ella la idea de Hortensia. Entonces él pensó en lo que era la una para la otra. Siempre que él pensaba en María, la recordaba junto a Hortensia y preocupándose de su arreglo, de cómo la iba a sentar y de que no se cayera; y con respecto a él, de las sorpresas que le preparaba.
     Si María no tocaba el piano —como la amante de Facundo— en cambio tenía a Hortensia y por medio de ella desarrollaba su personalidad de una manera original. Descontarle Hortensia a María era como descontarle el arte a un artista. Hortensia no sólo era una manera de ser de María sino que era su rasgo más encantador; y él se preguntaba cómo había podido amar a María cuando ella no tenía a Hortensia.
     Tal vez en aquella época la expresara en otros hechos o de otra manera. Pero hacía un rato, cuando él fue a buscar a María y se encontró, simplemente con María, ella le había parecido de una insignificancia inquietante.
     Además —Horacio seguía tomando vino de Francia— Hortensia era un obstáculo extraño; y él podía decir que algunas veces tropezaba en Hortensia para caer en María.
     Después de cenar Horacio besó la mejilla fresca de María y fue a ver sus vitrinas. En una de ellas era carnaval. Dos muñecas, una morocha y otra rubia, estaban disfrazadas de manolas con el antifaz puesto y recostadas a una baranda de columnas de mármol. A la izquierda había una escalinata; y sobre los escalones, serpentinas, caretas, antifaces y algunos objetos caídos como al descuido. La escena estaba en penumbra; y de pronto Horacio creyó reconocer, en la muñeca morocha, a Hortensia. Podría haber ocurrido que María la hubiera mandado buscar a lo de Facundo y haber preparado esta sorpresa. Antes de seguir mirando Horacio abrió la puerta de vidrio, subió a la escalinata y se acercó a las muñecas. Antes de levantarles el antifaz vio que la morocha era más alta que Hortensia y que no se parecía a ella. Al bajar la escalinata pisó una careta; después la recogió y la tiró detrás de la baranda.
     Este gesto suyo le dio un sentido material de los objetos que lo rodeaban y se encontró desilusionado. Fue a la tarima y oyó con disgusto el ruido de las máquinas separado de los sonidos del piano. Pero pasados unos instantes miró las muñecas y se le ocurrió que aquellas eran dos mujeres que amaban al mismo hombre. Entonces abrió el cajón y se enteró de la leyenda:
     «La mujer rubia tiene novio. Él, hace algún tiempo, ha descubierto que en realidad ama a la amiga de su novia, la morocha, y se declara. La morocha también lo ama; pero lo oculta y trata de disuadir al novio de su amiga. Él insiste; y en la noche de carnaval él confiesa a su novia el amor por la morocha. Ahora es el primer instante en que las amigas se encuentran y las dos saben la verdad. Todavía no se han hablado y permanecen largo rato disfrazadas y silenciosas». Por fin Horacio había acertado con una leyenda: las dos amigas aman al mismo hombre: pero en seguida pensó que la coincidencia de haber acertado significaba un presagio o un aviso de algo que ya estaba pasando: él como novio de las dos muñecas, ¿no estaría enamorado de Hortensia? Esta sospecha lo hizo revolotear alrededor de su muñeca y posarse sobre estas preguntas: ¿Qué tenía Hortensia para que él se hubiera enamorado de ella? ¿Él sentiría por las muñecas una admiración puramente artística? ¿Hortensia, sería, simplemente un consuelo para cuando él perdiera a su mujer?, y ¿se prestaría siempre a una confusión que favorecería a María? Era absolutamente necesario que él volviera a pensar en la personalidad de las muñecas. No quiso entregarse a estas reflexiones en el mismo dormitorio en que estaría su mujer. Llamó a Alex, hizo despedir a Walter y quedó solo con el ruido de las máquinas; antes pidió al criado una botella de vino de Francia. Después se empezó a pasear, fumando a lo largo del salón. Cuando llegaba a la tarima tomaba un poco de vino; y en seguida reanudaba el paseo reflexionando: «Si hay espíritus que frecuentan las casas vacías ¿por qué no pueden frecuentar los cuerpos de las muñecas?». Entonces pensó en castillos abandonados, donde los muebles y los objetos, unidos bajo telas espesas, duermen un miedo pesado: sólo están despiertos los fantasmas y los espíritus que se entienden con el vuelo de los murciélagos y los ruidos que vienen de los pantanos… En este instante puso atención en el ruido de las máquinas y la copa se le cayó de las manos. Tenía la cabeza erizada. Creyó comprender que las almas sin cuerpo atrapaban esos ruidos que andaban sueltos por el mundo, que se expresaban por medio de ellos y que el alma que habitaba el cuerpo de Hortensia se entendía con las máquinas. Quiso suspender estas ideas y puso atención en los escalofríos que recorrían su cuerpo. Se dejó caer en el sillón y no tuvo más remedio que seguir pensando en Hortensia: con razón en una noche de luna, habían ocurrido cosas tan inexplicables. Estaban en el jardín y de pronto él quiso correr a su mujer; ella reía y fue a esconderse detrás de Hortensia —bien se dio cuenta él de que eso no era lo mismo que esconderse detrás de un árbol— y cuando él fue a besar a María por encima del hombro de Hortensia, recibió un formidable pinchazo. En seguida oyó con violencia, el ruido de las máquinas: sin duda ellas le anunciaban que él no debía besar a María por encima de Hortensia. María no se explicaba cómo había podido dejar una aguja en el vestido de la muñeca. Y él, había sido tan tonto como para creer que Hortensia era un adorno para María, cuando en realidad las dos trataban de adornarse mutuamente.
     Después volvió a pensar en los ruidos. Desde hacía mucho tiempo él creía que, tanto los ruidos como los sonidos tenían vida propia y pertenecían a distintas familias. Los ruidos de las máquinas eran una familia noble y tal vez por eso Hortensia los había elegido para expresar un amor constante. Esa noche telefoneó a Facundo y le preguntó por Hortensia. Su amigo le dijo que la enviaría muy pronto y que las muchachas del taller habían inventado un procedimiento… Aquí Horacio lo había interrumpido diciéndole que deseaba ignorar los secretos del taller. Y después de colgar el tubo sintió un placer muy escondido al pensar que serían muchachas las que pondrían algo de ellas en Hortensia.
     Al otro día María lo esperó para almorzar, abrazando a Hortensia por el talle. Después de besar a su mujer, Horacio tomó la muñeca en sus brazos y la blancura y el calor de su cuerpo le dieron, por un instante, la felicidad que esperaba; pero cuando puso sus labios en los de Hortensia le pareció que besaba a una persona que tuviera fiebre. Sin embargo, al poco rato ya se había acostumbrado a ese calor y se sintió reconfortado.
     Esa misma noche, mientras cenaba, pensó: ¿necesariamente la trasmigración de las almas se ha de producir sólo entre personas y animales? ¿Acaso no ha habido moribundos que han entregado el alma, con sus propias manos a un objeto querido? Además, ¿puede no haber sido por error que un espíritu se haya escondido en una muñeca que se parezca a una bella mujer?
     ¿Y no podría haber ocurrido que un alma, deseosa de volver a habitar un cuerpo, haya guiado las manos del que fabrica una muñeca? Cuando alguien persigue una idea propia, ¿no se sorprende al encontrarse con algo que no esperaba y como si otro le hubiera ayudado? Después pensó en Hortensia y se preguntó: ¿De quién será el espíritu que vive en el cuerpo de ella?
     Esa noche María estaba de mal humor.
     Había estado rezongando a Hortensia, mientras la vestía, porque no se quedaba quieta: se le venía hacia adelante; y ahora, con el agua, estaba más pesada. Horacio pensó en las relaciones de María y Hortensia y en los extraños matices de enemistad que había visto entre mujeres verdaderamente amigas y que no podían pasarse la una sin la otra. Al mismo tiempo recordó que eso ocurre muy a menudo entre madre e hija… Pocos instantes después levantó la cabeza del plato y preguntó a su mujer:
     —Dime una cosa, María, ¿cómo era tu mamá?
     —¿Y ahora a qué viene esa pregunta? ¿Deseas saber los defectos que he heredado de ella?
     —¡Oh!, querida, ¡en absoluto!
     Esto fue dicho de manera que tranquilizó a María. Entonces ella dijo:
     —Mira, era completamente distinta a mí, tenía una tranquilidad pasmosa; era capaz de pasarse horas en una silla sin moverse y con los ojos en el vacío.
     «Perfecto», se dijo Horacio para sí. Y después de servirse una copa de vino, pensó: no sería muy grato, sin embargo que yo entrara en amores con el espíritu de mi suegra en el cuerpo de Hortensia.
     —¿Y qué concepto tenía ella del amor?
     —¿Encuentras que el mío no te conviene?
     —¡Pero María, por favor!
     —Ella no tenía ninguno. Y gracias a eso pudo casarse con mi padre cuando mis abuelos se lo pidieron; él tenía fortuna; y ella fue una gran compañera para él.
     Horacio pensó: «Más vale así; ya que no tengo que preocuparme más de eso». A pesar de estar en primavera, esa noche hizo frío; María puso el agua caliente a Hortensia, la vistió con un camisón de seda y la acostó con ellos como si fuera un porrón. Horacio, antes de entrar al sueño tuvo la sensación de estar hundido en un lago tibio; las piernas de los tres le parecían raíces enredadas de árboles próximos: se confundían entre el agua y él tenía pereza de averiguar cuáles eran las suyas.
     
    

