CUENTO GANADOR DEL XI PREMIO NACIONAL PUEBLA DE CUENTO INÉDITO DE CIENCIA FICCIÓN
©1995, Juan Hernández LunaAbrí el canal de mi plexo e introduje el aceitoso tubo que abastecería mi cápsula de oxígeno. De la base del cuello extraje el ducto espiral y alimenté mi carne. Ajusté mi brazo izquierdo que continuaba fallando. Me senté ante el tablero de la nave y conecté mi base craneal con el mando maestro dispuesto a recorrer la frontera. La eterna rutina antes de iniciar mi trabajo.
Cada noche debía patrullar y ver que todo fuera en santa paz en los dominios de la Compañía. Y todo marchaba, excepto por una jaqueca que sacudía mis neuronas. Cuatro horas-tierra con la interfase conectada al orificio tras la nuca agota a cualquiera.
Desde mi cabina lograba ver las fumarolas verdes y amarillas de la Gran Caldera, la galaxia de luces que cobijaba la ciudad como una marquesina.
De pronto el cuarzo de la pantalla parpadeó agitadamente su color rojo indicando emergencia. Pulsé la señal de alarma y maniobré la nave hasta situarme en el lugar donde había partido el mensaje de ayuda.
Cuando aterrizé pude adivinar lo que encontraría; cuerpos carbonizados, chips de control derretidos, piel sintética adherida al fondo de la caverna piloto y plástico X2 revuelto con piedras y plasma genérico.
Era el cuarto ataque en menos de un mes. Los otros habían ocurrido en mi ausencia. Este era el primero que me tocaba atender sin lograr impedirlo. Era difícil llegar a tiempo. El recorte de personal había afectado a la Compañía que prefería colonizar los desiertos en vez de proteger sus fronteras tecnológicas.
Me dediqué a la tarea de remover aquellos escombros; la cápsula de lo que había sido una aduana había explotado sin aparente causa. Era evidente que se trataba de un sabotaje más contra la Compañía.
Cuando terminé, mi cargamento era una docena de bolsas conteniendo los restos de tres compañeros muertos. Trasladé los sanguinolentos paquetes hasta la jefatura de zona. En mi informe expliqué que se había tratado de un nuevo ataque, certero, fulminante.
En el almacén entregué mi equipó de trabajo, desconecté de mi cabeza la prótesis y antes de irme a descansar pasé por el taller a que revisaran mi brazo. El viejo implante volvía a darme molestias. El dolor producido inundaba mi espalda y entumecía mis piernas.
Mocho XII, el mecánico, volvió a decir que era poco lo que podía hacer por mi brazo. Sólo aceitarlo y limpiarlo con un trapo húmedo para cuidar su apariencia. "Es un modelo antiguo, la vena de cuarzo es tan costosa que tu sueldo jamás podría pagarla", dijo.
Vaya miseria. Ya antes había considerado la idea de deshacerme del brazo, pero no me imaginaba caminando con la manga de mi traje hibernal flotando vacía. Además la Compañía tendría un motivo para despedirme. Prefería soportar ese brazo viejo y oxidado aunque mi espalda pagara las consecuencias.
Al día siguiente, pasé por el laboratorio sólo por satisfacer mi curiosidad. Los restos de los tres cadáveres habían sido debidamente ordenados para ser usados en implantes posteriores. Ninguna cabeza, ningún corazón, ningún órgano valioso, sólo restos de muñones y una pierna adiposa que supuse había sido de Jack, el más gordo de los tres fallecidos.
"¿Algún brazo?", pregunté. "Ninguno, no tienes suerte", respondió el laboratorista. En verdad era mala suerte. De los tres ataques anteriores se habían recuperado un par de brazos que de inmediato fueron vendidos a los Almacenes Tronics. Cada noche pasaba por los aparadores de la tienda y miraba los brazos criogenizados en sus urnas de cristal bajo una cartulina con un precio fuera de mis posibilidades.
El reporte final no arrojaba ningún dato que pudiera servir a mi patrullaje. Algunos consideraban que la explosión había sido cometida por un disparo de Metal Rubio, esa extraña fuerza conseguida en laboratorios extranjeros y que era el arma más temible para la Compañía. Sin embargo, cómo explicar que los exoesqueletos de los cadáveres permanecieran intactos. Misterio tecnológico. Era probable que el Metal Rubio hubiera sido perfeccionado. Sobre todo porque los exoesqueletos creados por la Compañía eran capaces de resistir las temperaturas de Golan y Mirna, las colonias desérticas tan plagadas de radiactividad como bulbo de magma.
