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El banderín de las Chivas

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©1986, Juan Hernández Luna
(Cuento inédito en La Langosta. Publicado originalmente en el libro de cuentos Crucigrama, escrito a cuatro manos con Dolores Zamorano y que obtuviera el premio Jomar 1988)

Por lo general cuando encuentro a mi vecino en la calle procuro no saludarle ni dirigirle la palabra. Sufro al pensar que me mira a los ojos y eso me obligue a darle los buenos días. No creo ser descortés, sin embargo, es una precaución y lo prefiero así, pues hay algo que me obliga a evitar cualquier relación.
      Al principio, cuando él era un recién llegado al edificio, parecía inofensivo; se pasaba las tardes sentado en las descuidadas bancas del parquecito aquel a dos cuadras de distancia. Yo lo miraba al regresar del trabajo y se me hacía gracioso, en el caso de un nuevo vecino; prepararon pastel y con él fueron a ofrecerle su amistad. Yo esa vez no asistí, y ahora que sucedió esto, me he alegrado bastante de no haber estado ahí esa ocasión.
      Pues bien, les decía cómo al principio se pasaba las tardes sentado en el parque. Me parecía extraño cómo un muchacho de su edad no se encontraba paseando con alguna chi8ca, aunque para ser sinceros, al ver su cara no podía imaginarlo haciéndole corte a ninguna chica, fuera esta quien fuera.
      Cuando no lo miraba en el parque, sólo podía imaginarlo con sus brazos de manos delgadas, metidas en las bolsas del pantalón, caminando despacio por las veredas llenas con hojas arrugadas que caían incansables, y un libro, leyendo detenidamente.
      Lo confieso, al principio tenía una especie de enamoramiento a su persona. Esto, digo, es grave, soy consciente de que en México no es común en un hombre cuarentón, casado, con dos hijos, fanático futbolero, de buenas a primeras acepte estar enamorado por la imagen de un muchacho con veintitantos años, sólo porque su figura se le hace ya tan familiar como su caminar agachado, haciéndose preguntas interminables.
      Pero aparte de eso había algo más que me atraía sobremanera; su forma de mirar me cautivaba. Recuerdo muy bien la noche cuando mi mujer, después de haberle llevado el pastel con sus amigas, regresó encantada y durante días no hubo más comentario sino su mirada, motivo por el cual busqué cautelosamente mis propios pretextos para admirarla también, hasta debo decir me sentí celoso al notar cómo la vecina del dieciséis, en compañía con la del cinco, hacía lo mismo, menos disimulada que yo pero lo hacía, y como no quería pasar a ser sospechoso, decidí no se tan frecuente en admirar aquellos ojos, si acaso distraídamente como si estuviera mirando los árboles o alguna chica al pasar cerca de él.
      Tenía algo extraño y familiar a la vez; unas ojeras tenues que agrandaban su mirada, llenándola con una profundidad que impedía apartar la vista de sus líneas ligeramente rasgadas hacia abajo, lo cual le daba un aire melancólico. También recuerdo a mi esposa, no dejaba de lamentar lo solo que le había parecido, lo “necesitado de ternura y cariño”, etc. Había contado no tener novia y recién llegaba de la provincia a estudiar, sólo a estudiar.
      Lo dicho, el joven había despertado el instinto maternal de todas las mujeres del edificio. No es que sea muy observador, pero fue fácil darse cuenta de la insistencia con que mi mujer miraba hacia su ventana tratando de observarlo.
      Decidí tomar mis precauciones para no entrar a la infinita lista de hombres cornudos, sin estar muy convencido por su eficacia y restándole importancia en el caso de que así fuera.
      Las precauciones no fueron muchas; una de ellas consistía en hacerle notar a mi mujer su edad, tratando se sintiera vieja y ridícula al flirtear con un jovencito, cosa la más perjudicial en las mujeres, pues poseen una fina perspicacia para hacerse las ofendidas y sacar provecho en aras de “vengar su amor propio”, por eso mismo deciden llevar a cabo su plan por imposible que parezca. Así, cuando por las noches i mujer se mostraba más apasionada de lo acostumbrado, requiriendo mis servicios eróticos, no podría al menos pensar que no era yo el causante de aquel repentino celo.