      III

     Horacio y María empezaron a preparar una fiesta para Hortensia. Cumpliría dos años. A Horacio se le había ocurrido presentarla en un triciclo; le decía a María que él lo había visto en el día dedicado a la locomoción y que tenía la seguridad de conseguirlo. No le dijo que, hacía muchos años, él había visto una película en que un novio raptaba a su novia en un triciclo y que ese recuerdo lo impulsó a utilizar ese procedimiento con Hortensia. Los ensayos tuvieron éxito. Al principio a Horacio le costaba poner el triciclo en marcha; pero apenas lograba mover la gran rueda de delante, el aparato volaba. El día de la fiesta el «buffet» estuvo abierto desde el primer instante; el murmullo aumentaba rápidamente y se confundían las exclamaciones que salían de las gargantas de las personas y del cuello de las botellas. Cuando Horacio fue a presentar a Hortensia sonó en el gran patio, una campanilla de colegio y los convidados fueron hacia allí con sus copas. Por un largo corredor alfombrado vieron venir a Horacio luchando con la gran rueda de su triciclo. Al principio el vehículo se veía poco; y de Hortensia que venía detrás de Horacio, sólo se veía el gran vestido blanco; Horacio parecía venir en el aire y traído por una nube. Hortensia se apoyaba en el eje que unía las pequeñas ruedas traseras y tenía los brazos estirados hacia adelante y las manos metidas en los bolsillos del pantalón de Horacio. El triciclo se detuvo en el centro del patio y Horacio, mientras recibía los aplausos y las aclamaciones, acariciaba, con una mano, el cabello de Hortensia. Después volvió a pedalear con fuerza el aparato; y cuando se fueron de nuevo por el corredor de las alfombras y el triciclo tomó velocidad, todos lo miraron un instante en silencio y tuvieron la idea de un vuelo. En vista del éxito, Horacio volvió de nuevo en dirección al patio: ya habían empezado otra vez los aplausos y las risas; pero apenas desembocaron en el patio al triciclo se le salió una rueda y cayó de costado. Hubo gritos, pero cuando vieron que Horacio no se había lastimado, empezaron otra vez las risas y los aplausos. Horacio cayó encima de Hortensia, con los pies para arriba y haciendo movimientos de insecto. Los concurrentes reían hasta las lágrimas; Facundo, casi sin poder hablar, le decía:
     —¡Hermano, parecías un juguete de cuerda que se da vuelta patas arriba y sigue andando!
     En seguida todos volvieron al comedor. Los muchachos que trabajaban en las escenas de las vitrinas habían rodeado a Horacio y le pedían que les prestara a Hortensia y el triciclo para componer una leyenda. Horacio se negaba pero estaba muy contento y los invitó a ir a la sala de las vitrinas a tomar vino de Francia.
     —Si usted nos dijera lo que siente, cuando está frente a una escena —le dijo uno de los muchachos— creo que enriquecería nuestras experiencias.
     Horacio se había empezado a hamacar en los pies, miraba los zapatos de sus amigos y al fin se decidió a decirles:
     —Eso es muy difícil… pero lo intentaré. Mientras busco la manera de expresarme, les rogaría que no me hicieran ninguna pregunta más y que se conformen con lo que les pueda comunicar.
     —Entendido —dijo uno, un poco sordo, poniéndose una mano detrás de la oreja.
     Todavía Horacio se tomó unos instantes más; juntaba y separaba las manos abiertas; y después para que se quedaran quietas, cruzó los brazos y empezó:
     —Cuando yo miro una escena… —aquí se detuvo y en seguida reanudó el discurso con una digresión—: (El hecho de ver las muñecas en vitrinas es muy importante por el vidrio; eso les da cierta cualidad de recuerdo; antes, cuando podía ver espejos —ahora me hacen mal, pero sería muy largo de explicar el porqué— me gustaba ver las habitaciones que aparecían en los espejos). Cuando miro una escena me parece que descubro un recuerdo que ha tenido una mujer en un momento importante de su vida; es algo así —perdonen la manera de decirlo— como si le abriera una rendija en la cabeza. Entonces me quedo con ese recuerdo como si le robara una prenda íntima; con ella imagino y deduzco muchas cosas y hasta podría decir que al revisarla tengo la impresión de violar algo sagrado; además, me parece que ése es un recuerdo que ha quedado en una persona muerta; yo tengo la ilusión de extraerlo de un cadáver; y hasta espero que el recuerdo se mueva un poco…
     Aquí se detuvo; no se animó a decirles que él había sorprendido muchos movimientos raros…
     Los muchachos también guardaron silencio, a uno se le ocurrió tomarse todo el vino que le quedaba en la copa y los demás lo imitaron. Al rato otro preguntó:
     —Díganos algo, en otro orden, de sus gustos personales, por ejemplo.
     —¡Ah! —contestó Horacio—, no creo que por ahí haya algo que pueda servirles para las escenas. Me gusta, por ejemplo, caminar por un piso de madera donde haya azúcar derramada.
     Ese pequeño ruido…
     En ese instante vino María para invitarlos a dar una vuelta por el jardín; ya era noche oscura y cada uno llevaría una pequeña antorcha. María dio el brazo a Horacio; ellos iniciaban la marcha y pedían a los demás que fueran, también en parejas. Antes de salir, por la puerta que daba al jardín, cada uno tomaba la pequeña antorcha de una mesa y la encendía en una fuente de llamas que había en otra mesa. Al ver el resplandor de las antorchas, los vecinos se habían asomado al cerco bajo del jardín y sus caras aparecían entre los árboles como frutas sospechosas. De pronto María cruzó un cantero, y encendió luces instaladas en un árbol muy grande, y apareció, en lo alto de la copa, Hortensia. Era una sorpresa de María para Horacio. Los concurrentes hacían exclamaciones y vivas. Hortensia tenía un abanico blanco abierto sobre el pecho y detrás del abanico una luz que le daba reflejos de candilejas.
     Horacio le dio un beso a María y le agradeció la sorpresa; después mientras los demás se divertían, Horacio se dio cuenta de que Hortensia miraba hacia el camino por donde él venía siempre. Cuando pasaron por el cerco bajo, María oyó que alguien entre los vecinos, gritó a otros que venían lejos: «Apúrense, que apareció la difunta en un árbol». Trataron de volver pronto al interior de la casa y se brindó por la sorpresa de Hortensia.
     María ordenó a las mellizas —dos criadas hermanas— que la bajaran del árbol y le pusieran el agua caliente.
     Ya habría transcurrido una hora después de la vuelta del jardín, cuando María empezó a buscar a Horacio; lo encontró de nuevo con los muchachos en el salón de las vitrinas. Ella estaba pálida y todos se dieron cuenta de que ocurría algo grave. María pidió permiso a los muchachos y se llevó a Horacio al dormitorio. Allí estaba Hortensia con un cuchillo clavado debajo de un seno y de la herida brotaba agua; tenía el vestido mojado y el agua ya había llegado al piso. Ella, como de costumbre, estaba sentada en su silla con los grandes ojos abiertos; pero María le tocó un brazo y notó que se estaba enfriando.
     —¿Quién puede haberse atrevido a llegar hasta aquí y hacer esto? —preguntaba María recostándose al pecho de su marido en una crisis de lágrimas.
     Al poco rato se le pasó y se sentó en una silla a pensar en lo que haría.
     Después dijo:
     —Voy a llamar a la policía.
     —¿Pero estás loca? —le contestó Horacio—. ¿Vamos a ofender así a todos nuestros invitados por lo que haya hecho uno? ¿Y vas a llamar a la policía para decirles que le han pegado una puñalada a una muñeca y que le sale agua? La dignidad exige que no digamos nada; es necesario saber perder.
     La daremos de nuevo a Facundo para que la componga y asunto terminado.
     —Yo no me resigno —decía María—, llamaré a un detective particular.
     Que nadie la toque; en el mango del cuchillo deben estar las impresiones digitales.
     Horacio trató de calmarla y le pidió que fuera a atender a sus invitados. Convinieron en encerrar la muñeca con llave, conforme estaba. Pero Horacio, apenas salió María, sacó el pañuelo del bolsillo, lo empapó en agua fuerte y lo pasó por el mango del cuchillo.
     
     

      IV

     Horacio logró convencer a María de que lo mejor sería pasar en silencio la puñalada a Hortensia. El día que Facundo la vino a buscar, traía a Luisa, su amante. Ella y María fueron al comedor y se pusieron a conversar como si abrieran las puertas de dos jaulas, una frente a la otra y entreveraran los pájaros; ya estaban acostumbradas a conversar y escucharse al mismo tiempo. Horacio y Facundo se encerraron en el escritorio; ellos hablaron en voz baja, uno por vez y como si bebieran, por turno, en un mismo jarro. Horacio decía:
     —Fui yo quien le dio la puñalada: era un pretexto para mandarla a tu casa sin que se supiera, exactamente, con qué fin.
     Después los dos amigos se habían quedado silenciosos y con la cabeza baja. María tenía curiosidad por saber lo que conversaban los hombres; dejó un instante a Luisa y fue a escuchar a la puerta del escritorio.
     Creyó reconocer la voz de su marido, pero hablaba como un afónico y no se le entendía nada. (En ese momento Horacio, siempre con la cabeza baja, le decía a Facundo: «Será una locura; pero yo sé de escultores que se han enamorado de sus estatuas»). Al rato María pasó de nuevo por allí; pero sólo oyó decir a su marido la palabra «posible»; y después, a Facundo, la misma palabra. (En realidad, Horacio había dicho: «Eso tiene que ser posible». Y Facundo le había contestado«: »Yo haré todo lo posible").
     Una tarde María se dio cuenta de que Horacio estaba raro. Tan pronto la miraba con amable insistencia como separaba bruscamente su cabeza de la de ella y se quedaba preocupado. En una de las veces que él cruzó el patio, ella lo llamó, fue a su encuentro y pasándole los brazos por el cuello, le dijo:
     —Horacio, tú no me podrás engañar nunca; yo sé lo que te pasa.
     —¿Qué? —contestó él abriendo ojos de loco.
     —Estás así por Hortensia.
     Él se quedó pálido:
     —Pero no, María; estás en un grave error.
     Le extrañó que ella no se riera ante el tono en que le salieron esas palabras.
     —Sí… querido… ya ella es como hija nuestra, seguía diciendo María.
     Él dejó por un rato, los ojos sobre la cara de su mujer y tuvo tiempo de pensar muchas cosas; miraba todos sus rasgos como si repasara los rincones de un lugar a donde había ido todos los días durante una vida de felicidad; y por último se desprendió de María y fue a sentarse a la salita y a pensar en lo que acababa de pasar.
     Al principio, cuando creyó que su mujer había descubierto su entendimiento con Hortensia, tuvo la idea de que lo perdonaría; pero al mirar su sonrisa comprendió el inmenso disparate que sería suponer a María enterada de semejante pecado y perdonándolo. Su cara tenía la tranquilidad de algunos paisajes; en una mejilla había un poco de luz dorada del fin de la tarde y en un pedazo de la otra se extendía la sombra de la pequeña montaña que hacía su nariz. Él pensó en todo lo bueno que quedaba en la inocencia del mundo y en la costumbre del amor; y recordó la ternura con que reconocía la cara de su mujer cada vez que él volvía de las aventuras con sus muñecas. Pero dentro de algún tiempo, cuando su mujer supiera que él no sólo no tenía por Hortensia el cariño de un padre sino que quería hacer de ella una amante, cuando María supiera todo el cuidado que él había puesto en organizar su traición, entonces, todos los lugares de la cara de ella serían destrozados: María no podría comprender todo el mal que había encontrado en el mundo y en la costumbre del amor; ella no conocería a su marido y el horror la trastornaría.
     Horacio se había quedado mirando una mancha de sol que tenía en la manga del saco; al retirar la manga la mancha había pasado al vestido de María como si se hubiera contagiado; y cuando se separó de ella y empezó a caminar hacia la salita, sus órganos parecían estar revueltos, caídos y pesando insoportablemente. Al sentarse en una pequeña banqueta de la salita, pensó que no era digno de ser recibido por la blandura de un mueble familiar y se sintió tan incómodo como si se hubiera echado encima de una criatura.
     Él también era desconocido de sí mismo y recibía una desilusión muy grande al descubrir la materia de que estaba hecho. Después fue a su dormitorio, se acostó tapándose hasta la cabeza y contra lo que hubiera creído, se durmió en seguida.
     María habló por teléfono a Facundo:
     —Escuche, Facundo, apúrese a traer a Hortensia porque si no Horacio se va a enfermar.
     —Le voy a decir una cosa, María; la puñalada ha interesado vías muy importantes de la circulación del agua; no se puede andar ligero: pero haré lo posible para llevársela cuanto antes.
     Al poco rato Horacio se despertó; un ojo le había quedado frente a un pequeño barranco que hacían las cobijas y vio a lo lejos, en la pared el retrato de sus padres: ellos habían muerto, de una peste, cuando él era niño; ahora él pensaba que lo habían estafado; él era como un cofre en el cual en vez de fortuna, habían dejado yuyos ruines; y ellos, sus padres, eran como dos bandidos que se hubieran ido antes que él fuera grande y se descubriera el fraude. Pero en seguida estos pensamientos le parecieron monstruosos. Después fue a la mesa y trató de estar bien ante María. Ella le dijo:
     —Avisé a Facundo para que trajera pronto a Hortensia.
     ¡Si ella supiera, se dijo Horacio, que contribuye, apurando el momento de traer a Hortensia, a un placer mío que será mi traición y su locura! Él daba vuelta la cara de un lado para otro de la mesa sin ver nada y como un caballo que busca la salida con la cabeza.
     —¿Falta algo? —preguntó María.
     —No, aquí está —dijo él tomando la mostaza.
     María pensó que si no la veía, estando tan cerca, era porque él se sentía mal.
     Al final se levantó, fue hacia su mujer y se empezó a inclinar lentamente, hasta que sus labios tocaron la mejilla de ella; parecía que el beso hubiera descendido en paracaídas sobre una planicie donde todavía existía la felicidad.
     Esa noche, en la primera vitrina, había una muñeca sentada en el césped de un jardín; estaba rodeada de grandes esponjas, pero la actitud de ella era la de estar entre flores. Horacio no tenía ganas de pensar en el destino de esa muñeca y abrió el cajoncito donde estaban las leyendas: «Esta mujer es una enferma mental; no se ha podido averiguar por qué ama las esponjas». Horacio dijo para sí: «Pues yo les pago para que averigüen». Y al rato pensó con acritud: «Esas esponjas deben simbolizar la necesidad de lavar muchas culpas». A la mañana siguiente se despertó con el cuerpo arrollado y recordó quién era él, ahora. Su nombre y apellido le parecieron diferentes y los imaginó escritos en un cheque sin fondos. Su cuerpo estaba triste; ya le había ocurrido algo parecido, una vez que un médico le había dicho que tenía sangre débil y un corazón chico. Sin embargo aquella tristeza se le había pasado.
     Ahora estiró las piernas y pensó:
     «Antes, cuando yo era joven, tenía más vitalidad para defenderme de los remordimientos: me importaba mucho menos el mal que pudiera hacer a los demás. ¿Ahora tendré la debilidad de los años? No, debe ser un desarrollo tardío de los sentimientos y de la vergüenza». Se levantó muy aliviado; pero sabía que los remordimientos serían como nubes empujadas hacia algún lugar del horizonte y que volverían con la noche.
    

