(C)2025, Eugenio Zigurat
La batalla era diaria, constante y la estaba perdiendo.
Cada tarde debía salir a revisar sus trampas, a bordo de su patético vehículo. Su más grande posesión de toda la vida era aquella tabla con ruedas y volante, llamada avalancha, un juguete pensado para divertirse, no para ser su único medio de locomoción. Pero eso era, eso había sido siempre: sus piernas. Y cuando ocurrió la guerra tenía una de repuesto. Fue esa la que adaptó, tras el infierno de los primeros días, tras la fractura del domo y la constante caída de basura.
Tuvo que suponer que había robots dedicados a la limpia. Que fueron ellos, con su raquítica discriminación, quienes fueron arrojando todas aquellas piezas, todas las latas de exhausta caducidad, todo, absolutamente todo, incluyendo los productos farmacéuticos, al agujero que llamaba casa.
Lo último fueron las dos muñecas de silicón, poco antes de que llegara la batalla final sobre aquella ciudad y reinara el silencio. Lo bueno de haberse apoderado de ellas fue que lo hicieron refugirase hasta el fondo de la galería, para disimular sus gemidos. Y estaba gozando a la más completa, cuando sobrevino la gran explosión.
Su madre solía decírselo: eres como un maldito hurón, siempre has de meterte en el rincón más estrecho. Por eso sobrevivió.
Tardó un mes en lograr excavar su ruta de salida. Un mes más en asegurar su refugio. Para entonces Tangerina y Melocotón ya eran sus esposas, con nombre, tatuajes y adornos que disimulaban los desgarres. Sus cuerpos eran perfectos, pero los muñones resultaban grotescos.
Tangerina era la más parecida a él. No tenía una sola extremidad. Melo tenía una pierna completa y el brazo derecho le llegaba hasta el codo. Tange tenía media cabellera rubia chamuscada y le había costado un trabajo infame arreglárselo.
Por eso Tange era su favorita, era como su espejo en bonito, aunque le faltara el brazo izquierdo.
Cuando pasaron las algarabías, todas las exploraciones de rapiña y hasta los mismos coyotes empezaron a dejar la zona, adaptó la cometa y las llantas de rover robótico a su avalancha. De ese mismo rover pudo obtener el brazo mecánico para reemplazar el derecho que nunca tuvo, acomodó las pilas y los cargadores solares...
Por eso, ahora era otro.
Uno que cada tarde, hacia las cinco, cuando menos una hora antes del crepúsculo, iba recorriendo ese mar de cascajo en busca de alguna cosa extra para hacer más llevadera la vida...
Aunque quizá aquello, por vez primera, era una exageración.
Desde que iniciara la guerra, él había empezado a vivir; al fin sin la presión social, sin criticas, burlas ni humillaciones; a amar sin tener que pagar y soportar las caras de asco de las damas nocturnas.
Ahora depredaba esa zona de cascajos en busca de mejorar su calidad de vida. No desechaba la idea de unas piernas robóticas, de encontrar videojuegos, muebles... y de capturar alguna presa en sus trampas...
Lentamente se había construido una suerte de techo con paneles solares que ocultaban el hueco de su domo y cada tarde, tras el juego con la cometa, los vientos y las dunas, volvía con un trofeo a los cuerpos de Tange y Melo.
Pero esa vez fue diferente. Distinguó de inmediato las huellas de otro carro, los arrastrares de un cuerpo. Había alguien en su refugio. Y quizá no estaba preparado para ello.
Un miedo cerval lo recorrió. Imaginó a un soldado corpulento, enfrentándolo, quizá hasta procurando aprovecharse de su piel. Pensó en sus chicas... y decidió que no podía abandonarlas. Preparó su brazo con la ballesta y dejó fuera el cometa y las piezas no necesarias. Avanzó con sigilo y aún la miró sobre sus muñecas. Melo ya no tenía su pierna, ahora estaba ajustada a la cadera de esa soldado que también traía puesto el rostro y la peluca de Melo. Sobre su futón quedaban la careta achicharrada de ese robot de infiltración que, además, ya había guardado las piezas más avanzadas en una mochila que en ese momento colgaba en sus hombros.
Lo captó en ese instante y los rasgos de Melo se llenaron de una mueca sardónica.
--Por un momento temí que tuviera que cambiar mis planes, focomelo --dijo la soldado con un desprecio infinito--. Pero no alcanzas el estatus de ser humano... Para tu fortuna, tampoco el de mutante contagioso...
--¿Puedes al menos darme noticias sobre el mundo?...
--No hay sobrevivientes de tu raza... Queda una colonia racialmente pura en un búnker de la Antártida... y otra colonia poliracial en la luna... No creemos que sobrevivan más de tres meses...
--¿Hay otros como tú?
--Esa es información clasificada... Y prefiero no arriesgarme a dejarte con vida, focomelo --dijo y estrajo una escuadra.
--Mi nombre es Mario --dijo él, sin retroceder.
--Te falta el mostacho --atacó ella con crueldad. Giró la pistola en su índice y la regresó a la funda, con la izquierda extrajo un cuchillo de supervivencia--. Creo que aprovecharé tus carnes para desquitar mi frustración de no alcanzar a los selenitas... Y para mejorar mi técnica. Te prometo doce horas de exquisito e irreversible dolor.
--¿Tienes un nombre?
--Omega 7036... Dile adiós a la vida --amenazó y aceleró sus pasos. El destello fue mínimo, prácticamente imaginario. El pulso magnético tenía la energía suficiente. El cuerpo continuó su curso inercial, y cayó de bruces, cerca del morro de su avalancha.
Aquella era su trampa más efectiva. La que lo había salvado ya cinco veces, contando ésta, de drones de pillaje y robots pepenadores.
--Más te vale no haber arruinado la cara de Melo... --dijo, mientras quitaba la peluca y removía la placa craneal de seguridad. Retiró el chip militar y con la misma pinza que le servía de mano lo hizo añicos--. Mañana me ocuparé de ti...
Y volvio al lado de sus muñecas. Remendó los raspones en la cara de Melo y volvió a amarlas como si las hubieran en verdad secuestrado.
Tres días más tarde, salió con Omega al dominio del cascajo. Ahora era su bestia de tiro, con una inteligencia mínima y poco autónoma. Había retirado todos los rasgos de silicón y recubierto sus miembros con molduras vintage de robots de construcción.
La vida mejoró en velocidad. En tecnología.
Mario nunca corroboró lo de las colonias. Vivió treinta años más, al lado de cinco muñecas que Omega también enterró a su lado.
Un año entero, le llevará construir la lápida con su epitafio. Una que podrá ser vista desde la orbita, aun en medio de tanto cascajo.