      —Está bien— me dije, tomando las cosas con calma. Traté de idear un plan, el cual consistía en ciertos ajustes a mi vida personal y por ende a la de mi esposa. No tiene caso decir cuáles fueron las precauciones ni cuáles los planes pues todo falló de la peor manera y un día descubrí una llave que no correspondía a ninguna cerradura en la casa, con ello empecé a sospechar de las frecuentes salidas de mi esposa. Era evidente que el jovenzuelo la había hecho su “presa”. Fue entonces que tomé con más serenidad el asunto, en otra persona, estoy seguro, hubiera terminado en problemas judiciales e incluso asesinatos.
      Mi vida siguió normal, ya no la cambié en lo más mínimo. Seguí siendo fanático del Guadalajara, acudiendo cada tarde a caminar al viejo parque en Azcapotzalco (era donde veía a este joven) comprando mi periódico y fumando mis tres cigarros diarios y cuatro los sábados, uno más a la hora del box por la tele.
      Creo mis hijos jamás notaron el anhelante y continuo compromiso de su madre por las tardes, a pesar de ser tan frecuente. Ellos siguieron llegando tarde a casa, sacando malas calificaciones, o sea, normal. No creo que con esto deba uno preocuparse, para mí no tiene la menor importancia saber acerca de mis hijos, no porque sea un padre desobligado, no, sino cuando pienso cuánto me jodo bien y bonito las ocho horas en la oficina, como para todavía llegar y seguir haciéndome mala sangre regañándolos, a uno porque viste estrafalariamente y a la otra por cambiar de novio cada semana. No, no era eso. Más bien era que poco a poco la herida del orgullo culminó en indiferencia al notar el arreglo cada vez más excesivo en mi esposa, y cuando esto sucedía, me inventaba un pretexto y salía a dar una vuelta al parque ya citado, sabiendo claramente no encontraría al joven y que, en su departamento, mi esposa y él darían festejo a ese inesperado amorío que habían construido.
      En fin, si algo me sorprendía era alguna derrota del Guadalajara, aunque para ser francos ha venido a menos, o algún “blanqueada” del Toro Valenzuela, o los fastuosos preparativos para el mundial de futbol.
      Todo esto lo recuerdo como quien hiciera un inventario pequeño, apenas mínimo, con unos cuantos recortes del pasado y con ellos se ensamblara un collage. Nunca he sido un buen observador si tal es el nombre que se les da a las personas quienes como yo, recuerdan cosas  y después las escriben.
      Podría repetirlo, aseverarlo incluso, ante cualquier persona y cualquier ley, no me afectaba. Lo repito par que quede más claro; no me afectaba el hecho de que mi esposa tuviera un amante, después de todo a mi edad ya no se puede retozar tres veces por la noche como era su deseo y, pues claro, alguien tenía que ser mi relevo.
      Les digo; no me afectaba, pero, el hecho que sucedió en el sanitario de un restaurante en San Juan de Letrán (como aún le llamamos los nostálgicos), donde un hombrecillo se me acercara y dijera de buenas a primeras: “Cuando pierda en Guadalajara nos volveremos a ver”, y dicho esto saliera del baño sin que al salir yo pudiera ver dónde se había metido, realmente era para inquietar hasta a un soberano aburrido como yo lo soy.
      Es necesario decir que no lo alcancé pues tardé subiendo el cierre del pantalón que siempre se me atora. Cuando por fin lo logré fui a la mesa, recogí mi chamarra y mi periódico, dejé la propina a la mesera de buenanalgamóvil y salí extrañado. El hombrecillo no se veía por ninguna parte y yo no estaba dispuesto a buscarlo pues la función en el Mariscala comenzaba a las cuatro y media.
      En el camino fui pensando en el hombrecillo y en lo raro de no haberlo visto entrar al baño. Lo digo porque estaba cerca de la entrada soportando un penetrante olor a orina y desinfectante y no recuerdo en ningún momento haberlo visto.
      Volverlo a ver no fue difícil, sólo hay que recordar las pésimas actuaciones del Guadalajara últimamente. Así al siguiente domingo, habiendo ya comprado mi Ovaciones y sentado plácidamente para leer, no tan plácidamente, la reseña de cómo el Guadalajara perdía mística a cada partido, alguien se sentó a mi lado, y como en esas películas que uno ha visto en avances dominicales, adiviné de quién se trataba, pero cuando voltee para saludarlo, descubrí la cara de un señor de aspecto muy serio (casi cadavérico), quien no me miraba a mí sino a las palomas hambrientas y sucias quienes buscaban las migas que él les tiraba despacio como si fuera un rito.