¿Acaso el enemigo deseaba apoderarse de exoesqueletos? De ser así, yo había llegado antes que los cadáveres de mis compañeros hubieran sido robados.
La idea de que tarde o temprano seríamos vencidos me provocaba una tremenda angustia. No me agradaba la idea de verme convertido en esclavo a las órdenes del Enemigo, levantando muros de hormigón y ceniza epóxica para resguardar sus fronteras.
Quedábamos pocos. Nuestra resistencia estaba en su límite, continuamente patrullábamos las fronteras. Siempre regresábamos con malas noticias y la nave llena de restos de antiguos compañeros.
Algunas noches, Soralia hacía contacto desde su tablero y conversábamos. ¿Dónde estaría? Gente como ella permanecían resguardados de por vida, eran la reserva tecnológica de la Compañía y debían preservarlos a toda costa, su captura por parte del Enemigo representaba un peligro.
Bah, si supieran que se conectaba a mi tablero, que sus palabras amorosas entraban por la base de mi nuca y todo mi traje hibernal se inundaba con sus caricias... Era peligroso. Bastaba que un explorador enemigo entrara en la red y vaciara sus archivos de conocimientos como un vampiro extrae la sangre a su víctima.
Tal vez Soralia no comprendía el peligro de conectarse con alguien del exterior, lo cierto es que aquellas eran las noches más felices de mi vida, sobre todo cuando el holograma de su rostro estallaba en el interior de mi nave y yo me dejaba adormecer por sus reflejos dorados, hasta verla desaparecer bajo la oscuridad en el cristal de mi cabina.
Hablábamos de amor, de caricias ausentes. Era difícil hablar del futuro. La sola mención de esta palabra significaba angustia y desesperación, miedo y locura. Ambos habíamos nacido en la última generación con posibilidades de vida MODERADA y SANA, según el censo.
La estadística no especificaba si MODERADA significaba vivir con miedo de que el Enemigo conquistara la tierra de Los Antepasados. Tampoco ofrecía explicación para la palabra SANA. ¿Era normal vivir recluido en algún laboratorio secreto? ¿Era sano vivir con una prótesis oxidada y sin refacciones?
La Tierra había sido agotada en sus recursos buscando vida en otros planetas. Año de 3014. Seguíamos igual que siempre, abandonados en el universo, sin nadie que respondiera a nuestro llamado, sin que la barrera del tiempo pudiera ser cruzada como alguna vez se había soñado, sin que un mensaje sideral llegara a nuestros radares cada vez más sofisticados, cada vez más inútiles.
Sabíamos que éramos producto de ese polvo de estrellas caído en la Tierra allá en la oscuridad del tiempo. Habíamos comprendido también que estábamos solos en el universo, nadie habría de ir por nosotros, la noche era una simple boca oscura.
Cuando esto fue aceptado por la comunidad científica sólo quedó una salida; apoderarse del mayor territorio posible antes que el Enemigo, pero nuestras naves eran pequeñas, además escaseaban los bastimentos y el combustible. ¿Cómo intentar la conquista? Fue necesario conformarse con esa larga cadena montañosa ofrecida como patria. Apenas quinientos kilómetros cuadrados, repletos de miseria y abandono, fronteras frágiles por donde mi nave patrullaba buscando retrasar lo inevitable.
Vivía en un panal. Un conjunto de recámaras estrechas donde sólo era permitido pasar la noche, como si fuera posible permanecer durante el día, a menos que uno deseara volverse loco.
El panal estaba en lo alto de un cerro. Antiguamente había sido un basurero tecnológico. Cuando llegaba un poco de viento se podía percibir el olor nefasto a plástico y carbón, a cadáveres de alimañas puestas a secar al sol para macerar su carne. A pesar de lo tenebroso del sitio no corría peligro. Mi nave era razón suficiente para que nadie se atreviera a robar mi prótesis, a desprenderme la base craneal o desear apoderarse del plexo que la compañía me había instalado.
De cierto modo era visto como héroe, pocos eran quienes se arriesgaban a patrullar las fronteras. Podía atravesar el barrio sin temor, llevar alguna joven a mi celda o gritar como lobo en las noches de luna llena, rito sólo permitido a los más ancianos.