     V

     Unos días antes que trajeran a Hortensia, María sacaba a pasear a Horacio; quería distraerlo; pero al mismo tiempo pensaba que él estaba triste porque ella no podía tener una hija de verdad. La tarde que trajeron a Hortensia, Horacio no estuvo muy cariñoso con ella y María volvió a pensar que la tristeza de Horacio no era por Hortensia; pero un momento antes de cenar ella vio que Horacio tenía, ante Hortensia, una emoción contenida y se quedó tranquila. Él, antes de ir a ver a sus muñecas, le fue a dar un beso a María; la miraba de cerca, con los ojos muy abiertos y como si quisiera estar seguro de que no había nada raro escondido en ningún lugar de su cara. Ya habían pasado unos cuantos días sin que Horacio se hubiera quedado solo con Hortensia.
     Y después María recordaría para siempre la tarde en que ella, un momento antes de salir y a pesar de no hacer mucho frío, puso el agua caliente a Hortensia y la acostó con Horacio para que él durmiera confortablemente la siesta. Esa misma noche él miraba los rincones de la cara de María seguro de que pronto serían enemigos; a cada instante él hacía movimientos y pasos más cortos que de costumbre y como si se preparara para recibir el indicio de que María había descubierto todo. Eso ocurrió una mañana. Hacía mucho tiempo, una vez que María se quejaba de la barba de Alex, Horacio le había dicho:
     —¡Peor estuviste tú al elegir como criadas a dos mellizas tan parecidas!
     Y María le había contestado:
     —¿Tienes algo particular que decirle a alguna de ellas? ¿Has tenido alguna confusión lamentable?
     —Sí, una vez te llamé a ti y vino la que tiene el honor de llamarse como tú.
     Entonces María dio orden a las mellizas de no venir a la planta baja a las horas en que el señor estuviera en casa. Pero una vez que una de ellas huía para no dejarse ver por Horacio, él la corrió creyendo que era una extraña y tropezó con su mujer. Después de eso María las hacía venir nada más que algunas horas en la mañana y no dejaba de vigilarlas. El día en que se descubrió todo, María había sorprendido a las mellizas levantándole el camisón a Hortensia en momentos en que no debían ponerle agua caliente ni vestirla. Cuando ellas abandonaron el dormitorio, entró María. Y al rato las mellizas vieron a la dueña de la casa cruzando el patio, muy apurada, en dirección a la cocina.
     Después había pasado de vuelta con el cuchillo grande de picar carne; y cuando ellas, asustadas la siguieron para ver lo que ocurría, María les había dado con la puerta en la cara.
     Las mellizas se vieron obligadas a mirar por la cerradura; pero como María había quedado de espalda tuvieron que ir a ver por otra puerta. María puso a Hortensia encima de una mesa, como si fuera a operar y le daba puñaladas cortas y seguidas; estaba desgreñada y le había saltado a la cara un chorro de agua; de un hombro de Hortensia brotaban otros dos, muy finos, y se cruzaban entre sí como en la fuente del jardín; y del vientre salían borbotones que movían un pedazo desgarrado del camisón. Una de las mellizas se había hincado en un almohadón, se tapaba un ojo con la mano y con el otro miraba sin pestañear junto a la cerradura; por allí venía un poco de aire y la hacía lagrimear; entonces cedía el lugar a su hermana. De los ojos de María también salían lágrimas; al fin dejó el cuchillo encima de Hortensia, se fue a sentar a un sillón y a llorar con las manos en la cara. Las mellizas no tuvieron más interés en mirar por la cerradura y se fueron a la cocina. Pero al rato la señora las llamó para que ayudaran a arreglar las valijas. María se propuso soportar la situación con la dignidad de una reina desgraciada. Dispuesta a castigar a Horacio y pensando en las actitudes que tomaría ante sus ojos, dijo a las mellizas que si venía el señor le dijeran que ella no lo podía recibir. Empezó a arreglar todo para un largo viaje y regaló algunos vestidos a las mellizas; y al final, cuando María se iba en el auto de la casa, las mellizas, en el jardín, se entregaron con fruición a la pena de su señora; pero al entrar de nuevo a la casa y ver los vestidos regalados se pusieron muy contentas: corrieron las cortinas de los espejos —estaban tapados para evitarle a Horacio la mala impresión de mirarse en ellos— y se acercaron los vestidos al cuerpo para contemplar el efecto. Una de ellas vio por el espejo el cuerpo mutilado de Hortensia y dijo: «Qué tipo sinvergüenza». Se refería a Horacio. Él, había aparecido en una de las puertas y pensaba en la manera de preguntarles qué estaban haciendo con esos vestidos frente a los espejos desnudos. Pero de pronto vio el cuerpo de Hortensia sobre la mesa, con el camisón desgarrado y se dirigió hacia allí. Las mellizas iniciaron la huida. Él las detuvo:
     —¿Dónde está la señora?
     La que había dicho «qué tipo sinvergüenza» lo miró de frente y contestó:
     —Nos dijo que haría un largo viaje y nos regaló estos vestidos.
     Él les hizo señas para que se fueran y le vinieron a la cabeza estas palabras: «La cosa ya ha pasado».
     Miró de nuevo el cuerpo de Hortensia: todavía tenía en el vientre el cuchillo de picar carne. Él no sentía mucha pena y por un instante se le ocurrió que aquel cuerpo podía arreglarse; pero en seguida se imaginó el cuerpo caído con puntadas y recordó un caballo agujereado que había tenido en la infancia: la madre le había dicho que le iba a poner un remiendo; pero él se sentía desilusionado y prefirió tirarlo.
     Horacio desde el primer momento tuvo la seguridad de que María volvería y se dijo para sí: «Debo esperar los acontecimientos con la mayor calma posible». Además él volvería a ser, como en sus mejores tiempos, un atrevido fuerte. Recordó lo que le había ocurrido esa mañana y pensó que también traicionaría a Hortensia. Hacía poco rato, Facundo le había mostrado otra muñeca; era una rubia divina y ya tenía su historia: Facundo había hecho correr la noticia de que existía, en un país del norte, un fabricante de esas muñecas; se habían conseguido los planos y los primeros ensayos habían tenido éxito. Entonces recibió, a los pocos días, la visita de un hombre tímido; traía unos ojos grandes embolsados en párpados que apenas podía levantar, y pedía datos concretos. Facundo, mientras buscaba fotografías de muñecas, le iba diciendo: «El nombre genérico de ellas es el de  Hortensia ; pero después el que ha de ser su dueño, le pone el nombre que ella le inspire íntimamente. Éstos son los únicos modelos de Hortensias que vinieron con los planos». Le mostró sólo tres y el hombre tímido se comprometió, casi irreflexivamente, con una de ellas y le hizo el encargo con dinero en la mano. Facundo pidió un precio subido y el comprador movió varias veces los párpados; pero después sacó una estilográfica en forma de submarino y firmó el compromiso. Horacio vio la rubia terminada y le pidió a Facundo que no la entregara todavía; y su amigo aceptó porque ya tenía otras empezadas. Horacio pensó, en el primer instante, ponerle un apartamento; pero ahora se le ocurría otra cosa; la traería a su casa y la pondría en la vitrina de las que esperaban colocación. Después que todos se acostaran él la llevaría al dormitorio; y antes que se levantaran la colocaría de nuevo en la vitrina. Por otra parte él esperaba que María no volvería a su casa en altas horas de la noche. Apenas Facundo había puesto la nueva muñeca a disposición de su amigo, Horacio se sintió poseído por una buena suerte que no había tenido desde la adolescencia. Alguien lo protegía, puesto que él había llegado a su casa después que todo había pasado. Además él podría dominar los acontecimientos con el impulso de un hombre joven. Si había abandonado una muñeca por otra, ahora él no se podía detener a sentir pena por el cuerpo mutilado de Hortensia. La vuelta de María era segura porque a él ya no se le importaba nada de ella; y debía ser María quien se ocupara del cuerpo de Hortensia.
     De pronto Horacio empezó a caminar como un ladrón, junto a la pared; llegó al costado de un ropero, corrió la cortina que debía cubrir el espejo y después hizo lo mismo con el otro ropero. Ya hacía mucho tiempo que había hecho poner esas cortinas. María siempre había tenido cuidado de que él no se encontrara con un espejo descubierto: antes de vestirse cerraba el dormitorio y antes de abrirlo cubría los espejos. Entonces sintió fastidio de pensar que las mellizas, no sólo se ponían vestidos que él había regalado a su esposa, sino que habían dejado los espejos libres. No era que a él no le gustara ver las cosas en los espejos; pero el color oscuro de su cara le hacía pensar en unos muñecos de cera que había visto en un museo la tarde que asesinaron a un comerciante; en el museo también había muñecos que representaban cuerpos asesinados y el color de la sangre en la cera le fue tan desagradable como si a él le hubiera sido posible ver, después de muerto, las puñaladas que lo habían matado. El espejo del tocador quedaba siempre sin cortinas; era bajo y Horacio podía pasar, distraído, frente a él e inclinarse, todos los días, hasta verse solamente el nudo de la corbata; se peinaba de memoria y se afeitaba tanteándose la cara. Aquel espejo podía decir que él había reflejado siempre un hombre sin cabeza. Ese día, después de haber corrido la cortina de los roperos, Horacio cruzó, confiado como de costumbre, frente al espejo del tocador; pero se vio la mano sobre el género oscuro del traje y tuvo un desagrado parecido al de mirarse la cara. Entonces se dio cuenta de que ahora, la piel de sus manos tenía también color de cera. Al mismo tiempo recordó unos brazos que había visto ese día en el escritorio de Facundo: eran de un color agradable y muy parecidos al de la rubia. Horacio, como un chiquilín que pide recortes a alguien que trabaja en madera le dijo a Facundo:
     —Cuando te sobren brazos o piernas que no necesites, mándamelos.
     —¿Y para qué quieres eso, hermano?
     —Me gustaría que compusieran escenas en mis vitrinas con brazos y piernas sueltas; por ejemplo: Un brazo encima de un espejo, una pierna que sale de abajo de una cama, o algo así.
     Facundo se pasó una mano por la cara y miró a Horacio con disimulo.
     Ese día Horacio almorzó y tomó vino tan tranquilamente como si María hubiera ido a casa de una parienta a pasar el día. La idea de su suerte le permitía recomendarse tranquilidad.
     Se levantó contento de la mesa, se le ocurrió llevar a pasear un rato las manos por el teclado y por fin fue al dormitorio para dormir la siesta. Al cruzar frente al tocador, se dijo:
     «Reaccionaré contra mis manías y miraré los espejos de frente». Además le gustaba mucho encontrarse con sorpresas de personas y objetos en confusiones provocadas por espejos. Después miró una vez más a Hortensia, decidió que la dejaría allí hasta que María volviera y se acostó. Al estirar los pies entre las cobijas, tocó un cuerpo extraño, dio un salto y bajó de la cama; quedó unos instantes de pie y por último sacó las cobijas: era una carta de María: «Horacio: ahí te dejo a tu amante; yo también la he apuñalado; pero puedo confesarlo porque no es un pretexto hipócrita para mandarla al taller a que le hagan herejías. Me has asqueado la vida y te ruego que no trates de buscarme. María». Se volvió a acostar pero no podía dormir y se levantó. Evitaba mirar los objetos de su mujer en el tocador como evitaba mirarla a ella cuando estaban enojados. Fue a un cine; allí saludó, sin querer, a un enemigo y tuvo varias veces el recuerdo de María. Volvió a la casa negra cuando todavía entraba un poco de sol a su dormitorio. Al pasar frente a un espejo y a pesar de estar corrida la cortina, vio a través de ella su cara: algunos rayos de sol daban sobre el espejo y habían hecho brillar sus facciones como las de un espectro. Tuvo un escalofrío, cerró las ventanas y se acostó. Si la suerte que tuvo cuando era joven le volvía ahora a él le quedaría poco tiempo para aprovecharla; no vendría sola y él tendría que luchar con acontecimientos tan extraños como los que se producían a causa de Hortensia. Ella descansaba ahora, a pocos pasos de él; menos mal que su cuerpo, no se descompondría; entonces pensó en el espíritu que había vivido en él como en un habitante que no hubiera tenido mucho que ver con su habitación. ¿No podría haber ocurrido que el habitante del cuerpo de Hortensia hubiera provocado la furia de María, para que ella deshiciera el cuerpo de Hortensia y evitara así la proximidad de él, de Horacio? No podía dormir; le parecía que los objetos del dormitorio eran pequeños fantasmas que se entendían con el ruido de las máquinas. Se levantó, fue a la mesa y empezó a tomar vino. A esa hora extrañaba mucho a María. Al fin de la cena se dio cuenta de que no le daría un beso y fue para la salita. Allí tomando el café pensó que mientras María no volviera, él no debía ir al dormitorio ni a la mesa de su casa.
     Después salió a caminar y recordó que en un barrio próximo había un hotel de estudiantes. Llegó hasta allí. Había una palmera a la entrada y detrás de ella láminas de espejos que subían las escaleras al compás de los escalones; entonces siguió caminando. El hecho de habérsele presentado tantos espejos en un solo día era un síntoma sospechoso. Después recordó que esa misma mañana, antes de encontrarse con los de su casa, él le había dicho a Facundo que le gustaría ver un brazo sobre un espejo. Pero también recordó la muñeca rubia y decidió, una vez más, luchar contra sus manías. Volvió sus pasos hacia el hotel, cruzó la palmera y trató de subir la escalera sin mirarse en los espejos. Hacía mucho tiempo que no había visto tantos juntos; las imágenes se confundían, él no sabía dónde dirigirse y hasta pensó que pudiera haber alguien escondido entre los reflejos. En el primer piso apareció la dueña; le mostraron las habitaciones disponibles —todas tenían grandes espejos— él eligió la mejor y dijo que volvería dentro de una hora.
     Fue a la casa negra, arregló una pequeña valija y al volver recordó que antes, aquel hotel, había sido una casa de citas. Entonces no se extrañó de que hubiera tantos espejos. En la pieza que él eligió había tres; el más grande quedaba a un lado de la cama; y como la habitación que aparecía en él era la más linda, Horacio miraba la del espejo. Estaría cansada de representar, durante años, aquel ambiente chinesco. Ya no era agresivo el rojo del empapelado y según el espejo parecía el fondo de un lago, color ladrillo, donde hubiera sumergido puentes con cerezos. Horacio se acostó y apagó la luz; pero siguió mirando la habitación con el resplandor que venía de la calle. Le parecía estar escondido en la intimidad de una familia pobre. Allí todas las cosas habían envejecido juntas y eran amigas; pero las ventanas todavía eran jóvenes y miraban hacia afuera; eran mellizas, como las de María, se vestían igual, tenían pegado al vidrio cortinas de puntillas y recogidos a los lados, cortinados de terciopelo. Horacio tuvo un poco la impresión de estar viviendo en el cuerpo de un desconocido a quien robara bienestar. En medio de un gran silencio sintió zumbar sus oídos y se dio cuenta de que le faltaba el ruido de las máquinas; tal vez le hiciera bien salir de la casa negra y no oírlas más. Si ahora María estuviera recostada a su lado, él sería completamente feliz. Apenas volviera a su casa él le propondría pasar una noche en este hotel. Pero en seguida recordó la muñeca rubia que había visto en la mañana y después se durmió.
     En el sueño había un lugar oscuro donde andaba volando un brazo blanco.
     Un ruido de pasos en una habitación próxima lo despertó. Se bajó de la cama y empezó a caminar descalzo sobre la alfombra; pero vio que lo seguía una mancha blanca y comprendió que su cara se reflejaba en el espejo que estaba encima de la chimenea. Entonces se le ocurrió que podrían inventar espejos en los cuales se vieran los objetos pero no las personas. Inmediatamente se dio cuenta de que eso era absurdo; además si él se pusiera frente a un espejo y el espejo no lo reflejara, su cuerpo no sería de este mundo. Se volvió a acostar. Alguien encendió la luz en una habitación de enfrente y esa misma luz cayó en el espejo que Horacio tenía a un lado.
     Después él pensó en su niñez, tuvo recuerdos de otros espejos y se durmió.
    