      Me había equivocado, incluso pensé que todo había sido una broma del tipo aquel, hecha sólo para fastidiar. Por otro lado mi mujer ese día había estado arreglada desde muy temprano, esperando el momento en que yo me fuera a leer mi periódico al parque, y nuestros hijos (bueno, quién encuentra a los hijos el domingo en la casa) no estaban. Total, lo único  que imaginaba era a mi esposa dándose la gran vida con el jovenzuelo aquel, acomodándolo con su suerte de acrobacias que he dejado de poder realizar hace tiempo.
      En eso estaba pensando cuando a mi fantasía erótica se le sumó un extraño olor a mingitorio, mezcla de orina y desinfectante. No supe en qué momento se había retirado el señor que tiraba migas a las palomas, ni en qué momento se había sentado aquel tipo con el mismo traje de la semana pasada, junto a mí y me decía:
      —Afortunadamente las Chivas pierden muy seguido, si no hubiera pasado mucho tiempo para que nos volviéramos a ver.
      Decir que me sentía actor de una película sería decir sólo una de tantas cosas de las que me creía partícipe, pues también albergaba una especie de estar y no estar al mismo tiempo, como si mi cuerpo fuera un pedazo de niebla, enmarcado únicamente por aquella banca del parquecito frente a la glorieta y a la iglesia de Azcapotzalco, la misma según las gentes, la araña sobre relieve en la torre, cuando llegué hasta arriba el mundo se va a acabar. Entonces, si todo estaba ahí; la plazuela, el parque, la banca (las palomas no, porque como son convenencieras se habían marchado al no recibir más de un olor a mingitorio) y si todo era verdad como se veía, sólo faltaba aceptar que también estaba yo, pero no podía sentirlo así, me costaba trabajo imaginarme como cada domingo pensando en alguna derrota del Guadalajara, en mi banca habitual y sintiendo aquellos ojos oscuros y nostálgicos depositados sobre mí con sencillez.
      —En la madre — me dije.
      —Ahora que no tomo siento los efectos.
      Cerré los ojos pero me arrepentí de inmediato, pues alcancé a ver cómo entraba en un mundo donde no contaba yo y del cual era difícil salir. Sentí miedo, ese miedo que todos en la infancia sentimos cuando nos cerraban la puerta de la recámara y uno se quedaba con los ojos entreabiertos, tratando de acostumbrarse a los fantasmas cotidianos.
      Abrí los ojos, quizá demasiado porque el pobre tipo (¿o el pobre era yo?) sonrió, comprendí entonces que mi aspecto era el de un burócrata que no sabe estar entre la gente.
      —A mí también me gusta el Guadalajara — siguió diciendo. —Y el hecho de que pierda de alguna manera nos une, nos atañe, créame, siento cada gol que le hacen como una mancha en el pasado honroso del equipo.
      Dicho esto sacó un viejísimo banderín del Guadalajara.
      —Mire esto… regalo de mi abuelo quien también fue chivista de corazón, créame, jamás lo vuelvo a soltar por nada del mundo y no quiero que se ofenda si no se lo presto para que lo admire, pero puedo decirle que se trata de una pieza única de manualidad, fue hecho por mi abuela y este banderín acompañó a mi abuelo en varios campeonatos ganados gloriosamente. Quizá por eso le dije que cuando volviera a perder nuestro equipo nos volveríamos a reunir.
      Está muy callado, será por mi aspecto, sé que desagrado pero eso no es motivo suficiente para dejar por ello de salir a la calle. ¿Conoce a un carnicero? Habrá olido su penetrante olor a grasa, pues lo mismo pasa con quienes nos dedicamos al aseo de sanitarios, tenemos tan untado el olor a la orina y el desinfectante que ya estamos acostumbrados al mismo por completo, el hecho de bañarnos sólo significa cambiar de ropa, jamás de olor.