Me sentía cansado. La espalda era una burbuja ardiente que amenazaba con estallar y dejarme embarrado en ese callejón donde buscaba un sitio tranquilo para tomar cerveza. Los charcos grasientos reflejaban el neón y las siluetas de los transeúntes, algunos adolescentes se divertían pellizcando el culo a las prostitutas. Alguien gritó auxilio en uno de los pisos superiores pero la voz fue opacada por el silbato de la Gran Caldera que anunciaba la salida de personal.
De inmediato, los callejones de la zona se convirtieron en un estúpido peregrinar de personas que ansiaban divertirse un poco antes de retirarse a dormir. Un hombre negro me ofreció clavijas faciales. Pedí que no me molestara. El tipo insistió. Abrió su abrigo y mostró relojes piramidales reservados al ejército, intravenosas de juego sexual que podían ser instaladas inmediatamente.
"Los conozco. Tienen virus", dije.
"Están limpios", respondió.
De cualquier forma era un riesgo instalarse con aquella basura. Uno podía perderse en algún laberinto y jamás regresar.
"Lo que necesito es un brazo", dije levantando la manga de mi traje hibernal, señalando mi propio brazo izquierdo.
"Mjm, si tuviera un brazo ya hubiera salido de pobre", dijo el negro retirándose molesto.
Entré a un lugar apenas iluminado con cuarzos chillantes que parpadeaban lastimando la vista. Encontré sitio en la barra. En el escenario un hombre tragaba un largo cuchillo por su boca lacerada con bubas rojizas. La enfermedad de los basureros.
No resistí. Salí del lugar y caminé hacia el panal, confiado en la seguridad que daba mi uniforme. Sentí entonces un dolor en la nuca. Alguien me había golpeado la base craneal y mi cerebro se volvió loco intentando recuperarse. El atacante pasó su brazo por mi cuello y un hombre con el rostro sintético se detuvo frente a mí. Con un rápido movimiento desprendió la prótesis de mi brazo izquierdo y mi espalda estalló en dolor negro y áspero.
Cuando desperté estaba sentado frente a una pantalla que parpadeaba frenética. Los dos ángeles violentos conectaban un tablero a mi base craneal y revisaban la reserva de oxígeno en la cavidad de mi plexo. "Será mejor llenarlo", dijo el hombre de rostro sintético. El atacante conectó la sonda y pude reconocerlo. Era el mismo que me había ofrecido mercancía en el callejón.
"Whiskas. Gibrán Whiskas, Oficial de Patrulla".
"Soy yo", dije sintiendo la energía corriendo a través de mi cuerpo. Los tipos me habían conectado carga suficiente para trabajar sin descanso una semana. Era un derroche. ¿De dónde obtenían semejante cantidad de plasma genérico y oxígeno?
"Tenemos nuestros proveedores", respondió el hombre sintético. Entonces noté que mi base craneal estaba siendo decodificada y la línea de mi pensamiento aparecía transcrita en la pantalla. Era imposible ocultarles algo.
"Gibrán Whiskas, censado como habitante de vida MODERADA y SANA. Mmmm. Quedan pocos como tú, de no ser por la prótesis de tu brazo diríamos que eres una reliquia de museo."
"He sabido conservarme".
"No te elegimos por eso, sino por tu amistad con Soralia."
Estaba perdido. El secreto guardado durante tanto tiempo había sido descubierto.
"No sé de qué hablan", respondí y de inmediato la pantalla parpadeó una luz amarilla. Las palabras Soralia, amor mío aparecieron centelleantes.
"Es inútil mentir. Mi amigo el negro se divierte explorando redes. Hace poco descubrió un ardiente diálogo. Espero que limpies el tablero de tu nave luego de masturbarte con el holograma de tu amiga, patrullero".
El negro se aproximó jugueteando con mi prótesis, analizándola.
"Obtendría buen dinero por este brazo en el callejón, lástima que ya no existan refacciones. Es un antiguo modelo", dijo.
Ni siquiera me esforcé por hablar, dejé que la línea de mi pensamiento fuera apareciendo en la pantalla.
De acuerdo, ¿qué buscan?
"Necesitamos que conectes con Soralia. Es todo".
¿Con qué propósito?
Sólo para... conversar.
Vampiros, te van a chupar parpadeó la pantalla traicionando nuevamente la línea de mi pensamiento.
"No sé cómo hacerlo, ella es quien se comunica conmigo".
"No te preocupes. El negro te acompañará. Sólo necesitamos tu voz para que Soralia acepte conectarse."