      VI

     Hacía poco tiempo que Horacio dormía en el hotel y las cosas ocurrían como en la primera noche: en la casa de enfrente se encendían ventanas que caían en los espejos; o él se despertaba y encontraba las ventanas dormidas. Una noche oyó gritos y vio llamas en su espejo. Al principio las miró como en la pantalla de un cine; pero en seguida pensó que si había llamas en el espejo también tenía que haberlas en la realidad. Entonces, con velocidad de resorte, dio media vuelta en la cama y se encontró con llamas que bailaban en el hueco de una ventana de enfrente, como diablillos en un teatro de títeres. Se tiró al suelo, se puso la salida de baño y se asomó a una de sus propias ventanas.
     En el vidrio se reflejaban las llamas y esta ventana parecía asustada de ver lo que ocurría a la de enfrente. Abajo —la pieza de Horacio quedaba en un primer piso— había mucha gente y en ese momento venían los bomberos. Fue entonces que Horacio vio a María asomada a otra de las ventanas del hotel. Ella ya lo estaba mirando y no terminaba de reconocerlo. Horacio le hizo señas con la mano, cerró la ventana, fue por el pasillo hasta la puerta que creyó la de María y llamó con los nudillos. En seguida apareció ella y le dijo:
     —No conseguirás nada con seguirme.
     Y le dio con la puerta en la cara.
     Horacio se quedó quieto y a los pocos instantes la oyó llorar detrás de la puerta. Entonces contestó:
     —No vine a buscarte; pero ya que nos encontramos debíamos ir a casa.
     —Ándate, ándate tú solo —había dicho ella.
     A pesar de todo, a él le pareció que tenía ganas de volver. Al otro día, Horacio fue a la casa negra y se sintió feliz. Gozaba de la suntuosidad de aquellos interiores y caminaba entre sus riquezas como un sonámbulo; todos los objetos vivían allí, recuerdos tranquilos y las altas habitaciones le daban la impresión de que tendrían alejada una muerte que llegaría del cielo.
     Pero en la noche, después de cenar fue al salón y le pareció que el piano era un gran ataúd y que el silencio velaba a un músico que había muerto hacía poco tiempo. Levantó la tapa del piano y aterrorizado la dejó caer con gran estruendo; quedó un instante con los brazos levantados, como ante alguien que lo amenazara con un revólver, pero después fue al patio y empezó a gritar:
     —¿Quién puso a Hortensia dentro del piano?
     Mientras repetía la pregunta seguía con la visión del pelo de ella enredado en las cuerdas del instrumento y la cara achatada por el peso de la tapa.
     Vino una de las mellizas pero no podía hablar. Después llegó Alex:
     —La señora estuvo esta tarde; vino a buscar ropa.
     —Esa mujer me va a matar a sorpresas —gritó Horacio sin poder dominarse. Pero súbitamente se calmó:
     —Llévate a Hortensia a tu alcoba y mañana temprano dile a Facundo que la venga a buscar. Espera —le gritó casi en seguida—. Acércate —y mirando el lugar por donde se habían ido las mellizas, bajó la voz para encargarle de nuevo:
     —Dile a Facundo que cuando venga a buscar a Hortensia ya puede traer la otra.
     Esa noche fue a dormir a otro hotel; le tocó una habitación con un solo espejo; el papel era amarillo con flores rojas y hojas verdes enredadas en varillas que simulaban una glorieta. La colcha también era amarilla y Horacio se sentía irritado: tenía la impresión de que se acostaría a la intemperie. Al otro día de mañana fue a su casa, hizo traer grandes espejos y los colocó en el salón de manera que multiplicaran las escenas de sus muñecas. Ese día no vinieron a buscar a Hortensia ni trajeron la otra. Esa noche Alex le fue a llevar vino al salón y dejó caer la botella…
     —No es para tanto —dijo Horacio.
     Tenía la cara tapada con un antifaz y las manos con guantes amarillos.
     —Pensé que se trataría de un bandido —dijo Alex mientras Horacio se reía y el aire de su boca inflaba la seda negra del antifaz.
     —Estos trapos en la cara me dan mucho calor y no me dejarán tomar vino; antes de quitármelos tú debes descolgar los espejos, ponerlos en el suelo y recostarlos a una silla. Así —dijo Horacio, descolgando uno y poniéndolo como él quería.
     —Podrían recostarse con el vidrio contra la pared; de esa manera estarán más seguros —objetó Alex.
     —No, porque aun estando en el suelo, quiero que reflejen algo.
     —Entonces podrían recostarse a la pared mirando para afuera.
     —No, porque la inclinación necesaria para recostarlos en la pared, hará que reflejen lo que hay arriba y yo no tengo interés en mirarme la cara.
     Después que Alex los acomodó como deseaba su señor, Horacio, se sacó el antifaz y empezó a tomar vino; paseaba por un caminero que había en el centro del salón; hacia allí miraban los espejos y tenían por delante la silla a la cual estaban recostados. Esa pequeña inclinación hacia el piso le daba la idea de que los espejos fueran sirvientes que saludaran con el cuerpo inclinado, conservando los párpados levantados y sin dejar de observarlo.
     Además por entre las patas de las sillas, reflejaban el piso y daban la sensación de que estuviera torcido.
     Después de haber tomado vino, eso le hizo mala impresión y decidió irse a la cama. Al otro día —esa noche durmió en su casa— vino el chófer a pedirle dinero de parte de María. Él se lo dio sin preguntarle dónde estaba ella; pero pensó que María no volvería pronto; entonces, cuando le trajeron la rubia, él la hizo llevar directamente a su dormitorio. A la noche ordenó a las mellizas que le pusieran un traje de fiesta y la llevaran a la mesa. Comió con ella enfrente; y al final de la cena y en presencia de una de las mellizas, preguntó a Alex:
     —¿Qué opinas de ésta?
     —Muy hermosa señor, se parece mucho a una espía que conocí en la guerra.
     —Eso me encanta, Alex.
     Al día siguiente, señalando a la rubia, Horacio dijo a las mellizas:
     —De hoy en adelante deben llamarla señora Eulalia.
     A la noche Horacio preguntó a las mellizas (ahora ellas no se escondían de él):
     —¿Quién está en el comedor?
     —La señora Eulalia —dijeron las mellizas al mismo tiempo.
     Pero no estando Horacio, y por burlarse de Alex, decían: «Ya es hora de ponerle el agua caliente a la espía».
    