      La vida me ha enseñado a distinguir a las personas con quienes tengo algo en común, no se espante, no pienso proponerle que sea mi compadre ni cosa peor. No, lo reconozco a usted, digámoslo así, por la calma que tiene de venir y sentarse aquí en el parque. Cuando yo era joven también me gustaba mucho. Leía incansablemente, sobre todo recién llegado de mi tierra, decidido a conquistar esta ciudad, idea que fui abandonando poco a poco. Al principio me hice una aureola de estudiante. Eso es fácil, simplemente con traer un libro bajo el brazo las gentes se lo creen, los comerciantes hacen descuento en cada cosa y nadie se ofende si no se deja propina, hasta las mujeres a vece3s son quienes pagan todo.
      Aquí en este mismo parque me venía a sentar; leía incansablemente las novelas de Agatha Christie y libros de parapsicología, telequinesis, piramidología, ciencias ocultas. El poder de la mente me atrae en cantidad enorme, el desdoblarse del cuerpo o ubicuidad, el estar en dos partes al mismo tiempo y predecir el futuro ¡es algo fantástico!
      En aquellas tardes pasaba aquí mis horas leyendo. Uno de mis recuerdos más fijos es que me sentía observado. En el edificio donde viví había un señor quien siempre que volvía de su trabajo me miraba. Él pensaba que yo no sentía su mirada, pero cómo no notarlo, después de tantas ocasiones a uno se le hace familiar esa presencia, esos ojos como nos miran pesados, letárgicos, como si quisieran quedarse con nuestra imagen y retenerla en el tiempo; estoy seguro que este señor retenía la mía y la retuvo por mucho tiempo después.
      Tuve una amante en esa colonia, pero no duró mucho; era una ninfomaníaca terrible y no pude satisfacer su gusto. Poco después escaseó el trabajo y tuve que salir de ahí para irme a vivir a una habitación más modesta. Mi aureola de estudiante ya no pude mantenerla, porque en aquella vecindad de verdad habitaban estudiantes quienes eran muy afectos a pláticas, pero mi ignorancia en sus temas me cohibía y no pude seguir la farsa. Qué diablos hacía yo; pueblerino, afecto a las novelas policiacas y enajenado por los fenómenos parapsicológicos, no, definitivamente no. Seguí trabajando como hasta ahora en el jamás haberme casado y el “orgullo de no querer regresar a mi tierra”, además de no tener estudios suficientes, me orillaron a aceptar el empleo de asear los sanitarios del lugar donde le conocí. Cuando usted entró estaba seguro que algo nos unía y ese algo me ayudó a llegar desde donde me encontraba y acercármele. Ahora pienso que no es sólo la derrota del Guadalajara lo que nos une, pero lo demás no sabría explicárselo. Está usted muy callado, disculpe, ni siquiera lo he dejado hablar.
      En verdad parecía muy apenado por haber hablado sin parar y dijo esto exhibiendo su banderín.
      —Estoy seguro le gusta. Déjeme explicarle, tengo una curiosa historia acerca de este banderín, ¿sabe?, es el causante de mi mala suerte.
      —¿Mala suerte? — pregunté extrañado.
      —Como lo oye. Nunca me había separado de él. Jamás de los jamases había salido de las manos del que fuera su dueño, pero sucedió en una ocasión, cuando me encontraba dormido, la amante que le platico, sin mi permiso lo tomó y se lo llevó para mostrárselo a su esposo quien para variar también era admirador del Guadalajara, como usted y yo. El esposo, enfurecido porque al parecer ya sospechaba algo, tomó el banderín y le hizo este desgarre que ve, si no hubiera sido por el trabajo de mi abuela, estoy seguro se hubiera roto por completo pero afortunadamente sólo fue esa parte. Cuando la mujer en cuestión regresó al tercer día, muy apenada me platicó todo y me lo devolvió. De más está decir que peleamos, no sólo por el banderín, sino ya también estábamos cansados de una situación que empezaba a cambiar muy mal de rumbo, casi todo por el dinero, usted sabe cómo fue duro el año del ochenta y seis, además la mujer no era ninguna millonaria y eso no ayudaba como aliciente para continuar. Discutimos muy feo aquella ocasión y al poco tiempo, sin despedirme de ella ni de nadie cambié de colonia, mudándome a un lugar infecto, es donde ahora vivo. Ya hace treinta años de eso y le digo, estoy completamente seguro, el desgarre en el banderín inició mi mala fortuna, ni modo.