Vampiros Vampiros
"Lástima que no tenga compostura", dijo el negro, tirando mi prótesis al piso. Mi brazo artificial crujió bajo el peso de su bota. La vieja vena de cuarzo que tanto había resistido se deslizó por el mosaico como una serpiente chamuscada.
"Podemos dejarte ir, pero presiento que no tienes un buen pretexto para explicar la pérdida de tu brazo; podemos hablar a la compañía y decir que uno de sus patrulleros se conecta con su amante descuidando el patrullaje en la frontera. O quizá te liquidemos. El negro se encargará de vender tus restos en el callejón o a los Almacenes Tronics. Todo tu cuerpo es una verdadera mina de oro."
Está bien, no tengo opción.
El hombre sintético sonrió. Tomó asiento a mi lado y conectó un tablero en las cánulas de sus manos. El hombre negro hizo lo mismo y extendió un cable que depositó en la red alterna de mi base craneal.
Astillas de vidrio. Una tormenta de cuarzo recibió mi primer impulso. Preferí cerrar los ojos para concentrarme. Tenía poca experiencia en el viaje cibernético. Acaso ahí residía el misterio de mi cuerpo conservado.
Una cortina de metal sónico golpeó mis neuronas. El dolor hizo arquear mi columna. Era difícil avanzar llevando al negro como compañero. Cada barrera pasaba primero por mi frontera sensorial y todo se detenía hasta que el negro la decodificaba y aceptaba continuar. En caso de peligro el hombre sintético desconectaría a su amigo y me dejarían sólo, perdido en un cable minado de Furia y Espanto. El resto de los candados ni siquiera podía imaginarlos.
Furia fue un taladro directo a los dientes. Sentí la descarga. Por un momento perdí la noción hasta que sentí la presencia del negro avanzando en algún recodo de mi cráneo. Abrí los ojos y miré la pantalla virtual que operaba el hombre de la piel sintética. Desde su tablero iba incorporando claves que permitían el acceso hasta esa zona.
No puedo más apareció en la pantalla amarillenta. La línea de mi pensamiento se resistía. El instinto de supervivencia indicaba el límite de mis posibilidades. El negro fue en mi auxilio. En mi base craneal sentí el pulsar de algunas teclas que viraron el rumbo hasta retomarlo justo después del taladro. Furia había quedado atrás.
"¡Piensa en Soralia!" gritó el hombre sintético.
El negro volvió a teclear y en la oscuridad rocosa percibí las letras del nombre de mi amada. Una luz intensa iluminó el túnel. Era difícil de creer. Soralia había colocado su mismo nombre como clave para acceder hasta su refugio. El camino parecía claro, sólo quedaban los candados que la compañía había colocado en sus redes.
Un demonio viscoso atacó mi plexo buscando la cápsula vital. Había llegado a los dominios de Espanto. Intenté cubrirme con mi mano izquierda, pero un muñón rojizo y maloliente me hizo recordar que no tenía brazo. Una escarcha de plástico venenoso me recibió bajo esa caverna donde navegaba a ciegas. El negro permanecía a mi lado, preparado para huir cuando todo acabara.
S O R A L I A parpadearon las letras enviadas desde el tablero y mi base craneal fue catapultada hasta una región donde ni siquiera los abismos existían. Territorio de sombras, trono de bestias que mascaban mi nombre. La vida fue una ráfaga, serpentina de amores destrozados, tristeza acumulada.
El hombre negro tomó mi sombra y la deslizó envuelta en una mancha rojiza que se volvió ceniza y gritos. Ambos regresamos por el cable recogiendo restos de dolor sensorial. El vértigo nos depositó frente a la computadora. Desperté cuatro días después, junto a los restos de mi brazo izquierdo.
Apenas abrí los ojos la punta metálica de una bota hizo estallar mi nariz. El dolor buscó acomodo entre mis recuerdos y sentí una neblina de alfileres vaciándose alrededor de mi cráneo.
"Gibrán Whiskas, quedas detenido a proceso. Se te acusa de colaborar con el Enemigo."
El androide no sabía de buenos modales. Inmovilizó mi cuerpo con sonda eléctrica y fui llevado en un convoy hasta una cripta ubicada en lo que supuse eran los sótanos de la Compañía. Por alguna razón mi agenda nemotécnica estaba intacta. Podía recordar mi pasado, la historia de mis padres, mi número clave, algunas fechas patrias y hasta el himno de la Compañía. También recordé que era noche de luna llena.