      VII

     María esperaba, en el hotel de los estudiantes, que Horacio fuera de nuevo. Apenas salía algunos momentos para que le acomodaran la habitación.
     Iba por las calles de los alrededores llevando la cabeza levantada; pero no miraba a nadie, ni a ninguna cosa; y al caminar pensaba: «Soy una mujer que ha sido abandonada a causa de una muñeca; pero si ahora él me viera, vendría hacia mí». Al volver a su habitación tomaba un libro de poesías, forrado de hule azul y empezaba a leer distraídamente, en voz alta y a esperar a Horacio; pero al ver que él no venía trataba de penetrar las poesías: era como si alguien sin querer, hubiera dejado una puerta abierta y en ese instante ella hubiera aprovechado para ver un interior. Al mismo tiempo le pareció que el empapelado de la habitación, el biombo y el lavatorio con sus canillas niqueladas, también hubieran comprendido la poesía; y que tenía algo noble, en su materia, que los obligaba a hacer un esfuerzo y a prestar atención sublime. Muchas veces, en medio de la noche, María encendía la lámpara y escogía una poesía como si le fuera posible elegir un sueño. Al día siguiente volvía a caminar por las calles de aquel barrio y se imaginaba que sus pasos eran de poesía. Y una mañana pensó: «Me gustaría que Horacio supiera que camino sola, entre árboles, con un libro en la mano».
     Entonces mandó buscar a su chófer, arregló de nuevo sus valijas y fue a la casa de una prima de su madre: era en las afueras y había árboles. Su parienta era una solterona que vivía en una casa antigua: cuando su cuerpo inmenso cruzaba las habitaciones, siempre en penumbra, y hacía crujir los pisos, un loro gritaba: «Buenos días, sopas de leche». María contó a Pradera su desgracia sin derramar ni una lágrima. Su parienta escuchó espantada; después se indignó y por último empezó a lagrimear. Pero María fue serenamente a despedir al chófer y le encargó que le pidiera dinero a Horacio y que si él le preguntaba por ella, le dijera, como cosa de él, que ella se paseaba entre los árboles con un libro en la mano: y que si le preguntaba dónde estaba ella, se lo dijera; por último le encargó que viniera al otro día a la misma hora. Después ella fue a sentarse bajo un árbol con el libro de hule; de él se levantaban poemas que se esparcían por el paisaje como si ellos formaran de nuevo las copas de los árboles y movieran, lentamente, las nubes. Durante el almuerzo Pradera estuvo pensativa: pero después preguntó a María:
     —¿Y qué piensas hacer con ese indecente?
     —Esperar que venga y perdonarlo.
     —Te desconozco, sobrina; ese hombre te ha dejado idiota y te maneja como a una de sus muñecas.
     María bajó los párpados con silencio de bienaventurada. Pero a la tarde vino la mujer que hacía la limpieza, trajo el diario «La Noche», el día anterior y los ojos de María rozaron un título que decía: «Las Hortensias de Facundo». No pudo dejar de leer el suelto: «En el último piso de la tienda  La Primavera , se hará una gran exposición y se dice que algunas de las muñecas que vestirán los últimos modelos serán Hortensias».
     Esta noticia coincide con el ingreso de Facundo, el fabricante de las famosas muñecas, a la firma comercial de dicha tienda. Vemos alarmados cómo esta nueva falsificación del pecado original —de la que ya hemos hablado en otras ediciones— se abre paso en nuestro mundo. He aquí uno de los volantes de propaganda, sorprendidos en uno de nuestros principales clubes:
     ¿Es usted feo? No se preocupe. ¿Es usted tímido? No se preocupe. En una Hortensia tendrá usted un amor silencioso, sin riñas, sin respuestas agobiantes, sin comadronas.
     María despertaba a sacudones:
     —¡Qué desvergüenza! El mismo nombre de nuestra…
     Y no supo qué agregar. Había levantado los ojos y cargándolos de rabia, apuntaba a un lugar fijo.
     —¡Pradera! —gritó furiosa—, ¡mira!
     Su tía metió las manos en la canasta de la costura y haciendo guiñadas para poder ver, buscaba los lentes.
     María le dijo:
     —Escucha —y leyó el suelto—. No sólo pediré el divorcio —dijo después—, sino que armaré un escándalo como no se ha visto en este país.
     —Por fin, hija, bajas de las nubes —gritó Pradera levantando las manos coloradas por el agua de fregar las ollas.
     Mientras María se paseaba agitada, tropezando con macetas y plantas inocentes, Pradera aprovechó a esconder el libro de hule. Al otro día, el chófer pensaba en cómo esquivaría las preguntas de María sobre Horacio; pero ella sólo le pidió el dinero y en seguida lo mandó a la casa negra para que trajera a María, una de las mellizas. María —la melliza— llegó en la tarde y contó lo de la espía, a quien debían llamar «la señora Eulalia». En el primer instante María —la mujer de Horacio— quedó aterrada y con palabras tenues le preguntó:
     —¿Se parece a mí?
     —No, señora, la espía es rubia y tiene otros vestidos.
     María —la mujer de Horacio— se paró de un salto, pero en seguida se tiró de nuevo en el sillón y empezó a llorar a gritos. Después vino la tía.
     La melliza contó todo de nuevo. Pradera empezó a sacudir sus senos inmensos en gemidos lastimosos; y el loro, ante aquel escándalo gritaba: «Buenos días, sopas de leche».
     

      VIII

     Walter había regresado de unas vacaciones y Horacio reanudó las sesiones de sus vitrinas. La primera noche había llevado a Eulalia al salón. La sentaba junto a él, en la tarima, y la abrazaba mientras miraba las otras muñecas. Los muchachos habían compuesto escenas con más «personajes» que de costumbre. En la segunda vitrina había cinco: pertenecían a la comisión directiva de una sociedad que protegía a jóvenes abandonadas. En ese instante había sido elegida presidente una de ellas; y otra, la rival derrotada, tenía la cabeza baja; era la que le gustaba más a Horacio. Él dejó por un instante a Eulalia y fue a besar la frente fresca de la derrotada.
     Cuando volvió junto a su compañera quiso oír, por entre los huecos de la música, el ruido de las máquinas y recordó lo que Alex le había dicho del parecido de Eulalia, con una espía de la guerra. De cualquier manera aquella noche sus ojos se entregaron, con glotonería, a la diversidad de sus muñecas. Pero al día siguiente amaneció con un gran cansancio y a la noche tuvo miedo de la muerte. Se sentía angustiado de no saber cuándo moriría ni el lugar de su cuerpo que primero sería atacado. Cada vez le costaba más estar solo; las muñecas no le hacían compañía y parecían decirle: «Nosotras somos muñecas; y tú arréglate como puedas». A veces silbaba, pero oía su propio silbido como si se fuera agarrando de una cuerda muy fina que se rompía apenas se quedaba distraído.
     Otras veces conversaba en voz alta y comentaba estúpidamente lo que iba haciendo: «Ahora iré al escritorio a buscar el tintero». O pensaba en lo que hacía como si observara a otra persona: «Está abriendo el cajón».
     Ahora este imbécil le saca la tapa del tintero. Vamos a ver cuánto tiempo le dura la vida. Al fin se asustaba y salía a la calle. Al día siguiente recibió un cajón; se lo mandaba Facundo; lo hizo abrir y se encontró con que estaba lleno de brazos y piernas sueltas; entonces recordó que una mañana él le había pedido que le mandara los restos de muñecas que no necesitara. Tuvo miedo de encontrar alguna cabeza suelta, eso no le hubiera gustado. Después hizo llevar el cajón al lugar donde las muñecas esperaban el momento de ser utilizadas; habló por teléfono a los muchachos y les explicó la manera de hacer participar las piernas y los brazos en las escenas. Pero la primera prueba resultó desastrosa y él se enojó mucho. Apenas había corrido la cortina vio una muñeca de luto sentada al pie de una escalinata que parecía el atrio de una iglesia; miraba hacia el frente; debajo de la pollera le salía una cantidad impresionante de piernas: eran como diez o doce; y sobre cada escalón había un brazo suelto con la mano hacia arriba. «Qué brutos, decía Horacio, no se trata de utilizar todas las piernas y los brazos que haya». Sin pensar en ninguna interpretación abrió el cajoncito de las leyendas para leer el argumento: «Ésta es una viuda pobre que camina todo el día para conseguir qué comer y ha puesto manos que piden limosna como trampas para cazar monedas». «Qué mamarracho —siguió diciendo Horacio— esto es un jeroglífico estúpido». Se fue a acostar, rabioso; y ya a punto de dormirse veía andar la viuda con todas las piernas como si fuera una araña.
     Después de este desgraciado ensayo, Horacio sintió una gran desilusión de los muchachos, de las muñecas y hasta de Eulalia. Pero a los pocos días, Facundo lo llevaba en un auto por una carretera y de pronto le dijo:
     —¿Ves aquella casita de dos pisos, al borde del río? Bueno, allí vive el «tímido» con su muñeca hermana de la tuya; como quien dice, tu cuñada… (Facundo le dio una palmada en una pierna y los dos se rieron). Viene sólo al anochecer; y tiene miedo que la madre se entere.
     Al día siguiente, cuando el sol estaba muy alto, Horacio fue solo, por el camino de tierra que conducía al río, a la casita del Tímido. Antes de llegar al camino pasaba por debajo de un portón cerrado y al costado de otra casita más pequeña, que sería del guardabosque. Horacio golpeó las manos y salió un hombre, sin afeitar, con un sombrero roto en la cabeza y masticando algo.
     —¿Qué desea?
     —Me han dicho que el dueño de aquella casa tiene una muñeca…
     El hombre se había recostado a un árbol y lo interrumpió para decirle:
     —El dueño no está.
     Horacio sacó varios billetes de su cartera y el hombre, al ver el dinero, empezó a masticar más lentamente. Horacio acomodaba los billetes en su mano como si fueran barajas y fingía pensar. El otro tragó el bocado y se quedó esperando. Horacio calculó el tiempo en que el otro había imaginado lo que haría con ese dinero; y al fin, dijo:
     —Yo tendría mucha necesidad de ver esa muñeca hoy…
     —El patrón llega a las siete.
     —¿La casa está abierta?
     —No. Pero yo tengo llave. En caso que se descubra algo —dijo el hombre alargando la mano y recogiendo «la baza», yo no sé nada.
     —Tiene que darle dos vueltas…
     La muñeca está en el piso de arriba… Sería conveniente que dejara las cosas «esatamente» como las encontró.
     Horacio tomó el camino a paso rápido y volvió a sentir la agitación de la adolescencia. La pequeña puerta de entrada era sucia como una vieja indolente y él revolvió con asco la llave en la cerradura. Entró a una pieza desagradable donde había cañas de pescar recostadas a una pared. Cruzó el piso, muy sucio, y subió una escalera recién barnizada. El dormitorio era confortable; pero allí no se veía ninguna muñeca. La buscó hasta debajo de la cama; y al fin la encontró entre un ropero. Al principio tuvo una sorpresa como las que le preparaba María.
     La muñeca tenía un vestido negro, de fiesta, rociado con piedras como gotas de vidrio. Si hubiera estado en una de sus vitrinas él habría pensado que era una viuda rodeada de lágrimas. De pronto Horacio oyó una detonación: parecía un balazo. Corrió hacia la escalera que daba a la planta baja y vio, tirada en el piso y rodeada de una pequeña nube de polvo, una caña de pescar. Entonces resolvió tomar una manta y llevar la Hortensia al borde del río. La muñeca era liviana y fría. Mientras buscaba un lugar escondido, bajo los árboles, sintió un perfume que no era del bosque y en seguida descubrió que se desprendía de la Hortensia. Encontró un sitio acolchado, en el pasto, tendió la manta abrazando a la muñeca por las piernas y después la recostó con el cuidado que pondría en manejar una mujer desmayada. A pesar de la soledad del lugar, Horacio no estaba tranquilo.
     A pocos metros de ellos apareció un sapo, quedó inmóvil y Horacio no sabía qué dirección tomarían sus próximos saltos. Al poco rato vio, al alcance de su mano, una piedra pequeña y se la arrojó. Horacio no pudo poner la atención que hubiera querido en esta Hortensia; quedó muy desilusionado; y no se atrevía a mirarle la cara porque pensaba que encontraría en ella, la burla inconmovible de un objeto. Pero oyó un murmullo raro mezclado con ruido de agua. Se volvió hacia el río y vio, en un bote, un muchachón de cabeza grande haciendo muecas horribles; tenía manos pequeñas prendidas de los remos y sólo movía la boca, horrorosa como un pedazo suelto de intestino y dejaba escapar ese murmullo que se oía al principio. Horacio tomó la Hortensia y salió corriendo hacia la casa del Tímido.
     Después de la aventura con la Hortensia ajena y mientras se dirigía a la casa negra, Horacio pensó en irse a otro país y no mirar nunca más a una muñeca. Al entrar a su casa fue hacia su dormitorio con la idea de sacar de allí a Eulalia; pero encontró a María tirada en la cama boca abajo llorando. Él se acercó a su mujer y le acarició el pelo; pero comprendió que estaban los tres en la misma cama y llamó a una de las mellizas ordenándole que sacara la muñeca de allí y llamara a Facundo para que viniera a buscarla. Horacio se quedó recostado a María y los dos estuvieron silenciosos esperando que entrara del todo la noche. Después él tomó la mano de ella y buscando trabajosamente las palabras, como si tuviera que expresarse en un idioma que conociera poco, le confesó su desilusión por las muñecas y lo mal que lo había pasado sin ella.
    