      Después de haberlo enrollado cuidadosamente, pareció asegurar el banderín en la bolsa interior del saco y se alistó como quien se arregla para una fotografía antigua. Se puso de pie, caminó unos pasos, en eso sentí unos piquetes en mis tobillos, eran las palomas buscando migas en las arrugas de mis calcetines sudorosos, volteé para ver al hombrecillo… como lo supuse, había desaparecido. ¿Cómo?, quién sabe, los parapsicólogos siempre me han parecido seres muy extraños y éste no había de ser la excepción.
      Después de haberlo visto desaparecer, o más bien, sin haberlo visto desaparecer, regresé mi vista hacia las palomas, extrañado de que ahí siguieran y vi la razón; el mismo viejo de ojos oscuros y saco negro seguía regando migas y me sonreía con futuro, ¿hay sonrisas de futuro? No, creo que no, aún no se inventan, bueno, pongámosle de esperanza; me sonrió con esperanza.
      El sol amenazaba con ponerme más moreno de lo que habitualmente es mi color. Sentía sed y en la nariz un olorcito a desinfectante, a mingitorio, a orina, enrollé mi periódico, me levanté poniéndolo en la bolsa trasera del pantalón y decidí regresar a casa. (De más está decirlo, en el camino fui pensando en los ojos oscuros del hombrecillo.)
      Al llegar, como era de suponerse, mis hijos no se encontraban. En el refrigerador encontré unas tortas e imaginé serían para mí; el alimento dominguero ante la huelga eterna de mi esposa, no hacer comida los domingos. Ella de seguro estaría fornicando sabrosamente bajo el piso de la sala con el jovenzuelo.
      Prendí la tele para ver el partido de futbol entre Cruz Azul y América. América, ya se sabe, es el equipo más odioso del futbol nacional y yo no lo soporto, en cambio del Cruz Azul me gusta todo, desde sus colores de equipo hasta su manera tan elegante y técnica de jugar. Lógico, aposté conmigo mismo a favor del Cruz Azul; si perdía me acostaría y no iría al cine, si ganaba, aparte de ir al cine, compraría un six de Tecates.
      El finalizar del segundo tiempo fue un rabioso empate entre ambos equipos, lo cual me hacía dudar entre ir al cine, acostarme y dormir, o ir por las Tecates. En eso llegó mi esposa. Se notaba satisfecha, pero sé, no de balde la experiencia, cuando se encuentra así es todo lo contrario y con unas ansias de coger incontenibles. La vi dejar su bolso, ir a la cocina y después sentarse junto a mí a ver los comentarios finales. Jamás en mi vida me ha parecido más loca mi esposa como aquella tarde, sentada, viendo un resumen de futbol. Fue cuando pensé, al no quedar satisfecha quiere rematar conmigo.
      —Mal momento escogiste — pensé. La derrota del Guadalajara me ha dejado sin ánimos para batallar en la cama. Así, escondí un suspiro de alivio al no tener que desnudarme y fornicar con ella aguantando su endiablado ritmo.
      —¿Perdiste mucho en las apuestas? — me preguntó, mientras yo, extrañadísimo por su interés tan repentino en el futbol, la miraba sin comprender.
      —No mucho — le contesté. —Sólo un cartón de cervezas con el compadre Remí, pero puedo pagárselo la semana entrante.
      —¡Ahhhhhhh! Te tengo una sorpresa.
      Siempre cuando ella menciona la palabra sorpresa es sinónimo de mentira, por lo tanto me preparé. Abrió su bolsa diciendo:
      —Esta mañana visité a Chayito y …
      ¡Ya está! — me dije en silencio, Chayito y Julio viven hasta Tacubaya desde hace un mes y ella no lo sabe. Julio me lo dijo antier saliendo de la oficina.
      —… ya ves que también son chivistas de corazón. Pues qué crees, me prestó bajo juramento de no comentárselo a Julio, este banderín. Míralo, ¿no es precioso?, bordado totalmente a mano, lo traje para tomar una copia y hacerte uno, ¿te gusta?
      Ver el mismo banderín en un espacio de dos horas apenas en el mismo día, representó para mí un esfuerzo el asimilarlo.