Un aullido feroz salió de mi garganta. Restos de sangre y baba fluyeron por la comisura de mis labios. La corriente vital de mi cápsula se activó como el chispazo de un motor y mi cabeza golpeó el cristal de la cripta que cayó en pedazos. Estaba libre.
Alertado por el ruido llegó el androide. Al verme disparó una sonda eléctrica que eludí arqueando el cuerpo. Lo tomé por el cuello y apreté, haciendo estallar su tráquea de resina que chisporroteó antes de fundirse. ¡Demonios, cómo extrañaba mi otro brazo!
Vagué por los pasillos. En una pared de mandos conecté el cable de mi base craneal y pronto obtuve un plano del edificio. No había candados, sólo un dolor en los dientes que ya conocía. Busqué algo de energía y encontré apenas diez grados en una tarjeta de memoria. Los absorbí de inmediato y los deposité en mi cánula tras el oído. Mi debilidad era de grado mayor.
Pedí a mi base craneal una nueva lectura del plano del edificio. Si había logrado entrar a la Compañía valía la pena conocer a mi amada. Tecleé su nombre. SORALIA. Por toda respuesta obtuve: Objeto de Placer.
No podía creerlo. ¿Soralia, la mujer de quien me había enamorado, era un Juguete Sexual?
Comprendí todo; el miedo, la orfandad, el deseo, la muerte, el llanto, la soledad. Ahí estaba, con el cerebro conectado a un programa y una reserva de energía tan escasa que cualquier espasmo erótico haría explotar mi corazón. ¡Vaya ironía! Supe el peligro que corría al estar conectado, pero fue demasiado tarde. En ese momento, el cielo se abrió.
Mi alma quedó dispersa en una red de alambres oxidados que introducían dolor bajo la piel. Un olor a carne lastimada me inundó. Quise retirar aquella viscosidad pero sólo conseguí lastimarme con el muñón de mi mano. Era un maldito inválido.
Un tropel de luz y fuego caminó desde la base de mi columna astillando mi cuerpo. Grité desde el fondo de mi memoria, como si el carbón hubiera sido siempre la sustancia de mis palabras, como si el lodo fuera la viscosidad de mis ojos, como si la mugre habitara en mi lengua. Dolor.
Amor mío dijo una voz llegando desde el fondo de mis recuerdos. Era ella. Soralia. Una sombra.
Mi carne se convirtió en un reptar de gusanos bebiendo mis venas. El olor a sangre hervida inundaba mi tarjeta de sensaciones. La carne. La maldita carne es débil. Escuchar su voz y derrumbar mis sentidos fue una misma acción. Soralia se aproximó. Tomó mi cuerpo, lo desnudó, introdujo su lengua en mi boca, lamió de mis encías y rompió mi ducto espiral. Ya era un simple cuerpo abandonado a la noche. Sentí su fuerza al introducir su mano en mi base craneal y romperla. Dolor.
Explosión. La nada. El espasmo. El vómito de mi historia recorriendo cada vena de cuarzo sobreviviente al desastre.
Desperté recluido en mi celda. A lo lejos el murmullo del barrio reptaba por las paredes. "Te has portado bien", dijo el hombre negro terminando de colocar una nueva prótesis en mi brazo izquierdo. Un chasquido de luz caminó silencioso por mi cuerpo. El tipo se fue.
Salí de mi celda y caminé hasta mi nave. Sobrevolé por el barrio mientras una multitud chillaba celebrando la conquista de nuestro territorio por el Enemigo.
Crucé la frontera y huí. Nuevamente tenía dos brazos. Era mi pago por abrir la puerta al Enemigo a través de mi base craneal. Mi cuerpo estaba completo, excepto mi alma. La imagen de ese androide llamado Soralia, haciendo el amor conmigo en sus noches de descanso, me hería tanto como una astilla encontrando cobijo en mi angustia.
Amor mío dijo una voz parecida a un rumor de piedra. Surcó fugaz la sonda de mi base craneal. Se anidó directo en la región de mis sentimientos. Lloré.
Amor mío repitió la voz. Seguí llorando. Mis lágrimas cayeron sobre el cristal del tablero reflejando su humedad, excepto mi imagen. Ahí estaba el producto de mi tristeza. Con el tiempo aprendería a llevar mi nueva condición.
Pronto amanecería. Debía encontrar un recinto donde el sol no me lastimara. Atrás quedaban las fronteras que tanto había ayudado a resguardar. Al frente, la soledad del destierro.
Los vampiros no tenemos patria.