      IX

     María creyó en la desilusión definitiva de Horacio por sus muñecas y los dos se entregaron a las costumbres felices de antes. Los primeros días pudieron soportar los recuerdos de Hortensia; pero después hacían silencios inesperados y cada uno sabía en quién pensaba el otro. Una mañana, paseando por el jardín, María se detuvo frente al árbol en que había puesto a Hortensia para sorprender a Horacio; después recordó la leyenda de los vecinos; y al pensar que realmente ella había matado a Hortensia, se puso a llorar. Cuando vino Horacio y le preguntó qué tenía, ella no le quiso decir y guardó un silencio hostil. Entonces él pensó que María, sola, con los brazos cruzados y sin Hortensia, desmerecía mucho. Una tarde, al oscurecer, él estaba sentado en la salita; tenía mucha angustia de pensar que por culpa de él no tenían a Hortensia y poco a poco se había sentido invadido por el remordimiento. Y de pronto se dio cuenta de que en la sala había un gato negro. Se puso de pie, irritado, y ya iba a preguntar a Alex cómo lo habían dejado entrar, cuando apareció María y le dijo que ella lo había traído. Estaba contenta y mientras abrazaba a su marido le contó cómo lo había conseguido. Él, al verla tan feliz, no la quiso contrariar; pero sintió antipatía por aquel animal que se había acercado a él tan sigilosamente en instantes en que a él lo invadía el remordimiento.
     Y a los pocos días aquel animalito fue también el gato de la discordia.
     María lo acostumbró a ir a la cama y echarse encima de las cobijas. Horacio esperaba que María se durmiera; entonces producía, debajo de las cobijas, un terremoto que obligaba al gato a salir de allí. Una noche María se despertó en uno de esos instantes:
     —¿Fuiste tú que espantaste al gato?
     —No sé.
     María rezongaba y defendía al gato.
     Una noche, después de cenar. Horacio fue al salón a tocar el piano. Había suspendido, desde hacía unos días, las escenas de las vitrinas y contra su costumbre había dejado las muñecas en la oscuridad, sólo las acompañaba el ruido de las máquinas. Horacio encendió una portátil de pie colocada a un lado del piano y vio encima de la tapa de los ojos del gato, su cuerpo se confundía con el color del piano.
     Entonces, sorprendido desagradablemente, lo echó de mala manera. El gato saltó y fue hacia la salita; Horacio lo siguió corriendo, pero el animalito, encontrando cerrada la puerta que daba al patio, empezó a saltar y desgarró las cortinas de la puerta; una de ellas cayó al suelo; María la vio desde el comedor y vino corriendo.
     Dijo palabras fuertes y las últimas fueron:
     —Me obligaste a deshacer a Hortensia y ahora querrás que mate al gato.
     Horacio tomó el sombrero y salió a caminar. Pensaba que María, si lo había perdonado, —en el momento de la reconciliación le había dicho: «Te quiero porque eres loco»— ahora no tenía derecho a decirle todo aquello y echarle en cara la muerte de Hortensia; ya tenía bastante castigo en lo que María desmerecía sin la muñeca; el gato, en vez de darle encanto la hacía vulgar. Al salir, él vio que ella se había puesto a llorar; entonces pensó: «Bueno, ahora que se quede ella con el gato del remordimiento».
     Pero al mismo tiempo sentía el malestar del saber que los remordimientos de ella no eran nada comparados con los de él; y que si ella no le sabía dar ilusión, él, por su parte, se abandonaba a la costumbre de que ella le lavara las culpas. Y todavía, un poco antes que él muriera, ella sería la única que lo acompañaría en la desesperación desconocida —y casi con seguridad cobarde— que tendría en los últimos días o instantes. Tal vez muriera sin darse cuenta: todavía no había pensado bien en qué sería peor.
     Al llegar a una esquina se detuvo a esperar el momento en que pudiera poner atención en la calle para evitar que lo pisara un vehículo. Caminó mucho rato por calles oscuras; de pronto despertó de sus pensamientos en el Parque de las Acacias y fue a sentarse a un banco. Mientras pensaba en su vida, dejó la mirada debajo de unos árboles y después siguió la sombra, que se arrastraba hasta llegar a las aguas de un lago. Allí se detuvo y vagamente pensó en su alma: era como un silencio oscuro sobre las aguas negras; ese silencio tenía memoria y recordaba el ruido de las máquinas como si también fuera silencio: tal vez ese ruido hubiera sido de un vapor que cruzaba aguas que se confundían con la noche, y donde aparecían recuerdos de muñecas como restos de un naufragio.
     De pronto Horacio volvió a la realidad y vio levantarse de la sombra a una pareja; mientras ellos venían caminando en dirección a él, Horacio recordó que había besado a María por primera vez, en la copa de una higuera; fue después de comerse los primeros higos y estuvieron a punto de caerse. La pareja pasó cerca de él, cruzó una calle estrecha y entró en una casita; había varias iguales y algunas tenían cartel de alquiler. Al volver a su casa se reconcilió con María; pero en un instante en que se quedó solo, en el salón de las vitrinas, pensó que podía alquilar una de las casitas del parque y llevar una Hortensia. Al otro día, a la hora del desayuno, le llamó la atención que el gato de María tuviera dos moñas verdes en la punta de las orejas. Su mujer le explicó que el boticario perforaba las orejas a todos los gatitos, a los pocos días de nacidos, con una de esas máquinas de agujerear papeles para poner en las carpetas. Esto hizo gracia a Horacio y lo encontró de buen augurio. Salió a la calle y le habló por teléfono a Facundo preguntándole cómo haría para distinguir, entre las muñecas de la tienda La Primavera, las que eran Hortensias.
     Facundo le dijo que en ese momento había una sola, cerca de la caja, y que tenía una sola caravana en una oreja. La casualidad que hubiera una sola Hortensia en la tienda, le dio a Horacio la idea de que estaba predestinada y se entregó a pensar en la recaída de su vicio como en una fatalidad voluptuosa. Hubiera podido tomar un tranvía; pero se le ocurrió que eso lo sacaría de sus ideas: prefirió ir caminando y pensar en cómo se distinguiría aquella muñeca entre las demás.
     Ahora él también se confundía entre la gente y también le daba placer esconderse entre la muchedumbre. Había animación porque era víspera de carnaval. La tienda quedaba más lejos de lo que él había calculado. Empezó a cansarse y a tener deseos de conocer cuanto antes, la muñeca. Un niño apuntó con una corneta y le descargó en la cara un ruido atroz. Horacio, contrariado, empezó a sentir un presentimiento angustioso y pensó en dejar la visita para la tarde, pero al llegar a la tienda y ver otras muñecas, disfrazadas, en las vidrieras, se decidió a entrar. La Hortensia tenía un traje del Renacimiento color vino.
     Su pequeño antifaz parecía tener más orgullosa su cabeza y Horacio sintió deseos de dominarla; pero apareció una vendedora que lo conocía, haciéndole una sonrisa con la mitad de la boca y Horacio se fue en seguida. A los pocos días ya había instalado la muñeca en una casita de Las Acacias. Una empleada de Facundo iba a las nueve de la noche, con una limpiadora, dos veces por semana; a las diez de la noche le ponía el agua caliente y se retiraba. Horacio no había querido que le sacaran el antifaz, estaba encantado con ella y la llamaba Herminia. Una noche en que los dos estaban sentados frente a un cuadro, Horacio vio reflejados en el vidrio los ojos de ella; brillaban en medio del color negro de antifaz y parecía que tuvieran pensamientos. Desde entonces se sentaba allí, ponía su mejilla junto a la de ella y cuando creía ver en el vidrio —el cuadro presentaba una caída de agua— que los ojos de ella tenían expresión de grandeza humillada, la besaba apasionadamente. Algunas noches cruzaba con ella el parque —parecía que anduviera con un espectro— y los dos se sentaban en un banco cerca de una fuente; pero de pronto él se daba cuenta que a Herminia se le enfriaba el agua y se apresuraba a llevarla de nuevo a la casita.
     Al poco tiempo se hizo una gran exposición en la tienda La Primavera.
     Una vidriera inmensa ocupaba todo el último piso; estaba colocada en el centro del salón y el público desfilaba por los cuatro corredores que habían dejado entre la vitrina y las paredes. El éxito de público fue extraordinario. (Además de ver los trajes, la gente quería saber cuáles de entre las muñecas eran Hortensias).
     La gran vitrina estaba dividida en dos secciones por un espejo que llegaba hasta el techo. En la sección que daba a la entrada, las muñecas representaban una vieja leyenda del país, La Mujer del Lago, y había sido interpretado por los mismos muchachos que trabajaban para Horacio. En medio de un bosque donde había un lago, vivía una mujer joven. Todas las mañanas ella salía de su carpa y se iba a peinar a la orilla del lago; pero llevaba un espejo. (Algunos decían que lo ponía frente al lago para verse la nuca). Una mañana, algunas damas de la alta sociedad después de una noche de fiesta, decidieron ir a visitar la mujer solitaria; llegarían al amanecer, le preguntarían por qué vivía sola y le ofrecerían ayuda. En el instante de llegar, la mujer del lago se peinaba; vio por entre sus cabellos los trajes de las damas y cuando ellas estuvieron cerca les hizo una humilde cortesía. Pero apenas una de las damas inició las preguntas, ella se puso de pie y empezó a caminar siguiendo el borde del lago. Las damas a su vez, pensando que la mujer les iba a contestar o a mostrar algún secreto, la siguieron. Pero la mujer solitaria sólo daba vueltas al lago seguida por las damas, sin decirles ni mostrarles nada. Entonces las damas se fueron enojadas; y en adelante la llamaron «la loca del lago». Por eso, en aquel país, si ven a alguien silencioso le dicen: «Se quedó dando la vuelta al lago».
     Aquí en la tienda La Primavera, la mujer del lago aparecía ante una mesa de tocador colocada a la orilla del agua. Vestía un peinador blanco bordado de hojas amarillas y el tocador estaba lleno de perfumes y otros objetos. Era el instante de la leyenda en que llegaban las damas en traje de fiesta de la noche anterior. Por la parte de afuera de la vitrina, pasaban toda clase de caras; y no sólo miraban las muñecas de arriba a abajo para ver los vestidos; había ojos que saltaban, llenos de sospecha, de un vestido a un escote y de una muñeca a la otra; y hasta desconfiaban de muñecas honestas como la mujer del lago.
     Otros ojos, muy prevenidos, miraban como si caminaran cautelosamente por encima de los vestidos y temieran caer en la piel de las muñecas. Una jovencita, inclinaba la cabeza con humildad de cenicienta y pensaba que el esplendor de algunos vestidos tenía que ver con el destino de las Hortensias. Un hombre arrugaba las cejas y bajaba los párpados para despistar a su esposa y esconder la idea de verse, él mismo en posesión de una Hortensia. En general, las muñecas tenían el aire de locas sublimes que sólo pensaban en la «pose» que mantenían y no se les importaba si las vestían o las desnudaban.
     La segunda sección se dividía, a su vez, en otras dos: una parte de playa y otra de bosque. En la primera, las muñecas estaban en traje de baño. Horacio se había detenido frente a dos que simulaban una conversación: una de ellas tenía dibujadas, en el abdomen, circunferencias concéntricas como un tiro al blanco (las circunferencias eran rojas) y la otra tenía pintados peces en los omóplatos. La cabeza pequeña de Horacio sobresalía, también, con fijeza de muñeco. Aquella cabeza siguió andando por entre la gente hasta detenerse, de nuevo frente a las muñecas del bosque: eran indígenas y estaban semidesnudas. De la cabeza de algunas, en vez de cabello, salían plantas de hojas pequeñas que les caían como los caníbales; y a otras les habían pintado, por todo el cuerpo, ojos humanos muy brillantes. Desde el primer instante, Horacio sintió predilección por una negra de aspecto normal; sólo tenía pintados los senos: dos cabecitas de negros con boquitas embetunadas de rojo. Después Horacio siguió dando vueltas por toda la exposición hasta que llegó a Facundo.
     Entonces le preguntó:
     —De las muñecas del bosque, ¿cuáles son Hortensias?
     —Mira hermano, en aquella sección, todas son Hortensias.
     —Mándame la negra a Las Acacias…
     —Antes de ocho días no tengo ninguna.
     Pero pasaron veinte antes que Horacio pudiera reunirse con la negra en la casita de Las Acacias. Ella estaba acostada y tapada hasta el cuello.
     A Horacio no le pareció tan interesante; y cuando fue a separar las cobijas, la negra le soltó una carcajada infernal. María empezó a descargar su venganza de palabras agrias y a explicarle cómo había sabido la nueva traición. La mujer que hacía la limpieza era la misma que iba a lo de Pradera. Pero vio que Horacio tenía una tranquilidad extraña, como de persona extraviada y se detuvo.
     —Y ahora ¿qué me dices? —le preguntó a los pocos instantes tratando de esconder su asombro.
     Él la seguía mirando como a una persona desconocida y tenía la actitud de alguien que desde hace mucho tiempo sufre un cansancio que lo ha idiotizado. Después empezó a hacer girar su cuerpo con pequeños movimientos de sus pies. Entonces María le dijo: «espérame». Y salió de la cama para ir al cuarto de baño a lavarse la pintura negra. Estaba asustada, había empezado a llorar y al mismo tiempo a estornudar. Cuando volvió al dormitorio.
     Horacio ya se había ido; pero fue a su casa, lo encontró: se había encerrado en una pieza para huéspedes y no quería hablar con nadie.
    