      Repasé bien las escenas y en ellas navegaba un banderín desgarrado por un marido celoso, un hombre dormido pensando en quién sabe qué cosas y de nuevo el mismo banderín amarillento, pero cuidado, aún en las manos de mi esposa.
      —Ahhhhhhh, está bien, cuando termines el… mío, me lo das.
      —¿No quieres verlo?
      —No, pudiera romperlo, se ve que es muy viejo.
      —Exactamente. ¿Cómo lo sabes?
      Siguió hablando pero ya no la escuché. En la televisión estaba el Che Ventura haciendo los comentarios finales del partido; la semifinal sería el sábado próximo, y ante aquel empate me vi impelido a salir a pasear. Mi esposa podía quedarse con su calentura erótica para otro día, yo había decidido no acostarme, ni dormir, ni ir al cine tampoco, sólo quería ir al mismo restaurante de la semana pasada, comprar unas cervezas y tomármelas con el tipo que aseaba los baños y traía un fuerte olor a mingitorio, brindar con él hasta acomodar mis ideas y quizá también las de él, ¿por qué no? Pero ni antier ni ayer por la tarde han sido días suficientes para encontrar el mismo restaurante. Me he metido en todos, he entrado en todos los mingitorios de los pocos que lo tienen, en unos ya hasta me conocen por las dos o tres veces cuando fui y pregunté insistentemente por los empleados de aseo, y después de haberlos visto y no encontrar al hombrecillo, salí angustiado sin a veces dar las gracias. Por eso ahora que veo al muchacho, quien pronto ya no será el amante de mi mujer, intento no mirarlo, no quiero saber nada de él, aunque todo el día ha estado rondando el corredor queriendo hacerse el encontradizo, hasta me siguió un buen trecho cuando en la mañana me dirigía a la oficina.
      Por mi parte evito cualquier trato, pero sus ojos son quienes buscan los míos como pidiendo algo, y el hecho de estar aquí, sentado, escribiendo esto, se debe a que estoy cansado del continuo querer joder de mi esposa, de las frecuentes derrotas del Guadalajara, de la historia de un banderín y de no encontrar ese restaurante. Tan desesperado estoy de no encontrarlo que he llegado a pensar que aún faltan años para que lo inauguren.
      De todos modos en mis manos tengo el banderín que mi esposa aún no devuelve y estoy pensando: ¿lo rompo o no lo rompo?

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Nota de Porcayo: El presente cuento fue, de muchas maneras el inicio de mi amistad con Juan. Ya lo he contado en otras ocasiones: saliendo de clase, una tarde, lo encontré en la jardinera de la magnolia Grandiflora que adorna y cobija la escuela de Letras de la BUAP, esperaba a Silvia Luna Tlatelpa y al parecer ella ya le había contado algo de mí y de Zárate (ambos teníamos una mención honorífica en el Premio Puebla de CF) y me preguntó al respecto, y empezamos a hablar de literatura fantástica. Él confesó que había escrito un cuento de viajes en el tiempo, llamado el Banderín de las Chivas, y tras mi insistencia sobre de qué trataba, me lo contó... Debo confesar que me gustó más la versión oral... o la recuerdo con más cariño... aquellos eran los tiempos de máquinas de escribir y el state of the art eran las fotocopias, que no eran baratas... de manera que terminé leyendo el cuento hasta que apareció en esta versión en el libro publicado por el IPN... Juan no se quejó demasiado sobre la edición, Zárate, quien ganara el premio Jomar en 1989 y fuera publicado en el mismo volumen, sí se quejo amargamente de las correcciones inmeditadas de esta edición... Sea como fuere, no tenemos otra copia de su trabajo... y con este, propiamente, se acaban las incursiones de Juan en lo fantástico... hay muchos más cuentos que exploran más allá de lo real, pero lo hacen en ese tono característico del Realismo Mágico... Zárate lo incordiaba, a Juan, diciéndole todo el tiempo que él escribía Chilanguismo Mágico... genero que mezcló con lo policiaco de muchas maneras y le dio ese estilo tan propio y característico de su pluma... De Philip K. Dick adoraba Blade Runner y un cuento suyo, del todo dedicado a nuestro santo patrono, fue publicado en mi antología El hombre en las dos puertas (historia que se supone que todos ustedes conocen) y que está a la espera de una nueva edición (la antología, con el cuento de Juan, por supuesto).

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