      X

     Después de la última sorpresa, María pidió muchas veces a Horacio que la perdonara; pero él guardaba el silencio de un hombre de palo que no representara a ningún santo ni concediera nada. La mayor parte del tiempo lo pasaba encerrado, casi inmóvil, en la pieza de huéspedes. (Sólo sabían que se movía porque vaciaba las botellas del vino de Francia). A veces salía un rato, al oscurecer. Al volver comía un poco y en seguida se volvía a tirar de la cama con los ojos abiertos. Muchas veces María iba a verle tarde de la noche; y siempre encontraba sus ojos fijos, como si fueran de vidrio y su quietud de muñeco.
     Una noche se extrañó de ver arrollado cerca de él, al gato. Entonces decidió llamar al médico y le empezaron a poner inyecciones. Horacio les tomó terror; pero tuvo más interés por la vida. Por último, María, con la ayuda de los muchachos que habían trabajado en las vitrinas, consiguió que Horacio concurriera a una nueva sesión. Esa noche cenó en el comedor grande, con María, pidió la mostaza y bebió bastante vino de Francia. Después tomó el café en la salita y no tardó en pasar al salón. En la primera vitrina había una escena sin leyenda: en una gran piscina, donde el agua se movía continuamente, aparecían, en medio de plantas y luces de tonos bajos, algunos brazos y piernas sueltas.
     Horacio vio asomarse, entre unas ramas, la planta de un pie y le pareció una cara; después avanzó toda la pierna; parecía un animal buscando algo; al tropezar con el vidrio quedó quieta un instante y en seguida se fue para el otro lado. Después vino otra pierna seguida de una mano con su brazo; se perseguían y se juntaban lentamente como fieras aburridas entre una jaula.
     Horacio quedó un rato distraído viendo todas las combinaciones que se producían entre los miembros sueltos, hasta que llegaron, juntos, los dedos de un pie y de una mano; de pronto la pierna empezó a enderezarse y a tomar la actitud vulgar de apoyarse sobre el pie; esto desilusionó a Horacio; hizo la seña de la luz a Walter, y corrió la tarima hacia la segunda vitrina.
     Allí vio una muñeca sobre una cama con una corona de reina; y a su lado estaba arrollado el gato de María.
     Esto le hizo mala impresión y empezó a enfurecerse contra los muchachos que lo habían dejado entrar. A los pies de la cama había tres monjas hincadas en reclinatorios. La leyenda decía:
     «Esta reina pasó a la muerte en el momento que daba una limosna; no tuvo tiempo de confesarse pero todo su país ruega por ella». Cuando Horacio la volvió a mirar, el gato no estaba.
     Sin embargo él tenía angustia y esperaba verlo aparecer por algún lado.
     Se decidió a entrar en la vitrina; pero no dejaba de estar atento a la mala sorpresa que le daría el gato.
     Llegó hasta la cama de la reina y al mirar su cara apoyó una mano en los pies de la cama; en ese instante otra mano, la de una de las tres monjas, se posó sobre la de él. Horacio no debe haber oído la voz de María pidiéndole perdón. Apenas sintió aquella mano sobre la suya levantó la cabeza, con el cuerpo rígido y empezó a abrir la boca moviendo las mandíbulas como un bicharraco que no pudiera graznar ni mover las alas. María le tomó un brazo; él lo separó con terror, comenzó a hacer movimientos de los pies para volver su cuerpo, como el día en que María pintada de negra había soltado aquella carcajada. Ella se volvió a asustar y lanzó un grito. Horacio tropezó con una de las monjas y la hizo caer, después se dirigió al salón pero sin atinar a salir por la pequeña puerta. Al tropezar con el cristal de la vitrina sus manos golpeaban el vidrio como pájaros contra una ventana cerrada. María no se animó a tomarle de nuevo los brazos y fue a llamar a Alex. No lo encontraba por ninguna parte. Al fin Alex la vio y creyendo que era una monja le preguntó qué deseaba. Ella le dijo, llorando, que Horacio estaba loco; los dos fueron al salón; pero no encontraron a Horacio. Lo empezaron a buscar y de pronto oyeron sus pasos en el balasto del jardín. Horacio cruzaba por encima de los canteros. Y cuando María y el criado lo alcanzaron, él iba en dirección al ruido de las máquinas.


-Fin-

  • El presente cuento, aparecido por vez primera en la revista Escritura  de Uruguay,  se publica aquí por el placer de compartir una  gran  lectura que a la fecha pareciera como destinada sólo a cientos   elegidos. Se publica para honrar la memoria de este adelantado de la   literatura que ya exploraba en la compleja psique del hombre entre las   másquinas. Se publica, también, como parte del homenaje que esta   langosta lanza por los 100 años del natalicio del gran cronopio, Julio   Cortázar, profundo admirador de Felisberto Hernández. Se publica sin   fines de lucro, como todo en esta Langosta...



Sesos enlatados...

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©1988-2014, Gerardo Horacio Porcayo
*Cuento en homenaje a Julio Cortázar, hoy que se cumple un siglo de su nacimiento*

Sin remedio, hijo mío. ¡Vomita! No hay remedio.
Federico García Lorca

     ...La frase vuelve a reverberar en la profunda bóveda de su cráneo. No es ofensiva en sí misma. No suena como tal. De hecho, le ha recordado a uno de sus viejos héroes: Cliff Steele, también conocido como Robotman, miembro de Doom Patrol, un hombre al que la definición le sienta de maravilla. Cerebro humano aprisionado en un cuerpo robótico, sin percepciones reales. Con sentimientos atrofiados, caducos...
     Como yo, piensa Marín sin dejar de mover los pies sobre los adoquines del camellón central del Boulevard 5 de Mayo. Tiene ganas de hacer algo espectacular con su vida. Lo suficientemente espectacular. Tirarse bajo las ruedas de un trailer no suena en lo absoluto agradable u original, aunque de un recóndito rincón de sus circunvoluciones, la emisora de lo falaz lo urge a tomar esa medida.
     --Ni loco --murmura, como contraatacando a su consciencia. En su mente el soundtrack del mes empieza a ciclarse, corea su caminar pausado y melancólico.
     “Stains on the carpet, stains on the memory, songs about happiness mourmured in dreams, when we both knew, how the end always is”, dice Robert Smith dentro de su cabeza.
     Y se mira a sí mismo, como si estuviera en pleno viaje astral o tras la pantalla de un cine: su figura robusta y solitaria, en medio de un cardumen demente de automóviles escandalosos, con el cielo nublado, rojo y apocalíptico, llamándolo al suicidio.
     Así, sin más, sin otro preámbulo. Hay cosas automáticas, interrelaciones aleatorias que encumbran la trascendencia o la mandan de vuelta al basurero de lo falaz.
     Se imagina trepando hasta la cumbre del edificio de muebles, con un altavoz. Sabe que abajo tendrá público cautivo, arriba reflectores para hacer todo más espectacular.
     Se imagina en la caída. En el único grito, su nombre. El de ella. Alarido de guerra. Testimonio, heredad al futuro. Fantasía en crescendo...
     Entonces recuerda al payaso. Al puto payaso inflable, ahí, en la cúspide, tras metros de trepado, tras escaleras hechizas de varilla doblada y guardias apenas librados. Él, el puto payaso, como gigantesco Gojiro, en su trono de cornisa y polvo, que reina, administra desde la azotea las ventas de aquella estúpida mueblería.
     Y el ritmo, la quimera, se le caen a pedazos.
     Cámara robada, un último performance transformado en obra ridícula, sin sentido; una obra para aparecer en casos de lo insólito, no en el Guiness, mucho menos en un recorte culpable, pegado en el espejo, al borde del cuarto de la desgraciada e imbécil de Rosalva.
     Una mentada de madre en acorde automovilístico, lo saca de sus fantasías. Los semáforos se han vuelto a confabular para crear accidentes. Verde en aparatos contraesquinados. Rojo inexistente.
     Definitivamente, el Boulevard no es la solución. Tampoco el mall de doradas adjetivaciones.
     Necesita algo más. Acude a la voz ficticia de Steele, mientras sortea el caos de vehículos. No es el mejor asesor en materia. Lo comprende de inmediato. Aquel héroe nunca ha logrado suicidarse; es sólo otro de los condenados a seguir en esta pinchurrienta vida.
     Disminuye el paso frente a los cinemas y aguza la vista, en busca de la deseada y conocida silueta.
     Nada. Muchedumbre, algarabía. Carteleras nuevas.
     Cruza la calle y su mandíbula cuelga floja varios segundos.
     --¿Donde chingados andabas? --dice entre dientes-- ¿En qué fregados estabas pensando? --sus dedos recorren el cartel. Frases publicitarias e imágenes sugestivas, volcándose en un solo concepto. En una gran directora. Los recuerdos lo bombardean con escenas vampíricas de previa cinta. Y desea ver lo mismo, algo muy similar aunque ahora sustituyendo a los vampiros con chavos cyberpunk.
     No lo piensa más. Compra el boleto, esquiva las tentaciones de la dulcería y se instala en primera fila, con la impaciencia creciéndole en el pecho.
     Primero música y luces prendidas plagando la nave disminuida de aquel cinema ahora catapultado a 3D. Luego, semipenumbra. Anuncios... Una pareja de espalda en un café; los femeninos bucles oscuros y su mente ya vaga, ya vuelve al momento crítico y detonante.
     Al pinche momento.
     A aquella mesa en Los Portales. Él, entregando un ramo de flores, una declaración en labios vivos. Y ella, sonrisa socarrona, cabello flotando bajo ventiscas de febrero y collares tintineando ante el vibrar que confiere un autobús tipo tranvía de búsqueda y alcance turista.
     --¿Es en serio, wey? ¿Te has visto al espejo? ¿Sobre todo a últimas fechas? ¿Has oído la sarta de idioteces que sueltas cada vez que abres la boca?
     --¿Qué? --había respondido Marín, incrédulo.
     --Eres un pinche sesos enlatados --dijo Rosalva y sin abandonar las flores se alejó del café.
     Atrás quedó Marín, rabia indecisa, tristeza castrante.
     Atrás y en perpetua deriva.
     Hacía un día de eso. Miles de calles, de pensamientos.
     Y este cine. Esta pantalla. Las imágenes desgranándose en flashazos, en sobreinformación.
     Y Marín sólo puede seguir atrás, viendo para adentro, reinterpretando las escenas a partir de esa ancla que podría llamarse dolor.
     --Puta --masculla. Salto, asalto de imágenes. Las escenas se le pierden en asignificaciones que sólo cobran materia cuando ella aparece. Peor, cuando ella, la protagonista de cabellos enrulados y vestido como cota de malla, hecha de chaquiras que apenas tapan sus senos, grita: “I can hardly wait...”
     Y lo repite, lo reestructura, en pantalla y acordes. En su propia mente. En un pasado de veinticuatro horas que rápidamente reconfecciona en la apropiada estructura de máxima tortura.
     Y es como si en la pantalla, su Doppelgänger, ese hombre de cabellos tan largos como los suyos, de barba tan crecida como la suya, presintiera sus movimientos, auque de hecho los antecede... Tiempos de filmación, lo sabe... y sin embargo ¿qué fue antes, el huevo o la gallina?
     Maldita gallina, piensa en esos momentos en que todo llega a la cima, a la hondonada argumental que lo retrotrae.
     “Sesos enlatados”... Y por más que intente quitarle el aspecto negativo, aquello alcanza nuevas significaciones. Triángulos amorosos. Añoranzas huecas...
     Lo peor; sabe el origen de aquel rechazo, de aquellas palabras. Recuerda aquella fiesta vespertina. El flujo de los muppets y sus burbujas mareadoras... y los besos de ella. Aquellos no solicitados. Aquella cama que los mirara estar ahí, en entrega plena, ebria, borracha, pero plena... ¿Acaso la conciencia hace más válido el ardor sexual, el orgasmo, o mejor aún, la comunión de carne y alma?
     Vuelve a preguntarse mientras mira a la diva roquera a tamaño de cinco metros, sudar y perder los rulos en ese sube y baja que la llena de sudor y laxitud, en ese pistoneo de máquina asesina que sabe va compenetrándosele tan hondo al vende sueños, a aquel protagonista, como al él mismo. A ese hombre, gemelo de sí, paralelo de sí... Doppelgänger...
     Y su vuelta a Cortázar se transforma, entonces sí, en no inmotivada [¿y qué es la negación de la negación en una sentencia (porque aceptémoslo, también ya hibridamos el idioma) como esta?] sino plena.
     “Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”, recuerda y los laberintos de su psique lo guían por meandros rápidos, ora festivos, ora retantes, ora en ese vértigo de vomitiva materia. Chantajes, autochantajes, ping pong, rebote en bandas de un billar truqueado para hacer ganar a la casa. Problema número uno: ¿Él o ella son la casa?
     En la escena, los dos ha vuelto a encontrarse y el desafío esta por dilucidarse.
     Allá, acá, arriba, abajo. Todo es el mismo galimatías de sentido... Y aún más.
     Empieza con una vibración, un mareo más consistente que lo hace sentir el mal del marinero. mareo, marear. Y las alarmas y las sacudidas más consistentes que desenfocan y luefgo apagan el proyector. Silbatos, hombres con gorra y chalecos verdes con bandas reflejantes los van arreando hacia la salida lateral.
     Huida de rebaño asustado. “Sesos enlatados”. Y camina hacia el boulevard, como si nada la película le hubiera mostrado. Más que caminar, corre. Alcanza el boulevard y levanta la mirada hacia el payaso mueblero que en la cima del edificio se convulsiona como un King Kong a punto de caer del edificio Chrysler.
     Corre. Corre hacia él. De cada casa, cada negocio, va siendo vomitado un consistente fluido de carne humana que insiste en colisionarlo.
     Evade, sprinta. El payaso se golpea los pectorales y el reflector sobre sí, parpadea en el estertor de una corriente eléctrica que parpadea hasta morir.
     Como él, ese payaso que se precipita, se abalanza contra el asfalto, envidioso, artrero, para robarle el acto.
     --No ma...
     El golpe es seco, rueda, Los rulos se enredan en sus cejas, en sus pestañas, amordazan su nariz, casi suboca...
     --¿Estás bien? --escupe. Cualquier paranoia transexual anulada con su aroma, con el tacto de sus chinos.
     --Lo viste... no mames... el pinche payaso se tiró.
     Y es ella y no. Parpadeo de luces, arbotantes municipales, iluminación vial.
     Se miran. Y vuelven a sonreir.
     --Pinche payaso --coincides.
     --Ni ellos se libran del suicidio --dice ella. Y huele a Baileys. A mucho Baileys.
     --Te invito otra para el susto..
     --Va --dice ella.
     Y ya no se preocupan más por las ambulancias, por el payaso inflable, por las luces que van y vienen y ponen una suerte de estrobo que...
 


La monotonía, el descubrimiento de sí mismo en el otro y la realización personal como temas en Rayuela

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©2014,  Sarah Banderas Martínez
*Una crítica sobria, cuasi desmitificadora, en torno a uno de los temas más amados en la obra máxima novelística de Cortázar. Justo hoy, en el centenario de su natalicio*
    
     La monotonía le aterra a Horacio Oliveira, por ello inventa estrategias para evadirla y fingir que se encuentra con la sorpresa. Sin embargo, su vida en París es predecible, rutinaria. Quizá el único elemento cambiante, inesperado es La Maga a quien desprecia en lo profundo de su ser por parecerle ordinaria.
     Una de las tácticas que concibe Oliveira para imprimirle ese toque sorpresivo a su vida son los encuentros “casuales” (aunque premeditados) con La Maga, que se describen en el capítulo sexto. Estos consisten en citarse vagamente en un barrio de la ciudad a cierta hora, dejándole a los teoremas probabilísticos la responsabilidad de unirlos o separarlos. Disertaban por horas los porqués de sus encuentros. Él los atribuía a la exactitud de las matemáticas y ella a los juegos del destino.
     Para hacer sus “citas-no citas” amorosas más provechosas, ambos cargaban con un libro por si la fatalidad decidía caprichosamente que ese día no le apetecía unirlos y ante las circunstancias de su soledad debían optar -cada uno por su lado-, pasar el día sentados en un café leyendo. Esta propuesta fue aceptada más por resignación que por convicción por La Maga, quien prefería perderse entre los aparadores.
     Asimismo, en este capítulo se hace patente la arrogancia de Oliveira derivada de la ignorancia de La Maga, a quien subestima y menosprecia por sus escasos conocimientos literarios. Ella, por su parte, colecciona resentimientos producto de la humillación que él le obsequia al negarse a ayudarla. A pesar de ello, ambos se dejan atrapar por sus juegos. Se atraen y se repelen con el único objetivo de vencer a la costumbre y renovar el amor.
     En esta huida de la monotonía, Oliveira propicia situaciones grotescas y hasta cómicas tanto en París como en Argentina. El final de su odisea en su tierra natal (presentada en el capítulo 56) es un digno representante de la extravagancia del protagonista quien cierra con broche de oro su ir y venir por la vida buscando aquello que le ha sido negado.
     Desde su regreso a Argentina, Oliveira desea sabotear la felicidad de Traveler para orillarlo a cuestionarse, a titubear en su intento de vivir satisfecho con lo que es y tiene, y quizá llevarlo al extremo de convertirse en él. El momento culminante de ese intento es el último diálogo que ambos sostienen momentos después de que el protagonista ha besado a la novia de su mejor amigo.
     Horacio se encuentra sentado al borde de la ventana, con lo cual pretende poner a prueba la fidelidad de sus amigos. En ese instante de tensión se descubre a sí mismo en Traveler, quien se ha convertido en su lazarillo. En él se refleja su opuesto, su otra cara, aquella que no busca, que respeta a su pareja por lo que es sin forzarla a cambiar a su semejanza, aquella que se resigna a vivir bajo las normas y los entendidos sociales.
     Oliveira está tentando su suerte: arrojarse hacia el precipicio porque su vida ha sido un fracaso –y lo único que realmente le importaba lo valoró demasiado tarde, con lo cual se revierte su filosofía de la búsqueda eterna pues aquello que no se busca y se tiene al lado es lo que a uno lo hace feliz- o se arriesga a vivir cómo siempre se negó a hacerlo. “Yo estoy vivo-dijo Traveler mirándolo a los ojos-. Estar vivo parece siempre el precio de algo. Y vos no querés pagar nada. Nunca lo quisiste” (450).
     Sin embargo, Horacio parece entender que está predestinado al fracaso y solamente a través de su otro yo compasivo, que se representa en Traveler, podrá ser feliz: “una cosa sé y es que de tu lado ya no puedo estar, todo se me rompe entre las manos, hago cada barbaridad que es para volverse loco suponiendo que fuera tan fácil. Pero vos que estás armonía con el territorio no querés entender este ir y venir…” (457).
     Oliveira se enfrasca en una búsqueda constante porque no quiere romperlo todo, no es su deseo boicotear su propia felicidad, pero simplemente así sucede: todo lo bueno que le sucede lo destruye. Por eso va y viene para encontrar ese algo irrompible.
     En el capítulo 125 de “Otros lados” se aborda el tema de la realización, la búsqueda como individuo intemporal o histórico. En ocasiones sucede que cuando uno se encuentra, “el encuentro no cuaja”, pero entonces, si no es lo que se esperaba, ¿la búsqueda debe iniciar de nuevo o es que quizá nunca se detiene?
     Oliveira tiene en La Maga la felicidad que necesita, más no la que espera. Mientras está a su lado, Horacio continúa en la búsqueda de un algo intangible, indefinible, algo que no tiene nombre. Entonces el encuentro de ambos no cuajó. Sólo cuando la pierde se da cuenta de que ya había encontrado “algo”.
     En su vuelta a Argentina, Oliveira reconoce a Talita como una representación más sofisticada de La Maga, por eso nos parece que a lo largo de la trama trata de seducirla.
     El reconocimiento de sí mismo en el otro y la realización personal a través de la búsqueda son temas transversales de Rayuela que reflejan la parte más humana del hombre.
    
     BIBLIOGRAFÍA
     Cortázar, Julio, Rayuela, México: Santillana Ediciones Generales, 2013.
    
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